domingo, 26 de diciembre de 2010

173.

Al caer la tarde, regresas de tus afanes diarios y subes a la planta superior de tu casa. Cierras la puerta y, si el clima lo permite, abres la ventana para que los sonidos del campo planeen hacia el interior del cuarto. Para lo que vas a hacer, eres afortunado viviendo lejos de la ciudad, rodeado de pájaros, tierra, rocas y árboles. Extiendes la alfombra y te sientas en una de las sillas. Te quitas los zapatos lentamente y enciendes un velón que espera tu llegada en una esquina. De una cajita extraes una barra de incienso y la acercas a la llama que ya serpea alegre hacia el techo. Pronto, el aroma, adherido a las volutas, comienza a inundar la estancia. Su lugar está en un cuenco, donde va a consumirse serenamente durante media hora hasta que no sea más que una ceniza coloreada con el rumor de la tarde. La oscuridad va agazapándose entre las paredes blancas. Avanzas hasta llegar ante tu banqueta de meditación y tu cojín para las rodillas. Te inclinas como ordena la costumbre. Los saludas con la veneración que requiere todo lo que existe, incluido el más humilde trozo de materia inorgánica gracias al cual puedes intentar cada atardecer el acceso a ese otro mundo donde sólo reinan los silencios. No puedes usar el cojín tradicional para sentarte porque tus caderas te lo impiden, pero da igual. Los caminos hacia la meta son tan diversos como las circunvoluciones de los cerebros. Te arrodillas sobre tu cojín, te acercas por detrás la banqueta. Nueva inclinación hasta llegar con tu frente todo lo que puedas al suelo. Desde esa posición, mirando hacia derecha e izquierda empiezas a elevar tu tronco hasta que alcanzas la verticalidad. Tu espalda está recta, respiras hondamente tres veces y comienzas el intento repetido cada puesta de sol de abismarte en tu auténtica realidad. Así, cada tarde, abolidas las asechanzas del mundo, te dispones a experimentar treinta minutos de un universo diferente, intuido sólo en este nivel tuyo de práctica, tan elemental. Mientras el sol va adormeciéndose en su lecho de poniente, tú inicias una singladura silenciosa en pos de la nada, sorteando los cantos de sirenas de tus miedos, de tus esperanzas, de tus recuerdos dolorosos y amables, de tus picores en la espalda, de tus ligeros calambres en los muslos, de los ruegos de relajación en la base de tu espalda. Durante media hora te afanas en meditar. De vez en cuando, muy de vez en cuando, dejas de existir y te conviertes en el trino de esos pájaros que despiden el día fuera de los muros donde estás sentado. Muy de tarde en tarde, percibes la sensación de alcanzar un raro núcleo donde el vacío resulta acogedor y la calma, un refugio. Son escasos, escasísimos esos momentos. La mayoría de tus minutos están poseídos por la marea que la mente empuja contra el varadero de tus intenciones. Finalmente, cuando ya la oscuridad se ha adentrado en los rincones y sólo oscila la llama del velón, suena la alarma del reloj y realizas la misma operación del principio. Algunas veces, recitas el Sutra del Corazón, en unas ocasiones sigues la versión en ese extraño japonés litúrgico; en otras, lo recitas en español, dependiendo de tu estado de ánimo. Te levantas, te inclinas ante esas herramientas que te ayudan en tu sendero hacia la iluminación, recoges la alfombra, te calzas, enciendes la luz, apagas la vela, limpias el cuenco de las cenizas del incienso, abres la puerta, apagas la luz y bajas. Ya ha muerto la tarde, ya ha huido el sol, la noche se cuela por los ojos de las ventanas y los fenómenos con su impermanencia ocupan el vacío.

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