viernes, 31 de diciembre de 2010

178.

Te lo cuenta Maquiavelo en su correspondencia. Sucedía durante aquel exilio al que se vio forzado por los gobernantes de su amada Florencia como represalia por haber colaborado con un intento de crear una democracia ciudadana. Estaba disgustado, dirías que casi deprimido, por verse alejado de sus afanes políticos después de tanto tiempo ejerciendo como embajador, como secretario, como pensador. Te lo cuenta y te emociona. Te dice que cada tarde, tras regresar del campo, de sus posesiones, donde ejercía las tareas de señor, entraba en su casa y se cambiaba de ropa. Las que imaginas serían las toscas vestimentas de labor eran sustituidas por vestidos elegantes. Lo dice él mismo: se vestía de forma digna, acorde con la función que iba a ejercer seguidamente. Y se embarcaba en la aventura de leer a los antiguos hasta bien entrada la noche. Te lo cuenta, como se lo cuenta a su destinatario, con fruición y te sabes que esos instantes eran los que justificaban su vida. Y de alguna manera percibes que también aporta una pizca de justificación a la tuya y a la de miles de otras vidas, que son capaces de encontrar entre las páginas de los libros viejos el combustible que anima los engranajes de la existencia. Siglos más tarde, Montesquieu reconocerá que no hubo en su vida amargura que no curase una hora de lectura. Para ti, leer es un alimento, pero lo que realmente te hace sentir como Maquiavelo o como Montesquieu, lo que añade más materia a esa pizca de justificación que decías antes, es esa media hora sentado en tu banqueta, aunque tus intenciones sean infructuosas las más de las veces.

jueves, 30 de diciembre de 2010

177.

Has leído un artículo en una revista sobre el pensamiento de Hannah Arendt acerca de la educación. Lo primero que te resulta llamativo es la fecha. Está redactado a fines de los años 50, cuando la exiliada judía ya estaba asentada en los EE.UU. y había adoptado el inglés como lengua para sus escritos. Estas reflexiones parten, en primer lugar, de una pensadora con una densa formación y una capacidad extraordinaria de llegar al núcleo del objeto que analiza. Por otro lado, piensas que no hace falta ser un experto en enseñanza para percibir el rumbo que toma una determinada concepción de la misma y los efectos que provocará en los objetos de su actividad. La otra piedra de asombro es que describe los fundamentos de lo que aquí, en España, siempre tan rezagada en todo lo intelectual, se considera el no va más de la modernidad y el progreso. Ya sabes, el desprecio por la tradición cultural, por la transmisión del conocimiento, la asimilación del profesor a un ser cuya función oscila entre lo decorativo de un poste de teléfono y lo grotesco de un pato de feria al que acribillar con unas pelotas. Siguen a esta característica el horror al trabajo y al esfuerzo, el pánico al niño traumatizado por un suspenso, la igualación de todos los que intervienen en la enseñanza y demás joyas que brillan con el color del infierno en los pasillos de escuelas e institutos de tu país. No tiene nada de extraño que un personaje como tú, doctor en Filología Clásica, tuviera el mismo acomodo en la docencia postmoderna que un escriba del Egipto faraónico delante de la imprenta de Gutenberg. Tú y lo que tú representas están de más en las aulas del siglo XXI. Y no lo piensas con el convencimiento de que está bien, sino con la tristeza de quien contempla, una vez más, cómo tu anciana Europa va cayendo en la decadencia y en la ruina. Como ya has dicho, estás viviendo el fin de la cultura europea porque sus integrantes han dejado de creer en el Dios cristiano; pero también es el fin porque han dejado de creer en su tradición, que constituye otra manifestación de las divinidades que sustentaron aquel viejo templo.

Inger Enkvist, “Hannah Arendt y la filosofía de la educación”, La ilustración liberal, 41 (2009) págs. 51-60.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

176.

Leyendo el libro que te ocupa en este tiempo las horas, encuentras una frase que te evoca momentos pasados. Dulce bellum inexpertis (la guerra es atractiva para quienes no la conocen). Viene a cuento de una obra de Erasmo de Rotterdam sobre la guerra. La evocación acude tiñendo el instante de la nostalgia de aquellas lecturas en francés que debiste acometer durante la carrera, en concreto La guerre de Troie n’aura pas lieu de Jean Giraudoux. Una obra de teatro que reinterpreta la famosa Guerra de Troya en el sentido pacifista propio de la estupefacta sociedad francesa posterior a la I Guerra Mundial. En un pasaje, uno de los personajes cuya identidad no recuerdas revela con clarividencia que en una guerra los únicos vencidos son los muertos. Esta frase siempre te ha impresionado. Y sacas algunas conclusiones. Si la sociedad moderna es pacifista, se debe no sólo a que hoy en día basta un minuto para hacer el mismo daño que en la Edad Antigua precisaba de meses o años. No sólo se debe a que el capitalismo y la preeminencia del mercado (para horror de ciertas mentes) están haciendo prevalecer poco a poco el intercambio sobre la conquista y llevando a la consecuencia de que los pueblos, reblandecidos los espíritus, prefieran la calma para disfrutar de los bienes que el comercio les proporciona. No sólo se debe a que el territorio ocupado tras la contienda queda en un estado tan lamentable que lo hace inservible para el vencedor. El desapego hacia banderas y marchas militares no son la causa, sino la consecuencia de estos fenómenos. Hay otra razón, crees, que entronca con la frase latina y las palabras de Giraudoux. Hasta el siglo XX, los que regresaban de las guerras eran los vencedores o los vencidos; pero en buen estado físico. Pocos heridos sobrevivían. El tiempo dulcifica los padecimientos y, al cabo de los años, sólo quedaba en la memoria de los combatientes los aspectos menos duros. Sin embargo, los avances de la medicina han provocado que de la guerra vuelvan tullidos, parapléjicos, dementes, gente cuya vida está a salvo, pero cuyas condiciones son penosas. Antes los auténticos perdedores no podían hablar de la parte amarga de la batalla; hoy en día, sí pueden.

martes, 28 de diciembre de 2010

175

Sobre la guerra, hoy que la gente abomina de ella en Europa. El fragmento aparece en Polibio, Historias, IV 31 3-8:

[3] ἐγὼ γὰρ φοβερὸν μὲν εἶναί φημι τὸν πόλεμον, οὐ μὴν οὕτω γε φοβερὸν ὥστε πᾶν ὑπομένειν χάριν τοῦ μὴ προσδέξασθαι πόλεμον. [4] ἐπεὶ τί καὶ θρασύνομεν τὴν ἰσηγορίαν καὶ παρρησίαν καὶ τὸ τῆς ἐλευθερίας ὄνομα πάντες, εἰ μηδὲν ἔσται προυργιαίτερον τῆς εἰρήνης; [5] οὐδὲ γὰρ Θηβαίους ἐπαινοῦμεν κατὰ τὰ Μηδικά, διότι τῶν ὑπὲρ τῆς Ἑλλάδος ἀποστάντες κινδύνων τὰ Περσῶν εἵλοντο διὰ τὸν φόβον, οὐδὲ Πίνδαρον τὸν συναποφηνάμενον αὐτοῖς ἄγειν τὴν ἡσυχίαν διὰ τῶνδε τῶν ποιημάτων, [6] τὸ κοινόν τις ἀστῶν ἐν εὐδίᾳ τιθεὶς ἐρευνασάτω / μεγαλάνορος ἡσυχίας τὸ φαιδρὸν φάος. δόξας γὰρ παραυτίκα πιθανῶς εἰρηκέναι, [7] μετ᾽ οὐ πολὺ πάντων αἰσχίστην εὑρέθη καὶ βλαβερωτάτην πεποιημένος ἀπόφασιν• [8] εἰρήνη γὰρ μετὰ μὲν τοῦ δικαίου καὶ πρέποντος κάλλιστόν ἐστι κτῆμα καὶ λυσιτελέστατον, μετὰ δὲ κακίας ἢ δειλίας ἐπονειδίστου πάντων αἴσχιστον καὶ βλαβερώτατον.

[3] Afirmo que la guerra es terrible, pero no tan terrible como para soportarlo todo con tal de no asumirla. [4] ¿Por qué, entonces, todos corremos riesgos por la igualdad ante la ley y la libertad de expresión, así como por el simple nombre de la libertad, si nada es más provechoso que la paz? [5] En este sentido, no elogiamos a los tebanos durante las Guerras Médicas porque abandonaran la lucha en favor de Grecia y eligieran el partido de los persas, ni a Píndaro cuando declaró su simpatía por ellos diciendo que ganaban su tranquilidad en estos versos: [6]
Que alguno de los ciudadanos, llevando la calma a la comunidad, / descubra la luz brillante de la altiva paz. Creyendo que había hablado de manera directa y convincente, [7] al cabo de no mucho se halló a sí mismo habiendo adoptado la decisión más vergonzosa y dañina entre todas las opciones. [8] Porque la paz justa y decente es la adquisición más bella y provechosa, pero con deshonra o una ignominiosa cobardía es lo más vergonzoso y dañino.

lunes, 27 de diciembre de 2010

174.

Los historiadores son conscientes de que la gente se interesa más por los mitos que por la realidad de los hechos. La verdad de la historia es pálida, con idéntico color de rojo sangre por ambas partes. Hay en ella las mismas ambiciones por parte de unos y otros, las mismas traiciones y las mismas heroicidades. Sin embargo, no hay legión de estudiosos que pueda saltar por encima de los muros que los colectivos humanos levantan para crearse sus propios paraísos. Los fundamentan con cimientos aferrados a un pasado donde gente probablemente normal, forzada a actos que posteriormente se denominarán heroicos, siembra las semillas de una fama para ellos impensable. No les interesa a los pueblos la realidad histórica, sino el mito que los siglos han tejido con sus hilos. Bien lo saben los historiadores y por más que se esfuercen en dar a conocer la verdad de lo sucedido, la gente siempre preferirá la leyenda que la imaginación ha cultivado sobre aquellos surcos. Que la colina de Hissarlik oculte entre sus pedruscos la historia de una ciudad reconstruida impenitentemente a lo largo de los siglos, con sus vidas cotidianas, sus asedios y sus muertes no tiene ningún valor para la generalidad de las mentes humanas. Sin embargo, las andanzas de Paris y Helena, los sufrimientos de Príamo y Hécuba, los amores trágicos de Héctor y Andrómaca, por no hablar de la arrogancia de Agamenón, la ira de Aquiles, la muerte de Patroclo, las gestas de Diomedes, Odiseo y Menelao, todo ello sí cubre el ansia de mitos que la mente de los pueblos necesita para sentirse viva.

domingo, 26 de diciembre de 2010

173.

Al caer la tarde, regresas de tus afanes diarios y subes a la planta superior de tu casa. Cierras la puerta y, si el clima lo permite, abres la ventana para que los sonidos del campo planeen hacia el interior del cuarto. Para lo que vas a hacer, eres afortunado viviendo lejos de la ciudad, rodeado de pájaros, tierra, rocas y árboles. Extiendes la alfombra y te sientas en una de las sillas. Te quitas los zapatos lentamente y enciendes un velón que espera tu llegada en una esquina. De una cajita extraes una barra de incienso y la acercas a la llama que ya serpea alegre hacia el techo. Pronto, el aroma, adherido a las volutas, comienza a inundar la estancia. Su lugar está en un cuenco, donde va a consumirse serenamente durante media hora hasta que no sea más que una ceniza coloreada con el rumor de la tarde. La oscuridad va agazapándose entre las paredes blancas. Avanzas hasta llegar ante tu banqueta de meditación y tu cojín para las rodillas. Te inclinas como ordena la costumbre. Los saludas con la veneración que requiere todo lo que existe, incluido el más humilde trozo de materia inorgánica gracias al cual puedes intentar cada atardecer el acceso a ese otro mundo donde sólo reinan los silencios. No puedes usar el cojín tradicional para sentarte porque tus caderas te lo impiden, pero da igual. Los caminos hacia la meta son tan diversos como las circunvoluciones de los cerebros. Te arrodillas sobre tu cojín, te acercas por detrás la banqueta. Nueva inclinación hasta llegar con tu frente todo lo que puedas al suelo. Desde esa posición, mirando hacia derecha e izquierda empiezas a elevar tu tronco hasta que alcanzas la verticalidad. Tu espalda está recta, respiras hondamente tres veces y comienzas el intento repetido cada puesta de sol de abismarte en tu auténtica realidad. Así, cada tarde, abolidas las asechanzas del mundo, te dispones a experimentar treinta minutos de un universo diferente, intuido sólo en este nivel tuyo de práctica, tan elemental. Mientras el sol va adormeciéndose en su lecho de poniente, tú inicias una singladura silenciosa en pos de la nada, sorteando los cantos de sirenas de tus miedos, de tus esperanzas, de tus recuerdos dolorosos y amables, de tus picores en la espalda, de tus ligeros calambres en los muslos, de los ruegos de relajación en la base de tu espalda. Durante media hora te afanas en meditar. De vez en cuando, muy de vez en cuando, dejas de existir y te conviertes en el trino de esos pájaros que despiden el día fuera de los muros donde estás sentado. Muy de tarde en tarde, percibes la sensación de alcanzar un raro núcleo donde el vacío resulta acogedor y la calma, un refugio. Son escasos, escasísimos esos momentos. La mayoría de tus minutos están poseídos por la marea que la mente empuja contra el varadero de tus intenciones. Finalmente, cuando ya la oscuridad se ha adentrado en los rincones y sólo oscila la llama del velón, suena la alarma del reloj y realizas la misma operación del principio. Algunas veces, recitas el Sutra del Corazón, en unas ocasiones sigues la versión en ese extraño japonés litúrgico; en otras, lo recitas en español, dependiendo de tu estado de ánimo. Te levantas, te inclinas ante esas herramientas que te ayudan en tu sendero hacia la iluminación, recoges la alfombra, te calzas, enciendes la luz, apagas la vela, limpias el cuenco de las cenizas del incienso, abres la puerta, apagas la luz y bajas. Ya ha muerto la tarde, ya ha huido el sol, la noche se cuela por los ojos de las ventanas y los fenómenos con su impermanencia ocupan el vacío.

viernes, 24 de diciembre de 2010

172.

El budismo lleva dos mil quinientos años bregando con la cara amable de la nada.

jueves, 23 de diciembre de 2010

171.

Empezaste siendo católico, como tu familia y el ambiente decidían en tu niñez. Luchaste, como Blas de Otero, contra Dios para verle el rostro. Pasaste por cursillos y movimientos cristianos. Defraudado, intentaste acercarte a otras versiones del cristianismo y te sumergiste en las Iglesias Reformadas. Una noche de verano, desvelado y envuelto el calor de las estrellas, formulaste la pregunta: “¿Y si Dios no existiera?”. Los resultados fueron una alocada conjunción de angustia y libertad. Pasaba el tiempo y te volviste materialista. Te inundaron Epicuro y Lucrecio. Pero, como has dicho ya antes, el vacío se hacía tremendo en su alboroto. Lo intentaste con los estoicos, Marco Aurelio fundamentalmente, y la lectura de Platón te iluminó durante una temporada. Más adelante, descubriste el budismo y te sedujo el zen. Desde entonces practicas la meditación regularmente y haces esfuerzos por penetrar en esos arcanos en cuyo fondo se descubre que no hay arcanos. Los zarandeos, sin embargo, del escepticismo han hecho brotar un telón de acero ante el compromiso firme. Cuando la enfermedad azotó tus jornadas, rezaste y creíste recuperar la fe, pero fue un espejismo. La vida va transcurriendo entre los despistes del velo de Maya, metamorfoseados en los afanes diarios de la subsistencia. Hace un par de años, recuperaste el materialismo con todo el movimiento de la revolución naturalista. El zen y la ciencia no eran incompatibles, sino complementarios, descubriste; y eso te tranquilizaba. No hablas de política porque también has cruzado el mapa de una punta a otra traqueteando por carreteras de tercer orden. Incluso llegaste a afiliarte a un partido, del que escapaste aterrado cuando advertiste que no era sino una jaula de grillos peleando por el mando. En fin, llegados a esta estación sólo sabes que todo lo que existe perecerá; incluidos esos seres amados por los que realmente resistes el turno infalible de los días. El budismo tiene razón cuando afirma que la forma es vacío y el vacío, forma. Todo lo demás, incluida la ciencia, es opinable. Sólo te resta obrar en consecuencia, hijo de tu tiempo.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

169.

Ha muerto Jacqueline de Romilly y estás de duelo. La conociste por sus libros. La estudiaste por sus trabajos sobre Tucídides. Te eran imprescindibles para la tesis doctoral. Desde las primas líneas la adoraste como una sabia. Leíste un libro suyo sobre la enseñanza de las lenguas clásicas y la seguiste con otras obras sobre aquella Atenas del siglo V a.C. que tanto amó. Pertenecía Mme. De Romilly a esa estirpe de mujeres extraordinarias que se acercaron a la Grecia antigua con la seriedad del académico y con el rigor del científico; pero, al mismo tiempo, con la agudeza de la mujer, la serenidad del helenista, la diafanidad de lo francés. Era de la raza de Marguerite Yourcenar o de mi maestra Esperanza Albarrán. Fue ejemplo con su claridad y su liberalismo espiritual de lo que cualquier helenista debería ser en la vida. Ignorabas que había sido judía y que había sufrido por ello. En esto se iguala a otra de tus heroínas, Hannah Arendt. Que la tierra le sea leve, ahora que su alma se acaba de encontrar con las de Aquiles, Héctor, Tucídides, Sófocles, Eurípides y Pericles en las llanuras amenas de los Campos Elíseos, lugar donde sólo moran los héroes

martes, 21 de diciembre de 2010

168.

Este comentario lo has hecho a la página web Cultura 3.00-Tercera cultura:

He sentido un enorme interés por la revolución naturalista y por esta página desde que tuve conocimiento por primera vez de su existencia. Pero, del mismo modo, desde el primer instante las dudas me han asaltado. Por ejemplo, el asunto de la falacia naturalista. La ciencia busca la verdad y la descubre mediante el método racional. La verdad es indiscutible. En la verdad científica no hay libertad por cuanto no hay disensión con lo establecido, ya que, según el criterio de falsabalilidad popperiano, la primera disensión convierte a la verdad descubierta en falsedad. Ahora bien, si intentamos extender la verdad científica (lo que es) a la ética (lo que debe ser) convertimos a ésta en algo tan indiscutible como la ciencia. Y aquí entran mis temores. Conociendo el historial del homo sapiens, dar ese salto hacia la ética “científica” la tiñe de un ominoso aspecto de dogma, algo cercano a lo religioso por el aspecto de inconmovible que presenta. Por otro lado, esta ética “científica” sería mucho más peligrosa que la procedente de la religión, ya que, contrariamente a ésta, su base no es la confianza ciega en un poder imposible de conocer racionalmente, sino la misma verdad establecida por la razón. Lo siento, pero aún siendo ateo, soy consciente de que los crímenes más espantosos contra la humanidad los han cometido ideologías ateas y pretendidamente científicas. En otro orden de cosas, respecto al proyecto Gran Simio, creo que se debe tratar a nuestros congéneres en la vida (vulgo, animales) con compasión, con empatía. Hay que solidarizarse con ellos en el sentido budista: sufren por existir, como nosotros. Pero de ahí a convertirlos en una variedad de lo humano, a mi juicio, hay una distancia. Por el momento (a espera de lo que decida la evolución), no hay ni se espera que haya no sólo pintores, sino chimpancés como Beethoven, Bach o Mozart, escritores como Cervantes o Shakespeare. Tampoco un gorila podrá estudiar el cerebro como lo hacen Antonio Damasio, Francisco Mora o Adolf Tobeña. Tampoco hay un Albert Einstein. Por no irnos lejos, no hay ni un humilde rapsoda que cuente en una tribu perdida del Amazonas, la genealogía de sus dioses, por más que sea pura mitología. Y si desean darle la vuelta a la moneda, tampoco hay Tamerlanes, Atilas, Stalines ni Hitleres, ni son capaces de aniquilar en unos minutos centenares de miles de congéneres con una simple bomba. Todos tenemos el mismo origen, pero no todos hemos llegado al mismo punto. Un filósofo dijo que los animales no pueden tener derechos porque no tienen deberes. Este razonamiento me parece tremendamente ilustrativo de la sociedad en que vivimos, tan apegada a los derechos como despectiva con los deberes, su contrapartida natural.

lunes, 20 de diciembre de 2010

167.

Quienes no pueden permitirse un segundo de reposo suelen decir, cuando el cuerpo les punza con algún achaque, aquello de “lo mejor es no oírse”. Si duele la espalda, si la pierna se resiste al movimiento, si la cabeza retumba con la migraña, pero la vida no les permite la pausa, esas personas tienen ese remedio modesto, pero eficaz. Sólo cuando el dolor es tan intenso que se deja oír sin permitir obviarlo, entonces esos seres empiezan a pensar que tal vez sería conveniente plantearse la idea de pedirle cita al médico. Mientras tanto, esperan que esa dilación haga desaparecer la punzada y no ver así entorpecido el curso de su vida. Quizá fuera ese remedio también una buena medicina para los ataques de tu mente. Cuando las sombras te acosan y te sientes atrapado por el lado oscuro de la vida, sería tan curativo que, sin más complicación, “no te oyeras” y siguieras embarcado en el afán de cada día. En el fondo es el camino que te marcan los maestros budistas. Vive sin pensar en que estás viviendo, sin darle vueltas a lo que pueda ser la vida, sin “oírte” a ti mismo. Del mismo modo que, al final, de no oír los dolores del cuerpo, éstos se olvidan y se alivian, probablemente los dolores del alma experimenten el mismo proceso. Aunque se te antoje mucho más difícil taponarte los oídos para los aguijones que hieren el alma que para los que acosan el cuerpo.

viernes, 17 de diciembre de 2010

166.

Te resultan desagradables las ansias de determinados maestros del zen por introducirse en eso que llaman modernamente los “movimientos sociales”. Irrumpen con una doctrina de trabajo personal en ese constructo ideado para acabar con tu propia personalidad que es lo socialmente correcto. Se empeñan en equiparar la doctrina a una de las innumerables escuelas filosóficas, ideologías políticas, sectas esotéricas que propugnan la curación de todos los males modernos gracias a esas pócimas asestadas al vecino. Es cierto que, como afirma Keiji Nichitani, el budismo puede llegar a ser tachado de poco comprometido con la sociedad en la que se desenvuelve y en esta característica ve el filósofo un defecto. Pero esa acusación es de por sí una trampa que la corrección social ha preparado para que caiga en ella el zen. Para ti eso no es una lacra, sino una ventaja. Por eso, chirría en tus ojos la visión de determinados maestros con sus kesa y sus cráneos relucientes impartiendo doctrina contra el capitalismo global, contra la sociedad de consumo, contra la amoralidad de la vida moderna, mientras ofrecen a la concurrencia el bálsamo de Fierabrás que va a acabar con todos los males de la opulenta sociedad occidental. Aparecen en los medios de comunicación e imparten doctrina. No, esa no es tu visión del budismo zen. Estás conforme en que la compasión, como ya dijiste, es la llave que abre la doctrina a los demás y evita un ensimismamiento absoluto. Pero no debes olvidar que el budismo es un camino personal, individual, particular. Una de las cualidades que más admiras de las enseñanzas del Buda es ese desinterés por el proselitismo, la carencia de esa compulsión hacia la captación del no creyente. Ahí subyace un respeto infinito por las decisiones del otro y el interés por el individuo que busca su propia liberación fuera del contexto social en el que se desarrolla su existencia. Prefiero, por tanto, a personajes como esos monjes y maestros errantes que se reían de sus semejantes y se tomaban poco en serio los convencionalismos de su tiempo, mientras atizaban a quienes les oían los laberintos de un koan.

Keiji Nishitani, On Buddhism, New York, State University of New York Press (SUNY), 2006.

jueves, 16 de diciembre de 2010

165.

Despiertas junto a ella y al abrir sus ojos, recibe tu sonrisa. Con el calor aún humeante entre las sábanas, te levantas y tras una breve visita al baño, bajas a la cocina. Ella ya preparando el café, marca blanca de supermercado, como es lógico. Normal el suyo, descafeinado el tuyo. Tú sacas de la bolsa de plástico el pan de ayer que reservas para tostar. Mientras comida y bebida se elaboran, coges mantel, dos servilletas de papel, la botellita del aceite, el azucarero, dos cucharillas (una para cada uno), un pequeño tenedor para ella y un cuchillo para ti. Ella tiene ya listo su plato: un kiwi en rodajas y dos tostadas pequeñas de pan integral, de esas que ya vienen preparadas. Lo lleva a la mesa donde estás disponiendo los utensilios. El café ya comienza a oler y tu pan ya está casi listo en el tostador. Añades a la mesa un par de esos roscos típicos de este pueblo y un vaso de agua para tus pastillas. Ella deposita los cafés en la mesa y tú, tu plato con el pan y una loncha de jamón cocido. Sintonizas en la radio vuestra emisora favorita y comienza la culminación de esa orgia de felicidad cuyos inicios asomaban entre aquellas sábanas calientes. Mientras tomas tu desayuno piensas que el viejo Epicuro tenía algo de razón. Esto que vives es la felicidad.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

164.

Después de tanto leer y meditar, parece que la filosofía de vida más cercana a los requisitos de humanidad y sensatez es el epicureísmo. Primero, por su materialismo. Nada de almas inmortales ni de dioses. El buen maestro pensaba que existían, pero que vivían inmortales y eternamente felices en lo que Lucrecio llamaba intermundia, un lugar lejano de las escorias de la vida de los mortales. Había que honrarlos, pues, pero sabiendo que nada viene de ellos, ni bueno ni malo. Teniendo en cuenta el fundamental valor de cohesión social de la antigua religión griega, Epicuro revela su inteligencia salvando así esa vertiente de la religión sin sufrir sus incursiones en la intimidad de las personas. Lejos de la visión desmadrada que se tiene vulgarmente de su doctrina, Epicuro propugnaba la moderación en la búsqueda del placer, un cálculo racional sobre aquellos que vienen bien y sobre aquellos con consecuencias indeseables. La memoria, y los seres humanos no somos sino memoria, nos salva del dolor evocando mejores momentos y la amistad sana e inteligente culminan tan sabrosa pitanza. Al final, después de tanto buscar lo absoluto, va a resultar que un trozo de queso con un mendrugo y un vasito de buen vino son suficientes para dar sentido a tu vida y convertirla en un paraíso. Siempre y cuando los ataques con hambre, por supuesto.

martes, 14 de diciembre de 2010

163.

Tú también tienes una interpretación sobre el arte. Un cuadro de Turner, una sinfonía de Sibelius, una escultura de Rodin, un poema de Keats, una película de Kubrick, cualquier obra de arte te sume en un estado de olvido de ti mismo. Ahí radica el encantamiento de la obra de arte. El arte te enajena de tu realidad y te hunde en un lugar donde sólo queda la propia obra de arte. Sus contenidos están tramados de tal manera que te conducen a un estado de desmemoria de tu propio ser para acabar siendo poseído por el propio objeto de contemplación. Funciona como una variedad de la meditación, pero llena de contenido. Aquella pretende que penetres en la última y auténtica realidad del ser, que es, como ya sabes, el vacío. Para acceder al vacío debes perder la noción de tu propia personalidad, de tu conciencia y de tu ego. Idéntico proceso sufres con el arte, pero en este caso, el apartamiento de la conciencia de ser viene dado por un objeto magistralmente concebido que ejerce un poder erradicador de esa conciencia. La concentración ante la obra de arte es tan arrebatadora como la iluminación y su efecto es, igualmente, liberador.

lunes, 13 de diciembre de 2010

162.

Que las culturas, como los cuerpos, mueren es algo natural y sabido. Que los moribundos se resisten a ese final es también de común conocimiento. No en balde, la palabra agonía procede del sustantivo griego agón, término que viene a significar tanto combate como competición o certamen. Lo que resulta más extraño es que una cultura muera sin combatir a sus destructores, sino adorándolos. En el periódico El Mundo de hoy se publica una entrevista (pág. 32) con un danzarín llamado Rachid Ourandame. De origen argelino, es francés de segunda generación. Parece tener un cierto prestigio en el mundo de la danza contemporánea. Lo ignoras todo sobre este tema, claro está. Lo que te ha llamado la atención no son las consabidas apelaciones a la muerte de lo clásico y a tópicos como la obligación por parte del artista de “transformar” a la gente (¡ay ese marxismo en zapatillas!), sino sus descalificaciones hacia la cultura de un país y de un continente que lo ha acogido y aupado. El sujeto reconoce que en Francia se les da preferencia a los bailarines de origen árabe por eso de la discriminación positiva. Odia a Europa, eso se ve claro, no observa en su cultura más que una pandilla de asesinos, augura su final y se alegra de que otros acaben con ella, pero aprovecha su desarrollo económico e intelectual, sus libertades, su tolerancia, su apertura de miras. Haces un esfuerzo e imaginas qué sería de alguien que en Argelia viviese confortablemente gracias a las prebendas que ese mismo país le ha otorgado; alguien aplaudido por la élite del país y que en sus declaraciones públicas pone a la cultura árabe de vuelta y media. Europa agoniza en medio de su sonrisa complacida ante quien la está degollando.

sábado, 11 de diciembre de 2010

161.

Hoy llega el turno de...

HÉCUBA

Esperaban verme aullando de dolor ante los cadáveres de mis hijos. Esta cantidad de cuerpos muertos hubiera necesitado de interminables lamentos, tantos como los días durante los cuales los estuve cuidando y viendo crecer. Con ser tantos, más pesar hubiera tenido que salir de mis entrañas por el número infinitamente mayor de troyanos caídos en la batalla y sometidos a la matanza en la hora del saqueo. Éstos fueron muchos más y no sólo se contaban hijos entre sus despojos, sino madres y padres, abuelos, amigos, hermanos, primos, tíos. No tenía derecho a llorar sobre mis hijos más que sobre los hijos de las otras madres troyanas. Debía, si era honrada conmigo mismo, sentir en mis entrañas el desgarro de las agonías de todas las madres de Troya, porque yo era la primera de las madres de la ciudad y todas ellas se miraban en mí. Si caí derrumbada al suelo al morir Héctor, el preferido, lo hice con el mismo derecho que las otras mujeres que vieron cómo los cuerpos de sus hijos eran atravesados por las armas de los aqueos, ni más, ni menos. Y no importaba que Héctor fuera el mejor de todos los troyanos, porque para cada madre, su hijo era siempre el mejor de todos los troyanos. Esperaban de mí las súplicas de quien ya acepta su destino de esclava en el hogar del vencedor. Si les hubiera dado satisfacción, habría sido otro trofeo más en el largo despliegue de triunfos con los que volverían a Grecia convertidos en héroes. Tardíos, porque mucho tiempo tuvieron que invertir para ganar la amada ciudad de Ilión, pero héroes. Las leyendas pronto obvian aquellos detalles de la historia que no realzan la gloria de los victoriosos, esos caudillos que regresarán con las riquezas acumuladas por Troya durante siglos de prosperidad y con las víctimas de la esclavitud a la que se verán reducidos los más ilustres y los más insignificantes. Se aguarda en la mujer esclavizada la petición de clemencia ante el desvalimiento con que la servidumbre aherroja los cuerpos y las almas de los desafortunados. Si la nueva esclava es una mujer mayor y una madre, cuyos hijos ya pueblan las negras praderas del Hades, ha de alzar sus manos más arriba que las demás mujeres y su voz debe atravesar más punzantemente los oídos de sus recién adquiridos amos. Las jóvenes siempre serán bien recibidas por sus dueños; las viejas sólo serviremos para amasar el pan en las cocinas o lavar las túnicas de nuestros señores. Esperaban oír mis exclamaciones de piedad, recordándoles a mis hijos muertos en noble combate, revelándoles que ante ellos tenían a la reina de Troya, a la esposa del poderoso Príamo, cuyas cenizas ya avientan las brisas que desde el Helesponto acarician las ruinas humeantes de Troya. Porque engendré y di a luz al más valeroso de los enemigos que con nobleza les mantuvo a raya durante diez obstinados años, debería invocar su memoria y solicitar la compasión de mis amos. Tantas reacciones habituales esperaban esa caterva de bárbaros acostumbrados a la tosquedad y asombrados ante el refinamiento de una ciudad elegante. Yo no les di ese placer. A pesar de que los vencedores cuenten la historia de la destrucción de Troya adornándola con los motivos propios de quienes han ganado el combate, mi realidad fue diferente de la que luego conocieron los hombres venideros. Yo no lloré, ni les supliqué, ni me abracé a las piernas de Odiseo. Tampoco me vengué de nadie por supuestas deslealtades y promesas rotas. Cuando se pierden tantos hijos, da igual que el último perezca también. Cuando el dolor por tanta sangre es inconmensurable, la muerte del postrero no añade más amargura al corazón ya suficientemente lacerado. Nada de eso fue cierto. Me limité a mirarles a los ojos y mantenerme erguida. Era la madre de los troyanos, la sangre que había regado las llanuras por las que corría el Escamandro era mi sangre. Nadie se había rendido y habíamos sido derrotados con las armas de la cobardía. Tampoco maldije la mente vacía de mi hijo Paris ni su incontinencia, ya que, si alguien debía ser acusada de haber engendrado este inmenso desastre era Helena, esa aquea cuyos ardores difícilmente podía calmar un marido incapaz. A buen seguro Paris no fue el único amante de Helena. Ninguna palabra de reproche ni de disculpa salió de mi corazón ni atravesaron mis labios. Sólo tuvieron mi silencio y mi orgullo. Y mi deseo de ser sacrificada también junto a todos mis seres adorados por los que viví y en los que siempre encontré el consuelo ante las asechanzas sin límite con que los dioses suelen acometer a los mortales. Por eso le pedí a Odiseo que me matara en ese momento y que dejara consumir mi cuerpo sin alma entre las cenizas de mi patria, para cumplir así con el definitivo mandato de quien ha dedicado su vida a la grandeza de su tierra. Odiseo fue misericordioso, rara reacción en quien se mostró siempre tan cruel. Probablemente, se sintiera conmovido ante el recuerdo de su madre y de su isla. No lo sé. Acabó con mi vida de un tajo de su espada. Desde el Hades se lo agradecí. Todo lo que luego se contó de mi no fue sino eterna historia de los vencedores cuya vanidad no se contenta con doblegar al enemigo, sino que también exige el sacrificio de la verdad. Finalmente, después de tantos sinsabores, de tanto duelo y tanto desgarro, mi alma descansó en el mejor de los destinos que puedan aguardar al ser humano, la calma provocada no por el olvido de la vida, sino por la renuncia al ansia de vivir.

jueves, 9 de diciembre de 2010

160.

Tu admirado Georg Steiner lo cuenta en algún lugar que no recuerdas y que no tienes intención de ir a buscar. Es judío y cuando niño vivió los aullidos del nazismo. Relata en algún pasaje de sus obras cómo se asomó a una ventana de su casa para ver desfilar a los fanáticos. Ya sabes, cánticos sincopados con el rugido de las botas sobre el pavimento, gritos de rigor, aplausos enfervorizados de los espectadores y demás puesta en escena. Su padre estaba con él. Infantilmente, el pequeño Georg le preguntó qué era aquello. “Eso que ves es la historia pasando por delante de ti” fue la respuesta. Más o menos, que no sabes decir con exactitud las palabras originales.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

159.

En uno de los inmensos y reiterativos sutras del Buda, leíste en una ocasión que el Iluminado no bailaba, ni cantaba. La música y la danza parecían ser actividades prohibidas a sus seguidores. Esta afirmación te hizo pensar. Algo de similar había en esas palabras a las desviaciones psicológicas de los talibán que proceden del mismo modo con sus secuaces. Te negabas, no obstante, a poner al mismo nivel la barbarie con el reinado de la compasión. Bajo estas reflexiones, algo barruntabas. La visión de dos vídeos de sendas conferencias te ha aclarado bastante las ideas. Eres de los que creen que el nuevo humanismo viene de la mano de las que comúnmente se denominan neurociencias. Francisco Mora en uno de los vídeos y Jordi Agustí en el otro te dicen que el placer y la infelicidad son estímulos adaptativos para la supervivencia y cuando se habla de supervivencia, se habla simplemente de seguir vivos. La primera es aquello que buscas porque afirma tu ansia de vivir y la segunda te empuja a luchar para vencerla. Vivir es luchar siempre contra algo a favor de algo. Luego, piensas que todas las religiones y filosofías que han aportado algo relevante a la humanidad se basan en unas relaciones conflictivas con el placer y la infelicidad. Las religiones monoteístas clásicas rechazan aquél y abogan por la aceptación de ésta. La auténtica felicidad reluce sólo en el más allá. El budismo y algunas filosofías como el estoicismo abogan por la liberación del placer a través de su eliminación y con ello pretenden alcanzar una felicidad que estabilice al sujeto y lo aparte de mayores búsquedas. Al final, todas ven el mejor futuro del ser humano en el rechazo de lo que anima a vivir. Ahora se levanta la sombra de Nietzsche de su tumba y avanza malignamente sobre ti. Pero no lo dejas que te toque. Ves lógica la postura de religiones y filosofías. Han advertido la vacuidad de la existencia, su destino hacia la nada. La única calma posible reside en renunciar prácticamente a ella. Lo que resulta enigmático e interesante es reflexionar sobre el papel del suicidio en este fregado.

martes, 7 de diciembre de 2010

158.

En 1801 Ludwig van Beethoven tenía treinta años. Había sido contratado por una aristócrata para darles clases de música a sus hijas. Una de ellas era Giuletta, condesa Guicciardi. Sólo contaba con dieciséis años. El escenario resulta algo típico. Un hombre huraño, poco amigo de la mediocridad y la masa; un músico a punto de perder el oído para más ponzoña dentro de la herida de estar vivo en medio de un universo feo e inarmónico. La joven, suave, imaginas que algo alocada e ingenua. Contraste de cursos vitales y el monstruo de la naturaleza que cae enamorado de una insignificante adolescente. Independientemente de cómo fuera la historia real, fantaseas con el ansia de Pigmalión que aferraría los deseos del maestro y con los dimes y diretes, los sí quiero y no quiero; los ahora, no; tal vez, mañana de la condesita. Y Herr Beethoven que se va desesperando en su búsqueda de aquello que dé luz a sus días, hermosura a sus desencantos y tibieza a la frialdad de estar vivo. Beethoven compondrá la Sonata número 14 en do sostenido menor Quasi una fantasia, opus 27, número 2 para ella. No hay mayor monumento al amor. Pero Giuletta se casará con alguien de su posición. Para ti, que ella no lo merecía si, tras oír la sonata, no escapó de las angosturas de su clase para sumergirse en los torbellinos del portento. Aunque convendría ser un tanto clemente con la cría y entender que su vida junto al maestro no se hubiera deslizado con la melancólica ternura del adagietto, ni con el templado gozo del allegretto, sino con el volcánico empuje del presto agitato de la sonata "Claro de luna".

lunes, 6 de diciembre de 2010

157.

Cuánto más te atrae la historia que el presente. Te sucede igual que con los maestros muertos. Del pasado te quedas con lo que deseas. En tu Grecia antigua no les prestas atención a los esclavos, ni a la suciedad en las calles, ni a las enfermedades incurables que hoy en día son triviales. En tu Grecia olímpica no hay recién nacidas expuestas a la entrada de las casas esperando la muerte sólo porque su padre no deseaba tener niñas. No oyes el chasquido de la garganta degollada en las Termópilas, sino sólo las palabras solemnes de Leónidas y los versos de los poetas que las cantan. Tampoco tienes por qué recordar continuamente a aquellos atenienses que arrasaron Melos sólo porque sus habitantes quisieron ser neutrales en la guerra contra Esparta. Por poner los ejemplos más cercanos. Lo mismo podrías decir de esas otras épocas del pasado que admiras: la Constantinopla bizantina, el Renacimiento, el siglo XVI español, la corte de Luis XIV de Francia o la de Federico el Grande de Prusia, la Gran Bretaña que dominó el mundo o ese Imperio Austro-Húngaro en el que sufres las miserias de tu Europa. A veces, cuando piensas en ese pasado que trasciende tu pequeña historia, recuerdas que hubo otra cara en la moneda. Y aunque Walter Benjamin o Bertolt Brecht no entran en tu panteón de hombres ilustres, reconoces que algo de verdad decían cuando revelaban que detrás de las obras memorables hay míseros humanos que padecieron el peso de la grandeza.

domingo, 5 de diciembre de 2010

156.

Otro monólogo de una antigua heroína griega.

FEDRA

Un hombre despechado por una amante que lo ignora y poseído por el furor de su orgullo herido, la mata. Una mujer frustrada por el desprecio de su amante sugiere a otro hombre que lo mate. Así nos han dotado los dioses para compensar la carencia de la fuerza bruta. Nuestras armas son portadas por otros con mayor fuerza en sus brazos y con la capacidad de blandirlas sin que las gotas de sangre del enemigo derrotado manchen nuestras túnicas. Luego, cuando la víctima yace en tierra y el vencedor enarbola orgulloso su espada, nosotras acudimos al encuentro del drama con las lágrimas en los ojos y el clamor en nuestras gargantas. Pero en mi caso todo fue un simple acto de ficción. Fingir también se nos da bien. Es otro de los poderes que nos ha regalado la divinidad. De este modo, los testigos de la matanza pueden sentir compasión de quien ha provocado la ruina de los protagonistas. Yo intenté vengarme así de Hipólito, ese desdeñoso jovenzuelo que ocultaba su miedo ante mi sexo con la excusa del fervor hacia Ártemis. Y mi instrumento era su padre, Teseo. Pero el destino tenía decretada otra conclusión para la trama. El final fue más sangriento de lo que pretendía, pero el que debía ser castigado, fue castigado. Y eso es lo que importa. Hipólito tenía que recibir las muestras de mi ira por su rechazo, más necesario aún si se piensa que con su actitud estaba retorciendo el brazo de su auténtico deseo. Bien sabía por su mirada que en el fondo de su corazón ansiaba tomarme entre sus brazos y hacer estallar en mí el volcán que lo iba consumiendo. Intentaba ocultarlo, pero a mí no me pasaba inadvertido. Yo conocía bien la pasión que zahería su carne y su mente. Cuando me rechazó, en un primer momento me sentí espoleada por el sabor de un reto cuya superación se me antojaba deliciosa. Convencida de que sus reticencias, sus huidas no eran sino muestra de su timidez, insistí. No fue fácil porque yo era la esposa de Teseo, e Hipólito, además de su hijo, era mi sobrino, el hijo de mi hermana Ariadna. El recuerdo de mi hermana también tuvo su papel que jugar en esta obra. En algunos instantes, el rastro de la venganza también dulcificó mis sueños de seductora. Mi esposo la había tratado con indignidad, como suelen hacer los hombres. Conquistar a Hipólito podía constituir no sólo una satisfacción de mis deseos por la carne joven, sino también una manera de postrar el honor de Teseo en este país que mi hermana había colmado con sus lágrimas cuando fue abandonada en la isla de Naxos. No voy, sin embargo, a ser embustera y diré que la auténtica razón de mi persecución era el simple y puro deseo. La infamia cometida con Ariadna no era sino un condimento más añadido al placer de un buen plato. Hipólito era hermoso, fuerte, joven. Teseo era un hombre a punto de entrar en las postrimerías de la madurez, tan sólo preocupado de su honor y de su fama, esos valores que tanto aprietan las almas de los hombres y tanta vida les hace derramar por las heridas que les producen. Hipólito era un corderito al que enseñar las artes del amor y la dulzura de la posesión de un cuerpo. A pesar de mi insistencia, él siguió negándose a mis requerimientos. Su persistencia en la negativa empezó a resultarme enojosa, por cuanto sabía perfectamente que moría por entregarse a mí. Tal vez debí ser más indulgente. Era cierto que su posición, nuestra posición, era delicada. Por más que le garantizara la impunidad para nuestra falta, en él podía más el temor y la deshonra que su instinto. A cada acometida de mis palabras le seguía su rubor y la huida al monte, a cazar con desmesura, intentando desfogar con el arco y las flechas lo que su virilidad no podía realizar por miedo. El tiempo iba pasando y mis ardores iban consumiéndome más de lo que podía soportar. Aquel asunto empezó a obsesionarme y un buen día me di cuenta de que rebosaba por los bordes de lo que podía tolerar. No era normal que alguien a su edad prefiriera las artes de Ártemis a las de Afrodita con esa firmeza insana. Imperceptiblemente, el fuego encendido en mí por su cuerpo fue deslizándose hacia la leña del resentimiento y la sombra de la venganza empezó a minar mi mente. Todo lo tramé de la manera que consideré más dañina. El ingenuo de Teseo estaba tan creído de su importancia y tan ocupado con sus faenas de gobierno, que nunca sería consciente de todo el juego que se urdía en la cabeza de su mujer. Picó el anzuelo, creyó toda la historia que le conté entre hipidos y un contenido ataque de histeria diestramente fingido. Su estupor dejó paso a la ira; y la ira, a los gritos en demanda de la presencia de Hipólito. Luego, ya sabemos todos, aquella huida, aquel carro funesto, aquella caída y aquella muerte. Se creyó en un castigo de los dioses por una conducta execrable. Nadie puso en duda mi versión de los hechos, mi acusación de su intento de violación. O nadie, al menos, se atrevió a ponerla en duda visto que el señor le dio tal crédito que ordenó apresar a su propio hijo. El dolor anegó los espíritus de todos, incluido el mío, lo confieso, en aquellos primeros instantes. Porque aquel nunca fue el desenlace que yo esperaba. Todo concluyó más dolorosamente de lo que había imaginado. Pero así es la vida de los mortales. Rara vez nuestros planes se llevan a la realidad en todos los extremos calculados y siempre es de esperar la intervención caprichosa de los dioses. Hipólito murió, Teseo lloró algún tiempo su pérdida para volver enseguida a lo que realmente le interesaba y yo quedé en la memoria de mis contemporáneos como una mujer víctima de los ardores incontrolados de un joven sin continencia. Por eso, no creáis a quienes, con el paso de los siglos, han adornado mi historia con los oropeles de una pasión más decente para las mentes humanas. Y aunque los espectadores de alguna que otra tragedia se escandalizasen en su tiempo por considerar esos amores desplegados en escena como obscenos, más se hubieran escandalizado si hubieran conocido cuál fue la verdadera naturaleza de las intenciones que serpenteaban por los rincones de mi alma.

sábado, 4 de diciembre de 2010

155.

Sucedió hace algunos años, antes de la catástrofe que arrasó tu vida. Vivías aún en esa casa que te albergó durante veinte años. Era en aquel otro barrio de aquella otra ciudad. La habías visto con frecuencia y siempre sola. Debería de vivir por los alrededores de tu casa. Cuando iba a hacer algún mandado, cuando iba a comprar el pan, cuando salías a la calle, con frecuencia la veías. Demasiado joven, pensabas. La melena corta, muy negra, delgada, rostro afilado, con unos guantes de esos que dejan los dedos al descubierto. Su gesto era de luchadora, de persona convencida de la victoria final sobre cualquier adversidad que la vida le plantara por delante. Sobre su silla de ruedas salvaba obstáculos con pericia. No había escalón que se le resistiese. En algún momento temiste que volcara ante la fuerza con que hacía bascular la silla frente a una acera. Las rampas eran un terreno tan controlado que apenas le proporcionarían ya el placer de las marcas superadas. Su mochila colgaba de los manillares que sobresalían por el respaldo de la silla. Te fijaste muchas veces en ella. Pero acababas pronto por sumirme en tus propias preocupaciones y pensamientos. Su imagen de combatiente, de partisana de la vida, de resistente se difuminaba enseguida en tus pupilas, asediadas como estaban por los tristes embates de una vida convencional. Una tarde volviste a verla. Ahora su rostro ya no señalaba la fuerza y el poder. Sus manos no impulsaban con energía los aros de las ruedas. Tampoco corría. Rodaba lentamente, recreándose. Sonreía. Estaba hablando y mirando hacia arriba, hacia su derecha. Su mochila permanecía en el mismo sitio; pero no llevaba guantes. La entendiste: querría sentir sin obstáculos, apretar sin impedimentos una materia más cálida que el frío acero de los aros de las ruedas. Su mano derecha aferraba una mano. Con la otra, demostrando otra vez un dominio total del movimiento, impulsaba la silla de ruedas. Su acompañante, joven, alto, delgado, hermoso, feliz, la mano izquierda enlazada con la de la muchacha, marchaba a su lado. Andando.

jueves, 2 de diciembre de 2010

154.

Una amiga te dejó para leer unos libros. Estaban escritos en francés, la única lengua que, junto con el griego moderno, has llegado a dominar con cierta soltura. Ahora sólo son un amasijo de telarañas rotas después de lustros sin ejercitar sus funciones. Te pareció osado el gesto. Pero emprendiste la lectura armado de un diccionario. Y así te encontraste con ese pequeño diamante que es La symphonie pastorale de André Gide. Recuerdas haber leído algo suyo bastantes años atrás. Fue en español, La puerta estrecha, y sólo pervive de aquella obra un ambiente opresivo dominado por protestantes franceses. De nuevo aparece aquí el protestantismo en la La symphonie pastorale representado por el protagonista, un pastor que recoge a una huérfana ciega a la que educa con un cariño que desde el primer momento se tiñe de unos sentimientos sospechosos. Te ha impresionado la contención en el comportamiento de los caracteres, que asisten al nacimiento y desarrollo de pasiones amorosas dentro de una rigidez que te evoca la austeridad de los jansenistas. Toda la novela exhala la sobriedad del protestantismo. Está presente en el relato de la trama que el pastor lleva a cabo en primera persona, como un personaje ajeno al oleaje que se está levantando lentamente y del que es el principal protagonista. Las reacciones de la esposa suspicaz nunca se desbordan. Sólo se atisba la pasión en el hijo, que se enamora de la joven ciega. Incluso la ambigüedad del pastor cuya bondad contrasta con la rigidez de aquél y que le sirve de coartada para seguir manteniendo los lazos con la huérfana, realzan esa percepción de espontánea rigidez. Hasta el relato del suicidio final y la reacción del pastor están dominados por ese carácter estricto, por esa economía del sentimiento. La prosa coopera con esa claridad y esa exactitud tan francesas en crear un entorno de corrección. Todo estalla, finalmente, con la conversión al catolicismo del hijo y el suicidio de la joven. Ante la catástrofe, el pastor no muestra más que un estupor refrenado. Pequeña obra maestra que te ha dejado el buen sabor de boca de la literatura en estado puro. Y has practicado el francés después de tantos años de abandono.

André Gide, La symphonie pastorale, Paris, Gallimard, 1985.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

153.

Aunque seas reluctante a los mea culpa de Occidente por sus desmanes, dada la universal tendencia de lo humano a la destrucción, todo ese movimiento británico y norteamericano a favor de la investigación en el Congo leopoldino y el Amazonas peruano te olía a cierta chamusquina. El caso congoleño es claro. El Imperio Británico consideraba el dominio de África como asunto preferencial y la presencia de un país extranjero como colonizador de una tan vasta extensión como era el Congo es de suponer que levantaría recelos en los Gobiernos de Su Majestad. Los abusos de los caucheros en el Amazonas no estaban claros para ti hasta que ya hacia el final, Vargas Llosa deja caer, como quien no quiere, la existencia de explotaciones de caucho británicas en el Extremo Oriente. La cosa encaja, pues. A pesar de todo, el Imperio Británico sigue siendo objeto de tu admiración. A lo largo de la historia, siempre ha habido alguna potencia que ha dictado sus normas al resto. Prefieres que sean los británicos o los norteamericanos quienes las dicten a los chinos o los iraníes. Parafraseando una famosa respuesta, aquéllos pueden ser malvados, pero son tus malvados.