viernes, 31 de diciembre de 2010

178.

Te lo cuenta Maquiavelo en su correspondencia. Sucedía durante aquel exilio al que se vio forzado por los gobernantes de su amada Florencia como represalia por haber colaborado con un intento de crear una democracia ciudadana. Estaba disgustado, dirías que casi deprimido, por verse alejado de sus afanes políticos después de tanto tiempo ejerciendo como embajador, como secretario, como pensador. Te lo cuenta y te emociona. Te dice que cada tarde, tras regresar del campo, de sus posesiones, donde ejercía las tareas de señor, entraba en su casa y se cambiaba de ropa. Las que imaginas serían las toscas vestimentas de labor eran sustituidas por vestidos elegantes. Lo dice él mismo: se vestía de forma digna, acorde con la función que iba a ejercer seguidamente. Y se embarcaba en la aventura de leer a los antiguos hasta bien entrada la noche. Te lo cuenta, como se lo cuenta a su destinatario, con fruición y te sabes que esos instantes eran los que justificaban su vida. Y de alguna manera percibes que también aporta una pizca de justificación a la tuya y a la de miles de otras vidas, que son capaces de encontrar entre las páginas de los libros viejos el combustible que anima los engranajes de la existencia. Siglos más tarde, Montesquieu reconocerá que no hubo en su vida amargura que no curase una hora de lectura. Para ti, leer es un alimento, pero lo que realmente te hace sentir como Maquiavelo o como Montesquieu, lo que añade más materia a esa pizca de justificación que decías antes, es esa media hora sentado en tu banqueta, aunque tus intenciones sean infructuosas las más de las veces.

jueves, 30 de diciembre de 2010

177.

Has leído un artículo en una revista sobre el pensamiento de Hannah Arendt acerca de la educación. Lo primero que te resulta llamativo es la fecha. Está redactado a fines de los años 50, cuando la exiliada judía ya estaba asentada en los EE.UU. y había adoptado el inglés como lengua para sus escritos. Estas reflexiones parten, en primer lugar, de una pensadora con una densa formación y una capacidad extraordinaria de llegar al núcleo del objeto que analiza. Por otro lado, piensas que no hace falta ser un experto en enseñanza para percibir el rumbo que toma una determinada concepción de la misma y los efectos que provocará en los objetos de su actividad. La otra piedra de asombro es que describe los fundamentos de lo que aquí, en España, siempre tan rezagada en todo lo intelectual, se considera el no va más de la modernidad y el progreso. Ya sabes, el desprecio por la tradición cultural, por la transmisión del conocimiento, la asimilación del profesor a un ser cuya función oscila entre lo decorativo de un poste de teléfono y lo grotesco de un pato de feria al que acribillar con unas pelotas. Siguen a esta característica el horror al trabajo y al esfuerzo, el pánico al niño traumatizado por un suspenso, la igualación de todos los que intervienen en la enseñanza y demás joyas que brillan con el color del infierno en los pasillos de escuelas e institutos de tu país. No tiene nada de extraño que un personaje como tú, doctor en Filología Clásica, tuviera el mismo acomodo en la docencia postmoderna que un escriba del Egipto faraónico delante de la imprenta de Gutenberg. Tú y lo que tú representas están de más en las aulas del siglo XXI. Y no lo piensas con el convencimiento de que está bien, sino con la tristeza de quien contempla, una vez más, cómo tu anciana Europa va cayendo en la decadencia y en la ruina. Como ya has dicho, estás viviendo el fin de la cultura europea porque sus integrantes han dejado de creer en el Dios cristiano; pero también es el fin porque han dejado de creer en su tradición, que constituye otra manifestación de las divinidades que sustentaron aquel viejo templo.

Inger Enkvist, “Hannah Arendt y la filosofía de la educación”, La ilustración liberal, 41 (2009) págs. 51-60.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

176.

Leyendo el libro que te ocupa en este tiempo las horas, encuentras una frase que te evoca momentos pasados. Dulce bellum inexpertis (la guerra es atractiva para quienes no la conocen). Viene a cuento de una obra de Erasmo de Rotterdam sobre la guerra. La evocación acude tiñendo el instante de la nostalgia de aquellas lecturas en francés que debiste acometer durante la carrera, en concreto La guerre de Troie n’aura pas lieu de Jean Giraudoux. Una obra de teatro que reinterpreta la famosa Guerra de Troya en el sentido pacifista propio de la estupefacta sociedad francesa posterior a la I Guerra Mundial. En un pasaje, uno de los personajes cuya identidad no recuerdas revela con clarividencia que en una guerra los únicos vencidos son los muertos. Esta frase siempre te ha impresionado. Y sacas algunas conclusiones. Si la sociedad moderna es pacifista, se debe no sólo a que hoy en día basta un minuto para hacer el mismo daño que en la Edad Antigua precisaba de meses o años. No sólo se debe a que el capitalismo y la preeminencia del mercado (para horror de ciertas mentes) están haciendo prevalecer poco a poco el intercambio sobre la conquista y llevando a la consecuencia de que los pueblos, reblandecidos los espíritus, prefieran la calma para disfrutar de los bienes que el comercio les proporciona. No sólo se debe a que el territorio ocupado tras la contienda queda en un estado tan lamentable que lo hace inservible para el vencedor. El desapego hacia banderas y marchas militares no son la causa, sino la consecuencia de estos fenómenos. Hay otra razón, crees, que entronca con la frase latina y las palabras de Giraudoux. Hasta el siglo XX, los que regresaban de las guerras eran los vencedores o los vencidos; pero en buen estado físico. Pocos heridos sobrevivían. El tiempo dulcifica los padecimientos y, al cabo de los años, sólo quedaba en la memoria de los combatientes los aspectos menos duros. Sin embargo, los avances de la medicina han provocado que de la guerra vuelvan tullidos, parapléjicos, dementes, gente cuya vida está a salvo, pero cuyas condiciones son penosas. Antes los auténticos perdedores no podían hablar de la parte amarga de la batalla; hoy en día, sí pueden.

martes, 28 de diciembre de 2010

175

Sobre la guerra, hoy que la gente abomina de ella en Europa. El fragmento aparece en Polibio, Historias, IV 31 3-8:

[3] ἐγὼ γὰρ φοβερὸν μὲν εἶναί φημι τὸν πόλεμον, οὐ μὴν οὕτω γε φοβερὸν ὥστε πᾶν ὑπομένειν χάριν τοῦ μὴ προσδέξασθαι πόλεμον. [4] ἐπεὶ τί καὶ θρασύνομεν τὴν ἰσηγορίαν καὶ παρρησίαν καὶ τὸ τῆς ἐλευθερίας ὄνομα πάντες, εἰ μηδὲν ἔσται προυργιαίτερον τῆς εἰρήνης; [5] οὐδὲ γὰρ Θηβαίους ἐπαινοῦμεν κατὰ τὰ Μηδικά, διότι τῶν ὑπὲρ τῆς Ἑλλάδος ἀποστάντες κινδύνων τὰ Περσῶν εἵλοντο διὰ τὸν φόβον, οὐδὲ Πίνδαρον τὸν συναποφηνάμενον αὐτοῖς ἄγειν τὴν ἡσυχίαν διὰ τῶνδε τῶν ποιημάτων, [6] τὸ κοινόν τις ἀστῶν ἐν εὐδίᾳ τιθεὶς ἐρευνασάτω / μεγαλάνορος ἡσυχίας τὸ φαιδρὸν φάος. δόξας γὰρ παραυτίκα πιθανῶς εἰρηκέναι, [7] μετ᾽ οὐ πολὺ πάντων αἰσχίστην εὑρέθη καὶ βλαβερωτάτην πεποιημένος ἀπόφασιν• [8] εἰρήνη γὰρ μετὰ μὲν τοῦ δικαίου καὶ πρέποντος κάλλιστόν ἐστι κτῆμα καὶ λυσιτελέστατον, μετὰ δὲ κακίας ἢ δειλίας ἐπονειδίστου πάντων αἴσχιστον καὶ βλαβερώτατον.

[3] Afirmo que la guerra es terrible, pero no tan terrible como para soportarlo todo con tal de no asumirla. [4] ¿Por qué, entonces, todos corremos riesgos por la igualdad ante la ley y la libertad de expresión, así como por el simple nombre de la libertad, si nada es más provechoso que la paz? [5] En este sentido, no elogiamos a los tebanos durante las Guerras Médicas porque abandonaran la lucha en favor de Grecia y eligieran el partido de los persas, ni a Píndaro cuando declaró su simpatía por ellos diciendo que ganaban su tranquilidad en estos versos: [6]
Que alguno de los ciudadanos, llevando la calma a la comunidad, / descubra la luz brillante de la altiva paz. Creyendo que había hablado de manera directa y convincente, [7] al cabo de no mucho se halló a sí mismo habiendo adoptado la decisión más vergonzosa y dañina entre todas las opciones. [8] Porque la paz justa y decente es la adquisición más bella y provechosa, pero con deshonra o una ignominiosa cobardía es lo más vergonzoso y dañino.

lunes, 27 de diciembre de 2010

174.

Los historiadores son conscientes de que la gente se interesa más por los mitos que por la realidad de los hechos. La verdad de la historia es pálida, con idéntico color de rojo sangre por ambas partes. Hay en ella las mismas ambiciones por parte de unos y otros, las mismas traiciones y las mismas heroicidades. Sin embargo, no hay legión de estudiosos que pueda saltar por encima de los muros que los colectivos humanos levantan para crearse sus propios paraísos. Los fundamentan con cimientos aferrados a un pasado donde gente probablemente normal, forzada a actos que posteriormente se denominarán heroicos, siembra las semillas de una fama para ellos impensable. No les interesa a los pueblos la realidad histórica, sino el mito que los siglos han tejido con sus hilos. Bien lo saben los historiadores y por más que se esfuercen en dar a conocer la verdad de lo sucedido, la gente siempre preferirá la leyenda que la imaginación ha cultivado sobre aquellos surcos. Que la colina de Hissarlik oculte entre sus pedruscos la historia de una ciudad reconstruida impenitentemente a lo largo de los siglos, con sus vidas cotidianas, sus asedios y sus muertes no tiene ningún valor para la generalidad de las mentes humanas. Sin embargo, las andanzas de Paris y Helena, los sufrimientos de Príamo y Hécuba, los amores trágicos de Héctor y Andrómaca, por no hablar de la arrogancia de Agamenón, la ira de Aquiles, la muerte de Patroclo, las gestas de Diomedes, Odiseo y Menelao, todo ello sí cubre el ansia de mitos que la mente de los pueblos necesita para sentirse viva.

domingo, 26 de diciembre de 2010

173.

Al caer la tarde, regresas de tus afanes diarios y subes a la planta superior de tu casa. Cierras la puerta y, si el clima lo permite, abres la ventana para que los sonidos del campo planeen hacia el interior del cuarto. Para lo que vas a hacer, eres afortunado viviendo lejos de la ciudad, rodeado de pájaros, tierra, rocas y árboles. Extiendes la alfombra y te sientas en una de las sillas. Te quitas los zapatos lentamente y enciendes un velón que espera tu llegada en una esquina. De una cajita extraes una barra de incienso y la acercas a la llama que ya serpea alegre hacia el techo. Pronto, el aroma, adherido a las volutas, comienza a inundar la estancia. Su lugar está en un cuenco, donde va a consumirse serenamente durante media hora hasta que no sea más que una ceniza coloreada con el rumor de la tarde. La oscuridad va agazapándose entre las paredes blancas. Avanzas hasta llegar ante tu banqueta de meditación y tu cojín para las rodillas. Te inclinas como ordena la costumbre. Los saludas con la veneración que requiere todo lo que existe, incluido el más humilde trozo de materia inorgánica gracias al cual puedes intentar cada atardecer el acceso a ese otro mundo donde sólo reinan los silencios. No puedes usar el cojín tradicional para sentarte porque tus caderas te lo impiden, pero da igual. Los caminos hacia la meta son tan diversos como las circunvoluciones de los cerebros. Te arrodillas sobre tu cojín, te acercas por detrás la banqueta. Nueva inclinación hasta llegar con tu frente todo lo que puedas al suelo. Desde esa posición, mirando hacia derecha e izquierda empiezas a elevar tu tronco hasta que alcanzas la verticalidad. Tu espalda está recta, respiras hondamente tres veces y comienzas el intento repetido cada puesta de sol de abismarte en tu auténtica realidad. Así, cada tarde, abolidas las asechanzas del mundo, te dispones a experimentar treinta minutos de un universo diferente, intuido sólo en este nivel tuyo de práctica, tan elemental. Mientras el sol va adormeciéndose en su lecho de poniente, tú inicias una singladura silenciosa en pos de la nada, sorteando los cantos de sirenas de tus miedos, de tus esperanzas, de tus recuerdos dolorosos y amables, de tus picores en la espalda, de tus ligeros calambres en los muslos, de los ruegos de relajación en la base de tu espalda. Durante media hora te afanas en meditar. De vez en cuando, muy de vez en cuando, dejas de existir y te conviertes en el trino de esos pájaros que despiden el día fuera de los muros donde estás sentado. Muy de tarde en tarde, percibes la sensación de alcanzar un raro núcleo donde el vacío resulta acogedor y la calma, un refugio. Son escasos, escasísimos esos momentos. La mayoría de tus minutos están poseídos por la marea que la mente empuja contra el varadero de tus intenciones. Finalmente, cuando ya la oscuridad se ha adentrado en los rincones y sólo oscila la llama del velón, suena la alarma del reloj y realizas la misma operación del principio. Algunas veces, recitas el Sutra del Corazón, en unas ocasiones sigues la versión en ese extraño japonés litúrgico; en otras, lo recitas en español, dependiendo de tu estado de ánimo. Te levantas, te inclinas ante esas herramientas que te ayudan en tu sendero hacia la iluminación, recoges la alfombra, te calzas, enciendes la luz, apagas la vela, limpias el cuenco de las cenizas del incienso, abres la puerta, apagas la luz y bajas. Ya ha muerto la tarde, ya ha huido el sol, la noche se cuela por los ojos de las ventanas y los fenómenos con su impermanencia ocupan el vacío.

viernes, 24 de diciembre de 2010

172.

El budismo lleva dos mil quinientos años bregando con la cara amable de la nada.

jueves, 23 de diciembre de 2010

171.

Empezaste siendo católico, como tu familia y el ambiente decidían en tu niñez. Luchaste, como Blas de Otero, contra Dios para verle el rostro. Pasaste por cursillos y movimientos cristianos. Defraudado, intentaste acercarte a otras versiones del cristianismo y te sumergiste en las Iglesias Reformadas. Una noche de verano, desvelado y envuelto el calor de las estrellas, formulaste la pregunta: “¿Y si Dios no existiera?”. Los resultados fueron una alocada conjunción de angustia y libertad. Pasaba el tiempo y te volviste materialista. Te inundaron Epicuro y Lucrecio. Pero, como has dicho ya antes, el vacío se hacía tremendo en su alboroto. Lo intentaste con los estoicos, Marco Aurelio fundamentalmente, y la lectura de Platón te iluminó durante una temporada. Más adelante, descubriste el budismo y te sedujo el zen. Desde entonces practicas la meditación regularmente y haces esfuerzos por penetrar en esos arcanos en cuyo fondo se descubre que no hay arcanos. Los zarandeos, sin embargo, del escepticismo han hecho brotar un telón de acero ante el compromiso firme. Cuando la enfermedad azotó tus jornadas, rezaste y creíste recuperar la fe, pero fue un espejismo. La vida va transcurriendo entre los despistes del velo de Maya, metamorfoseados en los afanes diarios de la subsistencia. Hace un par de años, recuperaste el materialismo con todo el movimiento de la revolución naturalista. El zen y la ciencia no eran incompatibles, sino complementarios, descubriste; y eso te tranquilizaba. No hablas de política porque también has cruzado el mapa de una punta a otra traqueteando por carreteras de tercer orden. Incluso llegaste a afiliarte a un partido, del que escapaste aterrado cuando advertiste que no era sino una jaula de grillos peleando por el mando. En fin, llegados a esta estación sólo sabes que todo lo que existe perecerá; incluidos esos seres amados por los que realmente resistes el turno infalible de los días. El budismo tiene razón cuando afirma que la forma es vacío y el vacío, forma. Todo lo demás, incluida la ciencia, es opinable. Sólo te resta obrar en consecuencia, hijo de tu tiempo.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

169.

Ha muerto Jacqueline de Romilly y estás de duelo. La conociste por sus libros. La estudiaste por sus trabajos sobre Tucídides. Te eran imprescindibles para la tesis doctoral. Desde las primas líneas la adoraste como una sabia. Leíste un libro suyo sobre la enseñanza de las lenguas clásicas y la seguiste con otras obras sobre aquella Atenas del siglo V a.C. que tanto amó. Pertenecía Mme. De Romilly a esa estirpe de mujeres extraordinarias que se acercaron a la Grecia antigua con la seriedad del académico y con el rigor del científico; pero, al mismo tiempo, con la agudeza de la mujer, la serenidad del helenista, la diafanidad de lo francés. Era de la raza de Marguerite Yourcenar o de mi maestra Esperanza Albarrán. Fue ejemplo con su claridad y su liberalismo espiritual de lo que cualquier helenista debería ser en la vida. Ignorabas que había sido judía y que había sufrido por ello. En esto se iguala a otra de tus heroínas, Hannah Arendt. Que la tierra le sea leve, ahora que su alma se acaba de encontrar con las de Aquiles, Héctor, Tucídides, Sófocles, Eurípides y Pericles en las llanuras amenas de los Campos Elíseos, lugar donde sólo moran los héroes

martes, 21 de diciembre de 2010

168.

Este comentario lo has hecho a la página web Cultura 3.00-Tercera cultura:

He sentido un enorme interés por la revolución naturalista y por esta página desde que tuve conocimiento por primera vez de su existencia. Pero, del mismo modo, desde el primer instante las dudas me han asaltado. Por ejemplo, el asunto de la falacia naturalista. La ciencia busca la verdad y la descubre mediante el método racional. La verdad es indiscutible. En la verdad científica no hay libertad por cuanto no hay disensión con lo establecido, ya que, según el criterio de falsabalilidad popperiano, la primera disensión convierte a la verdad descubierta en falsedad. Ahora bien, si intentamos extender la verdad científica (lo que es) a la ética (lo que debe ser) convertimos a ésta en algo tan indiscutible como la ciencia. Y aquí entran mis temores. Conociendo el historial del homo sapiens, dar ese salto hacia la ética “científica” la tiñe de un ominoso aspecto de dogma, algo cercano a lo religioso por el aspecto de inconmovible que presenta. Por otro lado, esta ética “científica” sería mucho más peligrosa que la procedente de la religión, ya que, contrariamente a ésta, su base no es la confianza ciega en un poder imposible de conocer racionalmente, sino la misma verdad establecida por la razón. Lo siento, pero aún siendo ateo, soy consciente de que los crímenes más espantosos contra la humanidad los han cometido ideologías ateas y pretendidamente científicas. En otro orden de cosas, respecto al proyecto Gran Simio, creo que se debe tratar a nuestros congéneres en la vida (vulgo, animales) con compasión, con empatía. Hay que solidarizarse con ellos en el sentido budista: sufren por existir, como nosotros. Pero de ahí a convertirlos en una variedad de lo humano, a mi juicio, hay una distancia. Por el momento (a espera de lo que decida la evolución), no hay ni se espera que haya no sólo pintores, sino chimpancés como Beethoven, Bach o Mozart, escritores como Cervantes o Shakespeare. Tampoco un gorila podrá estudiar el cerebro como lo hacen Antonio Damasio, Francisco Mora o Adolf Tobeña. Tampoco hay un Albert Einstein. Por no irnos lejos, no hay ni un humilde rapsoda que cuente en una tribu perdida del Amazonas, la genealogía de sus dioses, por más que sea pura mitología. Y si desean darle la vuelta a la moneda, tampoco hay Tamerlanes, Atilas, Stalines ni Hitleres, ni son capaces de aniquilar en unos minutos centenares de miles de congéneres con una simple bomba. Todos tenemos el mismo origen, pero no todos hemos llegado al mismo punto. Un filósofo dijo que los animales no pueden tener derechos porque no tienen deberes. Este razonamiento me parece tremendamente ilustrativo de la sociedad en que vivimos, tan apegada a los derechos como despectiva con los deberes, su contrapartida natural.

lunes, 20 de diciembre de 2010

167.

Quienes no pueden permitirse un segundo de reposo suelen decir, cuando el cuerpo les punza con algún achaque, aquello de “lo mejor es no oírse”. Si duele la espalda, si la pierna se resiste al movimiento, si la cabeza retumba con la migraña, pero la vida no les permite la pausa, esas personas tienen ese remedio modesto, pero eficaz. Sólo cuando el dolor es tan intenso que se deja oír sin permitir obviarlo, entonces esos seres empiezan a pensar que tal vez sería conveniente plantearse la idea de pedirle cita al médico. Mientras tanto, esperan que esa dilación haga desaparecer la punzada y no ver así entorpecido el curso de su vida. Quizá fuera ese remedio también una buena medicina para los ataques de tu mente. Cuando las sombras te acosan y te sientes atrapado por el lado oscuro de la vida, sería tan curativo que, sin más complicación, “no te oyeras” y siguieras embarcado en el afán de cada día. En el fondo es el camino que te marcan los maestros budistas. Vive sin pensar en que estás viviendo, sin darle vueltas a lo que pueda ser la vida, sin “oírte” a ti mismo. Del mismo modo que, al final, de no oír los dolores del cuerpo, éstos se olvidan y se alivian, probablemente los dolores del alma experimenten el mismo proceso. Aunque se te antoje mucho más difícil taponarte los oídos para los aguijones que hieren el alma que para los que acosan el cuerpo.

viernes, 17 de diciembre de 2010

166.

Te resultan desagradables las ansias de determinados maestros del zen por introducirse en eso que llaman modernamente los “movimientos sociales”. Irrumpen con una doctrina de trabajo personal en ese constructo ideado para acabar con tu propia personalidad que es lo socialmente correcto. Se empeñan en equiparar la doctrina a una de las innumerables escuelas filosóficas, ideologías políticas, sectas esotéricas que propugnan la curación de todos los males modernos gracias a esas pócimas asestadas al vecino. Es cierto que, como afirma Keiji Nichitani, el budismo puede llegar a ser tachado de poco comprometido con la sociedad en la que se desenvuelve y en esta característica ve el filósofo un defecto. Pero esa acusación es de por sí una trampa que la corrección social ha preparado para que caiga en ella el zen. Para ti eso no es una lacra, sino una ventaja. Por eso, chirría en tus ojos la visión de determinados maestros con sus kesa y sus cráneos relucientes impartiendo doctrina contra el capitalismo global, contra la sociedad de consumo, contra la amoralidad de la vida moderna, mientras ofrecen a la concurrencia el bálsamo de Fierabrás que va a acabar con todos los males de la opulenta sociedad occidental. Aparecen en los medios de comunicación e imparten doctrina. No, esa no es tu visión del budismo zen. Estás conforme en que la compasión, como ya dijiste, es la llave que abre la doctrina a los demás y evita un ensimismamiento absoluto. Pero no debes olvidar que el budismo es un camino personal, individual, particular. Una de las cualidades que más admiras de las enseñanzas del Buda es ese desinterés por el proselitismo, la carencia de esa compulsión hacia la captación del no creyente. Ahí subyace un respeto infinito por las decisiones del otro y el interés por el individuo que busca su propia liberación fuera del contexto social en el que se desarrolla su existencia. Prefiero, por tanto, a personajes como esos monjes y maestros errantes que se reían de sus semejantes y se tomaban poco en serio los convencionalismos de su tiempo, mientras atizaban a quienes les oían los laberintos de un koan.

Keiji Nishitani, On Buddhism, New York, State University of New York Press (SUNY), 2006.

jueves, 16 de diciembre de 2010

165.

Despiertas junto a ella y al abrir sus ojos, recibe tu sonrisa. Con el calor aún humeante entre las sábanas, te levantas y tras una breve visita al baño, bajas a la cocina. Ella ya preparando el café, marca blanca de supermercado, como es lógico. Normal el suyo, descafeinado el tuyo. Tú sacas de la bolsa de plástico el pan de ayer que reservas para tostar. Mientras comida y bebida se elaboran, coges mantel, dos servilletas de papel, la botellita del aceite, el azucarero, dos cucharillas (una para cada uno), un pequeño tenedor para ella y un cuchillo para ti. Ella tiene ya listo su plato: un kiwi en rodajas y dos tostadas pequeñas de pan integral, de esas que ya vienen preparadas. Lo lleva a la mesa donde estás disponiendo los utensilios. El café ya comienza a oler y tu pan ya está casi listo en el tostador. Añades a la mesa un par de esos roscos típicos de este pueblo y un vaso de agua para tus pastillas. Ella deposita los cafés en la mesa y tú, tu plato con el pan y una loncha de jamón cocido. Sintonizas en la radio vuestra emisora favorita y comienza la culminación de esa orgia de felicidad cuyos inicios asomaban entre aquellas sábanas calientes. Mientras tomas tu desayuno piensas que el viejo Epicuro tenía algo de razón. Esto que vives es la felicidad.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

164.

Después de tanto leer y meditar, parece que la filosofía de vida más cercana a los requisitos de humanidad y sensatez es el epicureísmo. Primero, por su materialismo. Nada de almas inmortales ni de dioses. El buen maestro pensaba que existían, pero que vivían inmortales y eternamente felices en lo que Lucrecio llamaba intermundia, un lugar lejano de las escorias de la vida de los mortales. Había que honrarlos, pues, pero sabiendo que nada viene de ellos, ni bueno ni malo. Teniendo en cuenta el fundamental valor de cohesión social de la antigua religión griega, Epicuro revela su inteligencia salvando así esa vertiente de la religión sin sufrir sus incursiones en la intimidad de las personas. Lejos de la visión desmadrada que se tiene vulgarmente de su doctrina, Epicuro propugnaba la moderación en la búsqueda del placer, un cálculo racional sobre aquellos que vienen bien y sobre aquellos con consecuencias indeseables. La memoria, y los seres humanos no somos sino memoria, nos salva del dolor evocando mejores momentos y la amistad sana e inteligente culminan tan sabrosa pitanza. Al final, después de tanto buscar lo absoluto, va a resultar que un trozo de queso con un mendrugo y un vasito de buen vino son suficientes para dar sentido a tu vida y convertirla en un paraíso. Siempre y cuando los ataques con hambre, por supuesto.

martes, 14 de diciembre de 2010

163.

Tú también tienes una interpretación sobre el arte. Un cuadro de Turner, una sinfonía de Sibelius, una escultura de Rodin, un poema de Keats, una película de Kubrick, cualquier obra de arte te sume en un estado de olvido de ti mismo. Ahí radica el encantamiento de la obra de arte. El arte te enajena de tu realidad y te hunde en un lugar donde sólo queda la propia obra de arte. Sus contenidos están tramados de tal manera que te conducen a un estado de desmemoria de tu propio ser para acabar siendo poseído por el propio objeto de contemplación. Funciona como una variedad de la meditación, pero llena de contenido. Aquella pretende que penetres en la última y auténtica realidad del ser, que es, como ya sabes, el vacío. Para acceder al vacío debes perder la noción de tu propia personalidad, de tu conciencia y de tu ego. Idéntico proceso sufres con el arte, pero en este caso, el apartamiento de la conciencia de ser viene dado por un objeto magistralmente concebido que ejerce un poder erradicador de esa conciencia. La concentración ante la obra de arte es tan arrebatadora como la iluminación y su efecto es, igualmente, liberador.

lunes, 13 de diciembre de 2010

162.

Que las culturas, como los cuerpos, mueren es algo natural y sabido. Que los moribundos se resisten a ese final es también de común conocimiento. No en balde, la palabra agonía procede del sustantivo griego agón, término que viene a significar tanto combate como competición o certamen. Lo que resulta más extraño es que una cultura muera sin combatir a sus destructores, sino adorándolos. En el periódico El Mundo de hoy se publica una entrevista (pág. 32) con un danzarín llamado Rachid Ourandame. De origen argelino, es francés de segunda generación. Parece tener un cierto prestigio en el mundo de la danza contemporánea. Lo ignoras todo sobre este tema, claro está. Lo que te ha llamado la atención no son las consabidas apelaciones a la muerte de lo clásico y a tópicos como la obligación por parte del artista de “transformar” a la gente (¡ay ese marxismo en zapatillas!), sino sus descalificaciones hacia la cultura de un país y de un continente que lo ha acogido y aupado. El sujeto reconoce que en Francia se les da preferencia a los bailarines de origen árabe por eso de la discriminación positiva. Odia a Europa, eso se ve claro, no observa en su cultura más que una pandilla de asesinos, augura su final y se alegra de que otros acaben con ella, pero aprovecha su desarrollo económico e intelectual, sus libertades, su tolerancia, su apertura de miras. Haces un esfuerzo e imaginas qué sería de alguien que en Argelia viviese confortablemente gracias a las prebendas que ese mismo país le ha otorgado; alguien aplaudido por la élite del país y que en sus declaraciones públicas pone a la cultura árabe de vuelta y media. Europa agoniza en medio de su sonrisa complacida ante quien la está degollando.

sábado, 11 de diciembre de 2010

161.

Hoy llega el turno de...

HÉCUBA

Esperaban verme aullando de dolor ante los cadáveres de mis hijos. Esta cantidad de cuerpos muertos hubiera necesitado de interminables lamentos, tantos como los días durante los cuales los estuve cuidando y viendo crecer. Con ser tantos, más pesar hubiera tenido que salir de mis entrañas por el número infinitamente mayor de troyanos caídos en la batalla y sometidos a la matanza en la hora del saqueo. Éstos fueron muchos más y no sólo se contaban hijos entre sus despojos, sino madres y padres, abuelos, amigos, hermanos, primos, tíos. No tenía derecho a llorar sobre mis hijos más que sobre los hijos de las otras madres troyanas. Debía, si era honrada conmigo mismo, sentir en mis entrañas el desgarro de las agonías de todas las madres de Troya, porque yo era la primera de las madres de la ciudad y todas ellas se miraban en mí. Si caí derrumbada al suelo al morir Héctor, el preferido, lo hice con el mismo derecho que las otras mujeres que vieron cómo los cuerpos de sus hijos eran atravesados por las armas de los aqueos, ni más, ni menos. Y no importaba que Héctor fuera el mejor de todos los troyanos, porque para cada madre, su hijo era siempre el mejor de todos los troyanos. Esperaban de mí las súplicas de quien ya acepta su destino de esclava en el hogar del vencedor. Si les hubiera dado satisfacción, habría sido otro trofeo más en el largo despliegue de triunfos con los que volverían a Grecia convertidos en héroes. Tardíos, porque mucho tiempo tuvieron que invertir para ganar la amada ciudad de Ilión, pero héroes. Las leyendas pronto obvian aquellos detalles de la historia que no realzan la gloria de los victoriosos, esos caudillos que regresarán con las riquezas acumuladas por Troya durante siglos de prosperidad y con las víctimas de la esclavitud a la que se verán reducidos los más ilustres y los más insignificantes. Se aguarda en la mujer esclavizada la petición de clemencia ante el desvalimiento con que la servidumbre aherroja los cuerpos y las almas de los desafortunados. Si la nueva esclava es una mujer mayor y una madre, cuyos hijos ya pueblan las negras praderas del Hades, ha de alzar sus manos más arriba que las demás mujeres y su voz debe atravesar más punzantemente los oídos de sus recién adquiridos amos. Las jóvenes siempre serán bien recibidas por sus dueños; las viejas sólo serviremos para amasar el pan en las cocinas o lavar las túnicas de nuestros señores. Esperaban oír mis exclamaciones de piedad, recordándoles a mis hijos muertos en noble combate, revelándoles que ante ellos tenían a la reina de Troya, a la esposa del poderoso Príamo, cuyas cenizas ya avientan las brisas que desde el Helesponto acarician las ruinas humeantes de Troya. Porque engendré y di a luz al más valeroso de los enemigos que con nobleza les mantuvo a raya durante diez obstinados años, debería invocar su memoria y solicitar la compasión de mis amos. Tantas reacciones habituales esperaban esa caterva de bárbaros acostumbrados a la tosquedad y asombrados ante el refinamiento de una ciudad elegante. Yo no les di ese placer. A pesar de que los vencedores cuenten la historia de la destrucción de Troya adornándola con los motivos propios de quienes han ganado el combate, mi realidad fue diferente de la que luego conocieron los hombres venideros. Yo no lloré, ni les supliqué, ni me abracé a las piernas de Odiseo. Tampoco me vengué de nadie por supuestas deslealtades y promesas rotas. Cuando se pierden tantos hijos, da igual que el último perezca también. Cuando el dolor por tanta sangre es inconmensurable, la muerte del postrero no añade más amargura al corazón ya suficientemente lacerado. Nada de eso fue cierto. Me limité a mirarles a los ojos y mantenerme erguida. Era la madre de los troyanos, la sangre que había regado las llanuras por las que corría el Escamandro era mi sangre. Nadie se había rendido y habíamos sido derrotados con las armas de la cobardía. Tampoco maldije la mente vacía de mi hijo Paris ni su incontinencia, ya que, si alguien debía ser acusada de haber engendrado este inmenso desastre era Helena, esa aquea cuyos ardores difícilmente podía calmar un marido incapaz. A buen seguro Paris no fue el único amante de Helena. Ninguna palabra de reproche ni de disculpa salió de mi corazón ni atravesaron mis labios. Sólo tuvieron mi silencio y mi orgullo. Y mi deseo de ser sacrificada también junto a todos mis seres adorados por los que viví y en los que siempre encontré el consuelo ante las asechanzas sin límite con que los dioses suelen acometer a los mortales. Por eso le pedí a Odiseo que me matara en ese momento y que dejara consumir mi cuerpo sin alma entre las cenizas de mi patria, para cumplir así con el definitivo mandato de quien ha dedicado su vida a la grandeza de su tierra. Odiseo fue misericordioso, rara reacción en quien se mostró siempre tan cruel. Probablemente, se sintiera conmovido ante el recuerdo de su madre y de su isla. No lo sé. Acabó con mi vida de un tajo de su espada. Desde el Hades se lo agradecí. Todo lo que luego se contó de mi no fue sino eterna historia de los vencedores cuya vanidad no se contenta con doblegar al enemigo, sino que también exige el sacrificio de la verdad. Finalmente, después de tantos sinsabores, de tanto duelo y tanto desgarro, mi alma descansó en el mejor de los destinos que puedan aguardar al ser humano, la calma provocada no por el olvido de la vida, sino por la renuncia al ansia de vivir.

jueves, 9 de diciembre de 2010

160.

Tu admirado Georg Steiner lo cuenta en algún lugar que no recuerdas y que no tienes intención de ir a buscar. Es judío y cuando niño vivió los aullidos del nazismo. Relata en algún pasaje de sus obras cómo se asomó a una ventana de su casa para ver desfilar a los fanáticos. Ya sabes, cánticos sincopados con el rugido de las botas sobre el pavimento, gritos de rigor, aplausos enfervorizados de los espectadores y demás puesta en escena. Su padre estaba con él. Infantilmente, el pequeño Georg le preguntó qué era aquello. “Eso que ves es la historia pasando por delante de ti” fue la respuesta. Más o menos, que no sabes decir con exactitud las palabras originales.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

159.

En uno de los inmensos y reiterativos sutras del Buda, leíste en una ocasión que el Iluminado no bailaba, ni cantaba. La música y la danza parecían ser actividades prohibidas a sus seguidores. Esta afirmación te hizo pensar. Algo de similar había en esas palabras a las desviaciones psicológicas de los talibán que proceden del mismo modo con sus secuaces. Te negabas, no obstante, a poner al mismo nivel la barbarie con el reinado de la compasión. Bajo estas reflexiones, algo barruntabas. La visión de dos vídeos de sendas conferencias te ha aclarado bastante las ideas. Eres de los que creen que el nuevo humanismo viene de la mano de las que comúnmente se denominan neurociencias. Francisco Mora en uno de los vídeos y Jordi Agustí en el otro te dicen que el placer y la infelicidad son estímulos adaptativos para la supervivencia y cuando se habla de supervivencia, se habla simplemente de seguir vivos. La primera es aquello que buscas porque afirma tu ansia de vivir y la segunda te empuja a luchar para vencerla. Vivir es luchar siempre contra algo a favor de algo. Luego, piensas que todas las religiones y filosofías que han aportado algo relevante a la humanidad se basan en unas relaciones conflictivas con el placer y la infelicidad. Las religiones monoteístas clásicas rechazan aquél y abogan por la aceptación de ésta. La auténtica felicidad reluce sólo en el más allá. El budismo y algunas filosofías como el estoicismo abogan por la liberación del placer a través de su eliminación y con ello pretenden alcanzar una felicidad que estabilice al sujeto y lo aparte de mayores búsquedas. Al final, todas ven el mejor futuro del ser humano en el rechazo de lo que anima a vivir. Ahora se levanta la sombra de Nietzsche de su tumba y avanza malignamente sobre ti. Pero no lo dejas que te toque. Ves lógica la postura de religiones y filosofías. Han advertido la vacuidad de la existencia, su destino hacia la nada. La única calma posible reside en renunciar prácticamente a ella. Lo que resulta enigmático e interesante es reflexionar sobre el papel del suicidio en este fregado.

martes, 7 de diciembre de 2010

158.

En 1801 Ludwig van Beethoven tenía treinta años. Había sido contratado por una aristócrata para darles clases de música a sus hijas. Una de ellas era Giuletta, condesa Guicciardi. Sólo contaba con dieciséis años. El escenario resulta algo típico. Un hombre huraño, poco amigo de la mediocridad y la masa; un músico a punto de perder el oído para más ponzoña dentro de la herida de estar vivo en medio de un universo feo e inarmónico. La joven, suave, imaginas que algo alocada e ingenua. Contraste de cursos vitales y el monstruo de la naturaleza que cae enamorado de una insignificante adolescente. Independientemente de cómo fuera la historia real, fantaseas con el ansia de Pigmalión que aferraría los deseos del maestro y con los dimes y diretes, los sí quiero y no quiero; los ahora, no; tal vez, mañana de la condesita. Y Herr Beethoven que se va desesperando en su búsqueda de aquello que dé luz a sus días, hermosura a sus desencantos y tibieza a la frialdad de estar vivo. Beethoven compondrá la Sonata número 14 en do sostenido menor Quasi una fantasia, opus 27, número 2 para ella. No hay mayor monumento al amor. Pero Giuletta se casará con alguien de su posición. Para ti, que ella no lo merecía si, tras oír la sonata, no escapó de las angosturas de su clase para sumergirse en los torbellinos del portento. Aunque convendría ser un tanto clemente con la cría y entender que su vida junto al maestro no se hubiera deslizado con la melancólica ternura del adagietto, ni con el templado gozo del allegretto, sino con el volcánico empuje del presto agitato de la sonata "Claro de luna".

lunes, 6 de diciembre de 2010

157.

Cuánto más te atrae la historia que el presente. Te sucede igual que con los maestros muertos. Del pasado te quedas con lo que deseas. En tu Grecia antigua no les prestas atención a los esclavos, ni a la suciedad en las calles, ni a las enfermedades incurables que hoy en día son triviales. En tu Grecia olímpica no hay recién nacidas expuestas a la entrada de las casas esperando la muerte sólo porque su padre no deseaba tener niñas. No oyes el chasquido de la garganta degollada en las Termópilas, sino sólo las palabras solemnes de Leónidas y los versos de los poetas que las cantan. Tampoco tienes por qué recordar continuamente a aquellos atenienses que arrasaron Melos sólo porque sus habitantes quisieron ser neutrales en la guerra contra Esparta. Por poner los ejemplos más cercanos. Lo mismo podrías decir de esas otras épocas del pasado que admiras: la Constantinopla bizantina, el Renacimiento, el siglo XVI español, la corte de Luis XIV de Francia o la de Federico el Grande de Prusia, la Gran Bretaña que dominó el mundo o ese Imperio Austro-Húngaro en el que sufres las miserias de tu Europa. A veces, cuando piensas en ese pasado que trasciende tu pequeña historia, recuerdas que hubo otra cara en la moneda. Y aunque Walter Benjamin o Bertolt Brecht no entran en tu panteón de hombres ilustres, reconoces que algo de verdad decían cuando revelaban que detrás de las obras memorables hay míseros humanos que padecieron el peso de la grandeza.

domingo, 5 de diciembre de 2010

156.

Otro monólogo de una antigua heroína griega.

FEDRA

Un hombre despechado por una amante que lo ignora y poseído por el furor de su orgullo herido, la mata. Una mujer frustrada por el desprecio de su amante sugiere a otro hombre que lo mate. Así nos han dotado los dioses para compensar la carencia de la fuerza bruta. Nuestras armas son portadas por otros con mayor fuerza en sus brazos y con la capacidad de blandirlas sin que las gotas de sangre del enemigo derrotado manchen nuestras túnicas. Luego, cuando la víctima yace en tierra y el vencedor enarbola orgulloso su espada, nosotras acudimos al encuentro del drama con las lágrimas en los ojos y el clamor en nuestras gargantas. Pero en mi caso todo fue un simple acto de ficción. Fingir también se nos da bien. Es otro de los poderes que nos ha regalado la divinidad. De este modo, los testigos de la matanza pueden sentir compasión de quien ha provocado la ruina de los protagonistas. Yo intenté vengarme así de Hipólito, ese desdeñoso jovenzuelo que ocultaba su miedo ante mi sexo con la excusa del fervor hacia Ártemis. Y mi instrumento era su padre, Teseo. Pero el destino tenía decretada otra conclusión para la trama. El final fue más sangriento de lo que pretendía, pero el que debía ser castigado, fue castigado. Y eso es lo que importa. Hipólito tenía que recibir las muestras de mi ira por su rechazo, más necesario aún si se piensa que con su actitud estaba retorciendo el brazo de su auténtico deseo. Bien sabía por su mirada que en el fondo de su corazón ansiaba tomarme entre sus brazos y hacer estallar en mí el volcán que lo iba consumiendo. Intentaba ocultarlo, pero a mí no me pasaba inadvertido. Yo conocía bien la pasión que zahería su carne y su mente. Cuando me rechazó, en un primer momento me sentí espoleada por el sabor de un reto cuya superación se me antojaba deliciosa. Convencida de que sus reticencias, sus huidas no eran sino muestra de su timidez, insistí. No fue fácil porque yo era la esposa de Teseo, e Hipólito, además de su hijo, era mi sobrino, el hijo de mi hermana Ariadna. El recuerdo de mi hermana también tuvo su papel que jugar en esta obra. En algunos instantes, el rastro de la venganza también dulcificó mis sueños de seductora. Mi esposo la había tratado con indignidad, como suelen hacer los hombres. Conquistar a Hipólito podía constituir no sólo una satisfacción de mis deseos por la carne joven, sino también una manera de postrar el honor de Teseo en este país que mi hermana había colmado con sus lágrimas cuando fue abandonada en la isla de Naxos. No voy, sin embargo, a ser embustera y diré que la auténtica razón de mi persecución era el simple y puro deseo. La infamia cometida con Ariadna no era sino un condimento más añadido al placer de un buen plato. Hipólito era hermoso, fuerte, joven. Teseo era un hombre a punto de entrar en las postrimerías de la madurez, tan sólo preocupado de su honor y de su fama, esos valores que tanto aprietan las almas de los hombres y tanta vida les hace derramar por las heridas que les producen. Hipólito era un corderito al que enseñar las artes del amor y la dulzura de la posesión de un cuerpo. A pesar de mi insistencia, él siguió negándose a mis requerimientos. Su persistencia en la negativa empezó a resultarme enojosa, por cuanto sabía perfectamente que moría por entregarse a mí. Tal vez debí ser más indulgente. Era cierto que su posición, nuestra posición, era delicada. Por más que le garantizara la impunidad para nuestra falta, en él podía más el temor y la deshonra que su instinto. A cada acometida de mis palabras le seguía su rubor y la huida al monte, a cazar con desmesura, intentando desfogar con el arco y las flechas lo que su virilidad no podía realizar por miedo. El tiempo iba pasando y mis ardores iban consumiéndome más de lo que podía soportar. Aquel asunto empezó a obsesionarme y un buen día me di cuenta de que rebosaba por los bordes de lo que podía tolerar. No era normal que alguien a su edad prefiriera las artes de Ártemis a las de Afrodita con esa firmeza insana. Imperceptiblemente, el fuego encendido en mí por su cuerpo fue deslizándose hacia la leña del resentimiento y la sombra de la venganza empezó a minar mi mente. Todo lo tramé de la manera que consideré más dañina. El ingenuo de Teseo estaba tan creído de su importancia y tan ocupado con sus faenas de gobierno, que nunca sería consciente de todo el juego que se urdía en la cabeza de su mujer. Picó el anzuelo, creyó toda la historia que le conté entre hipidos y un contenido ataque de histeria diestramente fingido. Su estupor dejó paso a la ira; y la ira, a los gritos en demanda de la presencia de Hipólito. Luego, ya sabemos todos, aquella huida, aquel carro funesto, aquella caída y aquella muerte. Se creyó en un castigo de los dioses por una conducta execrable. Nadie puso en duda mi versión de los hechos, mi acusación de su intento de violación. O nadie, al menos, se atrevió a ponerla en duda visto que el señor le dio tal crédito que ordenó apresar a su propio hijo. El dolor anegó los espíritus de todos, incluido el mío, lo confieso, en aquellos primeros instantes. Porque aquel nunca fue el desenlace que yo esperaba. Todo concluyó más dolorosamente de lo que había imaginado. Pero así es la vida de los mortales. Rara vez nuestros planes se llevan a la realidad en todos los extremos calculados y siempre es de esperar la intervención caprichosa de los dioses. Hipólito murió, Teseo lloró algún tiempo su pérdida para volver enseguida a lo que realmente le interesaba y yo quedé en la memoria de mis contemporáneos como una mujer víctima de los ardores incontrolados de un joven sin continencia. Por eso, no creáis a quienes, con el paso de los siglos, han adornado mi historia con los oropeles de una pasión más decente para las mentes humanas. Y aunque los espectadores de alguna que otra tragedia se escandalizasen en su tiempo por considerar esos amores desplegados en escena como obscenos, más se hubieran escandalizado si hubieran conocido cuál fue la verdadera naturaleza de las intenciones que serpenteaban por los rincones de mi alma.

sábado, 4 de diciembre de 2010

155.

Sucedió hace algunos años, antes de la catástrofe que arrasó tu vida. Vivías aún en esa casa que te albergó durante veinte años. Era en aquel otro barrio de aquella otra ciudad. La habías visto con frecuencia y siempre sola. Debería de vivir por los alrededores de tu casa. Cuando iba a hacer algún mandado, cuando iba a comprar el pan, cuando salías a la calle, con frecuencia la veías. Demasiado joven, pensabas. La melena corta, muy negra, delgada, rostro afilado, con unos guantes de esos que dejan los dedos al descubierto. Su gesto era de luchadora, de persona convencida de la victoria final sobre cualquier adversidad que la vida le plantara por delante. Sobre su silla de ruedas salvaba obstáculos con pericia. No había escalón que se le resistiese. En algún momento temiste que volcara ante la fuerza con que hacía bascular la silla frente a una acera. Las rampas eran un terreno tan controlado que apenas le proporcionarían ya el placer de las marcas superadas. Su mochila colgaba de los manillares que sobresalían por el respaldo de la silla. Te fijaste muchas veces en ella. Pero acababas pronto por sumirme en tus propias preocupaciones y pensamientos. Su imagen de combatiente, de partisana de la vida, de resistente se difuminaba enseguida en tus pupilas, asediadas como estaban por los tristes embates de una vida convencional. Una tarde volviste a verla. Ahora su rostro ya no señalaba la fuerza y el poder. Sus manos no impulsaban con energía los aros de las ruedas. Tampoco corría. Rodaba lentamente, recreándose. Sonreía. Estaba hablando y mirando hacia arriba, hacia su derecha. Su mochila permanecía en el mismo sitio; pero no llevaba guantes. La entendiste: querría sentir sin obstáculos, apretar sin impedimentos una materia más cálida que el frío acero de los aros de las ruedas. Su mano derecha aferraba una mano. Con la otra, demostrando otra vez un dominio total del movimiento, impulsaba la silla de ruedas. Su acompañante, joven, alto, delgado, hermoso, feliz, la mano izquierda enlazada con la de la muchacha, marchaba a su lado. Andando.

jueves, 2 de diciembre de 2010

154.

Una amiga te dejó para leer unos libros. Estaban escritos en francés, la única lengua que, junto con el griego moderno, has llegado a dominar con cierta soltura. Ahora sólo son un amasijo de telarañas rotas después de lustros sin ejercitar sus funciones. Te pareció osado el gesto. Pero emprendiste la lectura armado de un diccionario. Y así te encontraste con ese pequeño diamante que es La symphonie pastorale de André Gide. Recuerdas haber leído algo suyo bastantes años atrás. Fue en español, La puerta estrecha, y sólo pervive de aquella obra un ambiente opresivo dominado por protestantes franceses. De nuevo aparece aquí el protestantismo en la La symphonie pastorale representado por el protagonista, un pastor que recoge a una huérfana ciega a la que educa con un cariño que desde el primer momento se tiñe de unos sentimientos sospechosos. Te ha impresionado la contención en el comportamiento de los caracteres, que asisten al nacimiento y desarrollo de pasiones amorosas dentro de una rigidez que te evoca la austeridad de los jansenistas. Toda la novela exhala la sobriedad del protestantismo. Está presente en el relato de la trama que el pastor lleva a cabo en primera persona, como un personaje ajeno al oleaje que se está levantando lentamente y del que es el principal protagonista. Las reacciones de la esposa suspicaz nunca se desbordan. Sólo se atisba la pasión en el hijo, que se enamora de la joven ciega. Incluso la ambigüedad del pastor cuya bondad contrasta con la rigidez de aquél y que le sirve de coartada para seguir manteniendo los lazos con la huérfana, realzan esa percepción de espontánea rigidez. Hasta el relato del suicidio final y la reacción del pastor están dominados por ese carácter estricto, por esa economía del sentimiento. La prosa coopera con esa claridad y esa exactitud tan francesas en crear un entorno de corrección. Todo estalla, finalmente, con la conversión al catolicismo del hijo y el suicidio de la joven. Ante la catástrofe, el pastor no muestra más que un estupor refrenado. Pequeña obra maestra que te ha dejado el buen sabor de boca de la literatura en estado puro. Y has practicado el francés después de tantos años de abandono.

André Gide, La symphonie pastorale, Paris, Gallimard, 1985.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

153.

Aunque seas reluctante a los mea culpa de Occidente por sus desmanes, dada la universal tendencia de lo humano a la destrucción, todo ese movimiento británico y norteamericano a favor de la investigación en el Congo leopoldino y el Amazonas peruano te olía a cierta chamusquina. El caso congoleño es claro. El Imperio Británico consideraba el dominio de África como asunto preferencial y la presencia de un país extranjero como colonizador de una tan vasta extensión como era el Congo es de suponer que levantaría recelos en los Gobiernos de Su Majestad. Los abusos de los caucheros en el Amazonas no estaban claros para ti hasta que ya hacia el final, Vargas Llosa deja caer, como quien no quiere, la existencia de explotaciones de caucho británicas en el Extremo Oriente. La cosa encaja, pues. A pesar de todo, el Imperio Británico sigue siendo objeto de tu admiración. A lo largo de la historia, siempre ha habido alguna potencia que ha dictado sus normas al resto. Prefieres que sean los británicos o los norteamericanos quienes las dicten a los chinos o los iraníes. Parafraseando una famosa respuesta, aquéllos pueden ser malvados, pero son tus malvados.

lunes, 29 de noviembre de 2010

152.

Continúa tu fascinación por Mario Vargas Llosa. Su último libro, El sueño del celta, llega a tus manos poco después de que fuera premiado con el Nobel. Más que una novela podrías calificarla de biografía novelada. La forma, esta vez, se ha subordinado a la historia y Vargas Llosa no da cauce a su maestría literaria. No hay recursos de la novelística moderna ni margen para la fantasía. A pesar de que la obra no ceda a la creatividad literaria, es apasionante. El estilo llano, casi periodístico le confiere el aspecto casi de crónica. Dirías que Vargas Llosa no ha permitido que un estilo brillante oculte la magnitud del contenido. El protagonista es el puntal de la obra. Dedica su vida a empresas donde la dignidad de la condición humana late con la fuerza de lo que quiere brotar limpiamente entre la escoria. El Congo propiedad privada de Leopoldo II de Bélgica, las plantaciones caucheras del Amazonas peruano y, finalmente, su Irlanda natal en lucha por la independencia. Y el héroe caído, ahorcado ante su traición por los mismos que lo habían ensalzado. Te quedas con esas palabras en las que el autor pone ante tus ojos una intuición que todos tenemos, pero a la que nos cuesta ceder por nuestra necesidad de maderos a los que aferrarnos en medio del naufragio que es la existencia humana: el héroe no es monolítico, sino un ser humano con sus luces y sus sombras. Roger Casement, el irlandés luchador y humanitario, era también un mortal con pasiones y dolor.

Mario Vargas Llosa, El sueño del celta, Madrid, Alfaguara, 2010.

domingo, 28 de noviembre de 2010

151.

Hay auroras en el otoño que te hacen desear visiones cuya realidad flota ligera en el limbo de los imposibles. Sueñas con un paisaje montañoso en Japón, el país de los dioses. Brumas, montañas a bocajarro de los senderos, frondas de árboles cuyos nombres ignoras y así es mejor porque al privarles de lo más humano quedan en las regiones del ser más puro. Voces de aves y pájaros que despiertan. Entre la maraña de epifanías de lo sagrado, oyes resonar una campana tañida con un tronco. Sale de las entrañas de un templo. Un monje se concentra en el sonido de bronce. La caducidad de todas las cosas, que parece clamar desde sus profundidades, se yergue poderosa. Hay amaneceres en que desearías creer tanto en algo como para sumirte en sus torbellinos y alcanzar un ligero atisbo de plenitud, aunque fuera en las volutas esponjosas del vacío. Creer tanto en algo como para poder abismarte horas y horas en meditación, dedicando los otros jirones de tu vida a tareas que los profanos creerían inanes. Te gustaría creer que con recto esfuerzo, sin alharacas, podrías llegar a despojarte del miedo y la esperanza. Hay mañanas en otoño en las que, más que otras, te hiere el punzón de tu descarnado escepticismo.

sábado, 27 de noviembre de 2010

150.

Efectivamente, encontrarás casos sin cuento en los que seres humanos han preferido perder su vida antes que renunciar a sus creencias. Los más tradicionales han sido los miles y miles de mártires cristianos. Pero hay una diferencia que eleva los casos de personajes como Peiró a la altura de los protagonistas helénicos. El sacrificio de los cristianos era encomiable. Y lo sigue siendo, porque aún hoy en día pervive la figura del verdugo especializado en el cristiano; sin embargo, su sacrificio tiene truco. El cristiano espera la vida eterna y una felicidad interminable. Su muerte es gozosa y esperanzada. Peiró y los héroes griegos no tenían tras de sí más que la nada o una pseudo existencia como sombra en el mundo del Hades, lo que no es sino un trasunto más cruel, si cabe, de la nada. Y si te atreves a imaginar que el antiguo ministro de la República quizás se temiera la inutilidad de sus ideas, la imposibilidad de ese futuro en el que centró sus ilusiones, cuando las siguientes generaciones pudieran recoger en su felicidad la semilla de su sacrificio; si, haciendo un esfuerzo de melancolía, supusieras que percibió cómo nada de lo luchado y padecido iba a merecer recompensa alguna, la envergadura de su dignidad se eleva hasta alcanzar las cumbres del antiguo Olimpo. Héroe contemporáneo donde la esperanza ya no tiene albergue, donde sólo queda abrazar la nada con la frente alta. Y conste que, de acuerdo con tu maestro Marco Aurelio (μὴ τὴν Πλάτωνος πολιτείαν ἔλπιζε: no esperes la República de Platón), tampoco el anarquismo seduce tus pensamientos.

viernes, 26 de noviembre de 2010

149.

El núcleo de Antígona, la tragedia de Sófocles, que es tanto como decir de toda tragedia griega, puedes verlo reencarnado continuamente a lo largo de la historia. Donde hay alguien que perece por causa de sus convicciones, siéndole posible evitar ese destino con la renuncia a sus ideas, ahí asistes a la resurrección de la hija de Edipo desde las cenizas del mito. Te lo cuenta el historiador Fernando García de Cortázar acerca de Juan Peiró un dirigente anarquista en la España sangrientamente renegrida de los años 30: Tras el verano [de 1936], los anarquistas ya están condenados a moverse en el drama español como actores de segunda fila. Juan Peiró, Federica Montseny, García Oliver y Juan López llegan al gobierno después de que los mejores asientos han sido ocupados. (…) En 1941, cuando ha caminado el exilio, camino odioso, peligrosísimo después de la invasión alemana de Francia, cuando ya [Juan Peiró] ha sido detenido por los nazis y enviado a las cárceles de Franco, cuando está en prisión esperando la sentencia de muerte, Peiró recibe la visita de varios jefes del falangismo. Juan Gil Senís y Luis Gutiérrez Santamarina le ofrecen salvar la vida a cambio de su colaboración con el nacionalsindicalismo, lo que no debía de extrañarle, ya que los falangistas de primera hora siempre habían admirado el anticomunismo anarquista de la CNT y la visión organizativa y nacional de sus líderes, con los que compartían antiparlamentarismo y fantasías revolucionarias. Estrafalarios o no, los jóvenes falangistas se acercaron al veterano sindicalista con su oferta: conversión y vida. (…). Tiempo antes de ser fusilado, Peiró pasa unos minutos con su abogado. Cuando van a despedirse, el viejo sindicalista nota su desolación y le dice: “Váyase, no sufra. No ha podido hacer nada más…” Y con una terrible, calmosa indiferencia, añade: “No se preocupe. Me gano a mí mismo.” Al anarquista Juan Peiró, al igual que los héroes griegos, no le queda ya más que su propia dignidad de ser humano, plasmada a sangre y fuego en la coherencia con sus ideales y con su vida. Aquí no son los dioses los que decretan la muerte, ni el destino el que arrastra por las sendas que caprichosamente se le antojan, sino las letrinas de esa Historia que siempre pisa los mismos caminos empapados con la sangre de sus viandantes.

Fernando García de Cortázar, Los perdedores de la Historia de España, Barcelona, Planeta, 2006, páginas 454-456.

jueves, 25 de noviembre de 2010

148.

En algún lugar, Georg Steiner, ese erudito contemporáneo, políglota y ecuménico, dice que la literatura para ser buena debe tratar de Dios. Estás de acuerdo. Hay una literatura de evasión, perfectamente digna y aceptable en la que te has sumergido más de una vez. Su gran defecto es que los autores acaban hundidos en millones de dólares o euros, mientras que los escritores más selectos y menos enriquecidos los envidian acerbamente. Nada tienes que objetar a los libros best sellers. Ahora bien, tras la lectura de uno de esos tomos, tu alma sólo se queda con el regusto de una trama bien trazada y desarrollada en la que tienen lugar todos los tópicos literarios. Hay otra literatura que te atrae mucho más. Es la que te enseña nuevos mundos, la que te deja el poso de la reflexión, el regusto de la inquietud, la desazón o el orgullo de lo humano junto con el placer experimentado ante lo bello, ante lo compacto de un libro bien escrito. Esta es la literatura que trata de Dios, porque te pone en contacto con lo trascendente de la realidad a través de una anécdota que el buen escritor sabe desarrollar de la forma más adecuada y con un empleo creativo de los recursos literarios tradicionales. Tras la lectura una buena novela o un buen libro de relatos, la vida se ha convertido para ti en un terreno resbaladizo donde debes examinar el suelo para intentar caminar sin verte derrotado. Cuando cierras el best seller de turno, la vida sigue para ti como cuando lo empezaste a leer. Cuando cierras un buen libro, la vida ya no es igual.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

147.

Oración del Amanecer: Nadie te consultó nunca sobre el lugar ni el tiempo de tu nacimiento. Nadie te preguntó nunca sobre quiénes serían tus padres ni el resto de tu familia; nadie lo hizo sobre tus esposas, hijos y amistades o sobre tus futuras condiciones económicas y sociales. Nadie requirió tu opinión sobre cuál habría de ser tu carácter, tus talentos, tus dotes, vicios y virtudes. Antes de que vieras la luz del día por primera vez, nadie quiso saber tu parecer sobre los avatares de tu existencia, tus enfermedades, tus gozos y sufrimientos. Nadie, en fin, se interesó jamás sobre el lugar y el tiempo de tu muerte. Un buen día te encontraste aquí para ser objeto de exigencias por parte de todo y de todos. Hoy como ayer y como mañana.

martes, 23 de noviembre de 2010

146.

Pasas por un hospital. Es uno de esos grandes complejos que abarrotan los extrarradios de las ciudades modernas. Frente a la puerta principal se erige un monumento con ese aspecto de mole que tan alejado tiene el arte contemporáneo de la sensibilidad humana. Está dedicado a los donantes de órganos. Emergiendo del negro de la superficie, como alegando con su policromía la esencia variopinta del hombre, diversas estampas con imágenes de Cristos, Vírgenes y santos. No son muchas, sólo las suficientes para destacar sobre la afectada austeridad del monolito. Son las muestras del hondón de la humanidad. Ruegos anónimos que han convertido la burocracia en vida y lo oficial en realidad. Tras esas estampas, tras algún que otro ramo ajado de flores, crepita el deseo de luz y sol para seres cercanos que sufren en el interior de esa caja llena de cristales que nunca dan la luz suficiente a los que moran en su interior. Recuerdas esas habitaciones de hospital donde padeciste tanto tiempo, llenas de las mismas estampas. Evocas las conversaciones de los familiares sobre las destrezas milagreras de tal o cual imagen. Tú también rezaste en ese tiempo y tuviste esos reflejos de la religión sobre la cabecera de tu cama. Ahora, años ya tras la tormenta, cuando vas de ateo y ves los arañazos de esperanza sobre la estricta materia de aquel monumento, ruegas a Dios que te conceda el don de la coherencia para que no te traiciones a ti mismo en el postrer instante y reces, aterido, un Padre Nuestro.

lunes, 22 de noviembre de 2010

145.

A fin de cuentas, no aspiras a ser un boddhisattva, ni a la iluminación; no aspiras a ser un sabio, ni a poseer el don de la filosofía; no aspiras a ser famoso ni a que te saluden por la calle; no aspiras a ser rico ni a disfrutar de mil propiedades; tampoco ansías una vida larga a toda costa. Los anhelos del Fausto de Goethe te dejan frío. A fin de cuentas, sólo aspiras a que unos poquísimos te quieran y a que la vida no te duela demasiado.

sábado, 20 de noviembre de 2010

144.

El Buda afirmaba que su doctrina era el camino del medio. Para ti, que no pretendes ingresar en un monasterio y olvidarte plenamente del mundo, el intento de vivir con conciencia zen en ese mismo mundo puede aceptarse como la intención de poner las cosas en su sitio, de ser moderado en el encaje dentro de la realidad. La esencia del ser es no ser, ya que todo, excepto la materia, es un continuo hacerse y deshacerse. Dentro de ese mundo de las formas (que bien podrían asimilarse a las aristotélicas) la conciencia de existir no es sino una más. Y ya sabes que tú eres la conciencia de ti mismo, no otra cosa. El zen puede enseñarte a tomar las cosas como son, a plantearte la existencia como un transitar por una vía central en la que se descarta el apego absoluto al ser impermanente y la renuncia total de ese mismo ser tomando como excusa su radical vacuidad. Aproximándote a la realidad tal como es, aceptas que lo que vives es transitorio, perecedero y que tiene una importancia acorde con esa caducidad. Pero la visión clara del vacío esencial de todas las cosas no te lleva a abominar de esas formas entre las que te hallas y de las que eres una parte más.

viernes, 19 de noviembre de 2010

143.

Non habemus regem nisi Caesarem. No tenemos rey, sino César. (Oὐκ ἔχομεν βασιλέα εἰ μὴ Καίσαρα, Juan XIX 15). Con estas palabras tomadas del evangelio se le anunció al Consejo Real de Castilla la regencia del cardenal Cisneros en nombre de Carlos I como príncipe (ya que la Reina doña Juana vivía recluida), en virtud del testamento de Fernando el Católico. En Castilla se esperaba el gobierno del Infante don Fernando, hermano de Carlos I. La concentración en Carlos de Habsburgo de las posesiones Imperiales, las de Castilla y Aragón, las de Flandes y Borgoña convirtieron el siglo XVI español en un punto de encuentro de todas las tensiones y de toda la vitalidad de aquella Europa recién salida de la Edad Media. La corona de Carlos I de España y V del Sacro Imperio supuso una carga sobre el próspero reino castellano. Sobre sus espaldas recayeron los sacrificios de un César que enfocó su labor política en dos frentes: combatir al turco y restaurar la unidad católica en el Viejo Continente. Al mismo tiempo, el descubrimiento del Nuevo Mundo dio lugar a un debate sobre el papel de Castilla donde junto a la crudeza de la conquista destacan intelectuales que apelan a las mejores esencias del cristianismo. El libro de Joseph Pérez que acabas de concluir es breve, pero de una claridad e intensidad como sólo los intelectuales franceses (salvo Sartre) pueden conseguir. El mundo del César Carlos está también repleto de humanistas que todavía sueñan con un acuerdo entre el Catolicismo y la Reforma. Estamos en un siglo que recoge lo mejor de los siglos medievales y lo mejor del humanismo. Como protagonista un hombre con mentalidad caballeresca enfrentado a un mundo cambiante que no acaba de entender. Su final en el monasterio de Yuste es un reconocimiento a su fracaso y un gesto de grandeza. Pronto, Europa ardería en guerras de religión y la Monarquía Hispánica, salida de sus glorias iniciales, emprendería un largo camino que la llevaría, como ocurre a todo lo que existe, a la decadencia. Magnífico libro.

Joseph Pérez, Carlos V, Barcelona, Folio/ABC, 2004. La cita corresponde a la página 25.

jueves, 18 de noviembre de 2010

142.

Otro relato perteneciente a la serie de monólogos de heroísnas mitológicas griegas.

IFIGENIA

Hubiera sido tan fácil odiar a mi padre. Pero no sería cierto. Las pasiones humanas, que arrollan la escasa sensatez que los dioses nos concedieron, también en mi caso habrían tenido terreno para extenderse y cercenar el sentimiento natural que enlaza una hija con quien le dio la vida. Hubiera sido comprensible que alguien me reprochara este sentimiento; yo hubiera aceptado sus recriminaciones. Pero si alguien tuvo alguna vez un padre cuya voz resonara en calma durante las noches de tormenta, podría comprenderme. Agamenón era un caudillo, un rey de reyes y el peso del cetro recaía sobre sus hombros encorvando su espalda. La posteridad lo juzgó mal. Los poetas dijeron que fue altivo y soberbio, que tenía un desmedido orgullo en razón del trono que ocupaba. ¿Acaso no son estas las cualidades que se esperan de quien encabeza formaciones integradas por miles de hombres? ¿Qué diríamos si su carácter hubiera sido dubitativo en las tareas del gobierno de Micenas, o sus palabras vacilantes y su gesto temeroso? Todo lo que hizo fue obra de su sentido de la responsabilidad. Y al decir todo, querría incluir por entero todas y cada una de sus decisiones. Por supuesto, también aquella que me condenó al sacrificio después de un engaño. Aquel irreparable engaño. No sería honrado por mi parte ocultar que la decepción fue inmensa cuando me enteré de que iba a Áulide no para casarme con Aquiles, sino para ser tendida como ofrenda cruenta en el altar de Ártemis. Al saber que la vieja culpa de mi padre había provocado su ira y la retención de los vientos que hubieran propiciado la ruta hacia Troya, me sentí víctima de una profunda injusticia a manos de un grupo de hombres ávidos de empapar sus manos con la sangre de sus enemigos. Aunque ninguna otra actitud hemos de esperar las mujeres de los hombres. Mi desilusión fue doble en aquellos momentos. Casarme con Aquiles era un sueño más delicioso que cualquier otro de los que mi espíritu había concebido anteriormente. Y en un instante, mi boda se desvaneció entre las brumas de los sueños perdidos, al mismo tiempo que el estupor invadía mis entrañas mientras miraba a mi padre preguntándole con los ojos la causa de su traición. Aquellos fueron los únicos instantes, breves, muy breves, durante los cuales creí derribar del pedestal la estatua en la que mi admiración había situado al rey de reyes. Escasos instantes fueron hasta que supe advertir en su mirada el dolor que le oscurecía el alma. Sabía bien que sus palabras rudas, que sus órdenes cortantes, que la aspereza de sus gestos disponiendo el sacrificio no eran sino la inevitable parafernalia con que el poder abruma los reales sentimientos de quienes lo poseen y lo padecen. Su frialdad no fue sino la pose de una efigie que debe impresionar a sus fieles. Y cuando el cuchillo cayó sobre mi cuello en el momento del golpe fatal, mis ojos se volvieron hacia su porte y me sumí serena en las sombras del Hades conocedora de que con mi sometimiento colaboraba con la misión que los dioses decretaron para mi padre. La sucesión de los crímenes que tuvieron lugar al regreso de Troya no tuvieron otro motivo sino por la ceguera de mis hermanos y el deseo de los dioses de mostrar a los mortales los caminos de su padecer en el mundo, esos escuetos límites en los que se desenvuelve su existencia. Pero estas son otras historias que a mí no me involucraron porque yo ya moraba en el reino de Hades y no en la tierra de la Táuride, invención con la que algunos poetas, sensibles y timoratos ante la realidad humana, pretendieron suavizar lo que entendieron como un crimen espantoso. Morí joven tras un engaño y una decepción, pero no tengo nada que reprochar al causante de mi ruina. Él fue, como todos nosotros, un simple objeto en manos de los dioses y mi vida, como la de todos nosotros, tenía sus días contados desde el momento de nacer. Y no hubiera sido digna rama del árbol de los Atridas si hubiera muerto entre gemidos y reproches y si hubiera conservado en esta eternidad de las almas que moran el Hades, un rencor hacia quien no tenía más opción que cumplir obediente con su destino. Junto A estos pensamientos ha añadido otros mucho más consoladores. En medio del sopor provocado por la muerte en las almas, advertí que gracias a la culpa de mi padre me evité los dolores del parto, la cólera ante las infidelidades de un marido cansado de dormir siempre con una misma mujer que, además, iba perdiendo su juventud y el final penoso de una ancianidad llena de achaques y lamentos en los desolados pasillos de un palacio extranjero.

martes, 16 de noviembre de 2010

141.

Las palabras son entes sometidos a los azares propios de todos los entes. Nacen en el líquido amniótico de la arbitrariedad, se desarrollan, se reproducen, decaen y mueren. A lo largo de su vida, van perdiendo memoria de los primeros pasos y en el ocaso apenas semejan lo que fueron en etapas pasadas. Las palabras son entes que hacen aflorar evocaciones a quienes las ven, del mismo modo que un paisaje, un objeto o un ser amado. Por azar, como todo en el ser, has presenciado el retorno a tus ojos de una palabra que ha levantado una telaraña de recuerdos. "Ultramarinos". También como todo ser, nació vinculada a lo que la generaba. Sus padres vivían más allá del mar, porque los ultramarinos eran los productos de América, especialmente de Cuba. Cuando la pronuncias atendiendo a su sentido primigenio, huele a barcos de vela y vapor volviendo del Caribe al son de una habanera. Las tiendas de ultramrinos siguieron llamándose así aun cuando se perdieron las joyas de aquella arruinada Corona. “Ultramarinos” es la culpable de que procedente de los bajíos de tu memoria hayan alzado el vuelo escenas que parecían perdidas. Así pregonaba en un cartel su finalidad el tambucho donde dos o tres esforzados dependientes ataviados de batas grises se escurrían tras un mostrador de madera, danzando entre barriles abiertos llenos de sardinas secas, quesos, jamones colgantes (escasos, dirías), cajas de galletas, bombonas de caramelos y mil artículos más que sería interminable enumerar. "Ultramarinos" te huele a una infancia durante la cual tu madre te enviaba (¡aquellos tiempos en Sevilla donde un niño de nueve o diez años podía deambular solo sin temores!) a comprar lo que se le había olvidado y precisaba a última hora. Odiabas esos mandados, pero no había excusas. Los odiabas porque los dependientes nunca hacían caso a los niños. Siempre estabas plantado junto a una vieja o una señorona que se colaba, y hasta que un alma caritativa no te miraba y apelaba al tendero, "Atiende a esta criatura, que estaba antes", no accedías al privilegio del cuarto y mitad de algo. “Ultramarinos”, como tu infancia, ya no está vigente. Sólo es un recuerdo bordado con los hilos ajados de la nostalgia. Como todo en el ser.

lunes, 15 de noviembre de 2010

140.

Leer El expediente H. de Ismaíl Kadaré te ha resultado estimulante. Una pareja de investigadores americanos arriba a una ciudad provinciana de Albania con un primitivo magnetófono. Corren los primeros decenios del siglo XX. Las autoridades del país alertan al subprefecto de la ciudad: sospechan que pueda tratarse de espías. Sin embargo, los americanos sólo pretenden demostrar una hipótesis. Según ellos, los cantos homéricos tendrían en los lahutarë albaneses una réplica viviente. Los lahutarë eran rapsodas errantes que iban de posada en posada entonando cantos épicos de la tradición popular albanesa. Se acompañaban en su canto de un instrumento llamado lahut, de un particular gesto de la mano sobre la oreja y de una voz deformada. Querían demostrar los investigadores el origen oral de la épica de Homero mediante la grabación de las creaciones de los rapsodas albaneses con su improvisación y las alteraciones que sufrían en cada recitado. Te resultaba familiar esa teoría porque la estudiaste durante tu carrera. El nombre original del erudito que la formuló y demostró fue Milman Parry. Kadaré aprovecha la anécdota de aquella visita y del proceso de entrevistas y grabaciones de los lahutarë para adobarlas con las pesquisas de un espía local, los sueños eróticos de la esposa del subprefecto en cuyos sueños se veía seducida por uno de aquellos extranjeros, las aprensiones de su marido y las ansias de promoción del ministro que pretende encarcelarlos bajo acusaciones de espionaje y así puedan escribir una biografía panegírica del rey de Albania. Las descripciones de la posada donde se alojan los americanos te han sumergido en el ambiente de aquel país durante aquellos años y la reproducción de los comentarios de los investigadores te ha retrotraído a las aulas de la universidad. Desde un primer momento, te resultaron atrayentes esas explicaciones sobre las inconsecuencias de Homero después de tantos siglos durante los cuales los eruditos intentaron hallar una explicación a esos supuestos fallos en un autor que era considerado el modelo de toda literatura. Al final, unos monjes ortodoxos serbios, ayudados por un eremita local, asaltan la posada y destruyen el magnetófono junto con las cintas. La razón de esa fechoría se basaba en la envidia que sentían porque los americanos hubieran preferido investigar la épica oral en territorio albanés, en vez de serbio. Aunque ambas tradiciones presentaban idénticos motivos, Kadaré deja bien claro que los albaneses estuvieron antes en aquellas tierras que los eslavos. De este modo, el eterno odio que hiere las tierras balcánicas irrumpe como suele hacerlo en aquellos pagos, con la violencia. El Expediente H. es el Expediente Homero, claro está. Tras la lectura, te has afirmado en tu adicción a Kadaré y has emprendido la lectura de otra novela suya.

Ismaíl Kadaré, El expediente H., Madrid, Alianza, 2001.

sábado, 13 de noviembre de 2010

139.

Don Ramón Carande y Thovar fue un reconocido Catedrático de la Universidad de Sevilla. Su campo de estudio se centró en la historia económica. Escribió entre otros muchos un libro magistral, Carlos V y sus banqueros, obra de culto entre los estudiosos. Hombre perteneciente a esa minoría ilustrada y europea que pudo ser, y no fue, la élite que hubiera convertido España en algo mejor de lo que era y es, si la hubieran dejado. Lo conociste ya bastante anciano, allá por los finales 70 del siglo pasado. Era el profesor melena blanca, gafas amplias, pipa sempiterna, sonrisa no menos sempiterna, bastón y paso largo por los llanos trotaderos de Sevilla. Fue gracias a una de sus nietas, compañera en la Facultad y primer amor de tu vida. Le gustaba a Don Ramón rodearse de jóvenes y vosotros lo observabais con ese tipo de devoción que entre determinados personas levanta la presencia de seres intelectualmente superiores. Un atardecer, estabais en un bar. Los cafés se desperdigaban por la mesa. El maestro hablaba y vosotros escuchabais. Aparecieron entonces dos muchachas que resultaron ser conocidas de uno de vosotros. Eran alemanas, rubias, bellas y espléndidas. Eran también alumnas en la Universidad. Don Ramón se les quedó mirando con ese rabillo malicioso propio de quien no sólo degustó los encantos de la investigación, sino también la compañía de hermosos ejemplares del sexo femenino. "¿De qué parte de Alemania provienen, señoritas?" preguntó el sabio. Ellas respondieron entre sonrisas nerviosas que de Heidelberg. "¡Oh!" replicó Don Ramón "Yo conozco Heidelberg. ¡Qué ciudad tan hermosa!" Más risitas trémulas de las Valkirias. "¡Ah, sí! ¿Y cuándo fue?" Don Ramón respondió con una oceánica naturalidad tras aspirar de su pipa: "En 1911." Todavía recuerdas el gesto de las germanas ante aquella declaración. No sabes qué les pasaría por la mente, pero a ti se te antojó que sólo le quedó añadir: "Y una noche cené con el Kaiser."

viernes, 12 de noviembre de 2010

138.

Otro relato. Esta vez con algún grano de ciencia-ficción.

METAMORFOSIS

Fuimos amigos desde la infancia. Nuestros padres eran vecinos en el barrio y nos matricularon en el mismo colegio. Él era animoso, valiente, despegado, alegre y deportista. Yo soy retraído, cobarde, apegado, aburrido y sedentario. Una extraña fusión se produjo entre ambos. Fue provocada, sin duda, por el hecho de que nuestros padres se ponían de acuerdo para llevarnos al colegio durante los primeros cursos, cuando aún éramos demasiado pequeños como para subir en el autobús escolar. Durante muchos años acudimos a jugar alternativamente a casa de uno y de otro. Luego, vino mi hermana. Él fue siempre hijo único. En el carácter era imagen clavada de su padre, un hombre panzón y bigotudo, campechano y bromista que gustaba hacerse acompañar de su esposa, una mujer oronda siempre maquillada, siempre en un punto, siempre con el arrobo en su mirada en presencia de ese marido extraordinario. De aquellos juegos comunes brotó la amistad a pesar de nuestras diferencias. De su parte, creo que yo suponía alguien a quien acoger. Por la mía, a buen seguro, veía en él una persona con los arrestos que me faltaban y la confianza en sí mismo de la que yo carecía. Del colegio fuimos a la escuela secundaria y de ésa a la Universidad. Por un azar decidimos estudiar lo mismo. Nos matriculamos en la Facultad de Física. Como vino siendo habitual desde el primer momento, él obtenía peores notas que yo. Le costaba estudiar, aunque poseía inteligencia suficiente como para superar limpiamente todos los cursos. Simplemente, era una cuestión de redaños. Él era más constante y con esa virtud superaba lo que para mí no representaba más que un esfuerzo menor. Terminamos la carrera, realizamos los postgrados pertinentes y pasamos varios años en los mismos centros del extranjero. Entre tanto, él había tenido diversas novias y yo sólo algún intento frustrado de seducir a alguna pobre segundona. No era raro que una pareja de amigas, una bien dotada, la otra feúcha, ligaran con nosotros. Para él era la vistosa, para mí la desfavorecida. Él la explotaba al máximo y yo me quedaba en puertas. Como no teníamos compromiso, aceptamos el puesto de investigadores en la estación espacial ISS-342 para el proyector de partículas interestelares. El destino llevaba aparejada la estancia durante varios meses en órbita alrededor de Marte junto con otro científico. Resultó ser un japonés de pocas palabras y muchas reverencias, pero laborioso como una colonia entera de hormigas. Los gobiernos de la Tierra estaban interesados en enviar algo a ese límite del Universo que había sido descubierto diez años antes. Como era impensable por el momento lanzar una expedición tripulada, se había promovido el diseño y construcción de un proyector que descompusiera los objetos y los enviara en partículas al extremo del Universo. Una vez allí, el objeto sería recompuesto. El campo de las partículas viajeras había sido el tema de nuestros trabajos de especialización y el puesto nos venía perfectamente ajustado a nuestros conocimientos. De este modo, tras medio año de preparación en el Centro Astronáutico del Pacífico, nos embarcaron en una lanzadera y en cuestión de unos días estuvimos instalados en la estación espacial después de haber pasado por la colonia marciana de Nueva Atlántida. Y comenzamos nuestro trabajo. El japonés ya estaba allí con sus flexiones de tronco, su sonrisa y sus escasas palabras. Nos recibió con una tableta de cálculos en las manos y un micrófono pegado a su mejilla. Todo iba bien hasta que un día (un día en órbita marciana) él empezó a mostrar los primeros síntomas de lo que pasado el tiempo se convertiría en su final. Los inicios fueron una cierta resistencia a levantarse para trabajar. Me extrañó porque nunca fue perezoso. En un comienzo, lo dejé estar porque pensaba que se encontraría enfermo. Pero poco a poco fui percatándome de que padecía algo más serio. Hubo algún día que permaneció acostado, sin levantarse ni para comer. El japonés destilaba cierta irritación detrás de su rostro de careta. El trabajo que no realizaba él, debíamos cubrirlo nosotros. Yo me mostraba comprensivo porque no en balde había sido mi amigo durante más de treinta años. Otro día, desperté viéndole los párpados cubiertos de una fina película parda que con el paso de las horas fue tornándose una capa queratinizada. El proceso continuó con la pérdida de masa muscular en las piernas y los brazos, con la aparición de un estertor en lugar de la respiración. Decidimos dar conocimiento del hecho a Nueva Atlántida. Desde la colonia nos aseguraron que en treinta horas un médico subiría hasta la estación para examinarlo. Las treinta horas transcurrieron y nadie apareció. A pesar de la situación, el japonés y yo seguíamos avanzando en el proyecto. Salvo algunos detalles finales, estaba ya a punto el inicio de la experimentación con cuerpos sólidos. Entre tanto, mi amigo seguía perdiendo musculatura y fibra. Las costillas se marcaban y los miembros eran largos palos que semejaban las pinzas de un cangrejo. Las manos y los pies surgieron un día debajo de los cobertores convertidos en dos largas púas aguzadas y amenazantes. De lo que suponíamos eran sus pulmones se exhalaba un ligero vapor a través de una boca ya hecha caparazón. El médico no aparecía y Nueva Atlántida no daba crédito a las imágenes que les ofrecíamos. Creo que empezaban a pensar que nuestras exclamaciones eran resultado del aislamiento, la tensión laboral y, quizá, nuevas alteraciones en el psiquismo humano provocadas por la estancia en el espacio bajo aquellas condiciones. Al japonés su rostro hermético se le fue contrayendo en un rictus de pánico. Porque mi amigo empezaba a tener la costumbre de sisear y hacer chocar sus pinzas cada vez que entrábamos en su cámara para ver cómo iba evolucionando su estado. Al cabo de unos días, decidió no entrar en aquel lugar y me dejó solo al cuidado de algo que ya no reconocía como el ser humano que había acompañado mi vida desde donde mi memoria alcanzaba. Sentía una mezcla de dolor, pesadumbre y miedo. Llegó un momento en que no sabía qué darle de comer. Le suministraba aquellos preparados que contenían sabores relacionados con el mar y evitaba proporcionarle los de carnes, verduras, cereales o frutas. Me preocupaba que se nos terminaran esos suministros concretos. La próxima nave de aprovisionamiento atracaría en el muelle de la estación en dos meses. En cuanto a las otras necesidades básicas, se comportaba como aquello en lo que estaba convirtiéndose. No pensaba en su higiene y sus excrementos, nada mal olientes para mi extrañeza, se enseñoreaban de aquella cama donde transcurrían las jornadas sin más movimiento que sus siseos y el entrechocar de sus pinzas. Todo era tan extraño. Pero seguíamos trabajando, aunque siempre con la mirada puesta en la entrada del laboratorio o de la sala del proyector. De Nueva Atlántida sólo nos llegaban palabras preguntando por el progreso de nuestra misión y minimizaban la supuesta transformación de uno de los miembros del equipo. Cuando mi amigo, o lo que fuese, apareció sorpresivamente en la sala del proyector, el japonés se quedó paralizado. Entre convulsiones, se adhirió a la pared y me miró aterrorizado. Grité derrotado por el pánico y sólo se me ocurrió decir “¡Mátalo, mátalo!”. Esa tarea parecía que iba a estar destinada a mí, porque él se encaminó hacia la mesa de control en la que me encontraba. La decisión fue rápida. Corrí hacia el proyector y él me siguió, logré esquivarlo en el último momento y lo encerré en la cápsula. El japonés entendió inmediatamente mis intenciones y se arrojó sobre la consola de mandos. A los pocos segundos, un suave zumbido reinó en la sala y en el interior de la cápsula, un resplandor liliáceo fue sustituyendo a mi amigo. Con todo, en esta historia lo que no comprendo es por qué he atravesado el espacio convertido en partículas y por qué se la estoy contando a usted.

jueves, 11 de noviembre de 2010

137.

Siempre creíste que las preferencias de Sigmund Freud por recurrir a los mitos griegos en el momento de nombrar sus descubrimientos procedían de una afición personal. Desde tu mente moderna donde hay un abismo entre lo que se ha venido en denominar “ciencias” y “letras”, o más recientemente, “humanidades”, te resultaba extraño concebir a un médico que supiera de los mitos griegos. Hasta que leíste con fruición el libro de William M. Johnston que citas en la entrada anterior. Los conceptos se aclararon. Las presencias de Edipo y a Electra respondieron a la imbricación del doctor Freud en la cultura de su tiempo. El psiquiatra vienés era uno más entre los miles de coetáneos que estudiaron en los Gymnasien del Imperio Austro-Húngaro. Año tras año en una larga sucesión de cursos, se empaparon de latín y griego. Esto sucedía desde los primeros años de formación y, como resultado, los intelectuales centroeuropeos especialistas en todas las disciplinas llevaron impregnado en sus pensamientos y en sus palabras el aroma de los mitos de la Antigüedad. Sólo si conoces este dato podrás entender cómo un médico, un científico, poseía ese dominio de los referentes más elementales de la cultura occidental y les daba nueva vida ajustándolos a unas circunstancias tan diferentes de aquellas que los vieron nacer.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

136.

Te atrae el Imperio Austro-Húngaro. Cuando se oye mencionar ese nombre, la gente piensa en Sissi o en apolillados miriñaques. Los más informados asocian el Imperio a los valses de los Strauss y, si han viajado a Viena, rememoran los monumentos que la engrandecen. Hay quienes van más allá y conocen que la capital de la Monarquía fue sede de movimientos culturales de vanguardia, como la Secesión, con artistas de la talla de Schiele o Klimt, de economistas que asentaron las bases de la economía liberal en el siglo XX, de músicos como Alban Berg o Schönberg, rupturistas con las armonías que habían dominado la música occidental desde siempre. Hay mucho, mucho más de lo que incluso las personas ilustradas pueden llegar a saber del caldo siempre en ebullición que se cocía entre los muros de esos edificios que se remansaban al rumor del Danubio. Junto a todas esas aportaciones, hay una característica que te seduce también. Es ese intento de reunir un conglomerado dispar de pueblos bajo una misma organización política. La Monarquía de los Habsburgo pugnó durante el siglo XIX y los principios del XX, cuando el auge de los nacionalismos asolaba Europa, por estructurar una administración en la que tuvieran cabida todas las religiones, todas las razas, todos los idiomas. Fue una lucha continua que se derrumbó al final de la I Guerra Mundial. Frente a quienes veían y ven en el viejo Imperio una reliquia de tiempos superados, tú ves un experimento moderno cuyo fracaso fue el símbolo de la ruina de una Europa esquilmada material y espiritualmente por los nacionalismos. En cuanto a los excesos, quien esté libre de pecado que tire la primera piedra o cerramos el tenderete de la historia.

William M. Johnston, El genio austrohúngaro (Oviedo, KRK Ediciones 2009) es un excelente, detalladísimo y completo estudio sobre la fuerza que aquel Imperio supo inyectar en los espíritus de sus habitantes y desde ellos a Europa y el mundo. Por otro lado, una clarividente visión de las dificultades sufridas por la Monarquía de los Habsburgo para mantener cohesionado el Imperio resaltando sus semejanzas con la actual macedonia de Autonomías y nacionalismos de aldea en España es el libro de Francisco Sosa Wagner & Igor Sosa Mayor, El estado fragmentado. Modelo austro-húngaro y brote de naciones en España, Madrid, Trotta, 2007.

martes, 9 de noviembre de 2010

135.

Alemania puede ser el prototipo de ese espíritu europeo sensible tanto para las artes como para la guerra. Perfecta en su desarrollo técnico para construir y para destruir. Sabia hasta la cima para lo bueno y para lo malo. Heredera de las fuentes primigenias de lo europeo tanto como dispuesta a innovar en cualquier dirección. Laboriosa y organizada tanto como ciega y obstinada. Hasta que terminó la II Guerra Mundial. Entonces, derrotada, emprendió el camino de la regeneración y, fiel a sus raíces, se ha encumbrado a la prosperidad y a la libertad. Alemania, europea hasta la médula, donde lo peor y lo mejor del espíritu del Viejo Continente tienen su asiento. De este modo, vuelves a Stefan Zweig, alemán de lengua, europeo íntegro como sólo un judío austríaco podía serlo, orgulloso de sus raíces dobles, suicidado en una tierra extraña y lejana por culpa de los excesos de sus patrias. Después de tanto desastre y de tanto campo arrasado, de tantas lágrimas y tanta desesperación, no te extraña que Europa se sienta exhausta, incrédula, abatida moralmente y pusilánime. Debes comprender que pocos pueblos en el mundo pueden tener en su memoria colectiva tanta experiencia del miedo como tu querida Europa. Y el miedo, como bien sabes, paraliza.

lunes, 8 de noviembre de 2010

134.

Hubo una vez en Sevilla, la ciudad donde naciste, una exposición llamada Universal. Fue allá por principios de los años noventa del siglo XX. Multitud de países enviaron a sus representantes y construyeron una ciudad efímera donde el plástico y el cristal extendían su ambición por encima del ladrillo y el cemento. Todo fueron parabienes, modernidades y retórica. También dinero, mucho dinero y la corrupción que siempre lo acompaña cuando se junta con el poder político. Visitaste muchos pabellones, denominación oficial de esas casetas de diseño y fanfarria que constituían el orgullo del tingladillo. Probaste muchos platos más y menos exóticos. Y tuviste una pequeña iluminación. En el sentido primario de este término: la constatación de una realidad evidente que otras presencias más apabullantes ocultan y cuyo desvelamiento conduce a un nivel superior de saber y, por ahí, de conducta. Fue en el pabellón de la Comunidad Europea. Entonces no era aún Unión Europea. Paseando por los laberintos del pabellón te diste cuenta de que la historia de Europa es el relato de una continua guerra de todos contra todos. Eso es sabido, pero en aquella ocasión, se te presentó con claridad desbordante. ¿Cómo unir unos pueblos cuyas relaciones están más llenas de sangre que de sonrisas? El colofón de esa historia llena de muerte y desolación es el siglo XX. En el solar del Viejo Continente se gestaron las ideologías más terribles y las excusas más elaboradas para el exterminio. Aquí nació el nacionalsocialismo con sus campos de concentración y nació el comunismo, con sus cien millones de asesinados a sus espaldas. Sin el comunismo nacido en Europa, hubieran sido imposibles las matanzas de Mao en China y las de Pol Pot en Camboya; sin el militarismo colonial europeo y los fascismos no hubiera sido posible el Japón expansionista de las primeras décadas del siglo XX. Son escuetos ejemplos de la universalidad de esa parte maligna de la mente europea. Las llanuras, los ríos y las montañas de Europa contemplaron las dos guerras más aniquiladoras y sangrientas de la humanidad, en la que sus víctimas se cuentan por millones y en todas las escalas de la vida humana, desde ancianos hasta recién nacidos. La luz que el cristianismo y la Ilustración difundieron por el mundo estaba envuelta en un insidioso papel de regalo de color púrpura oscuro. Todo cambió tras las mareas de sangre que inundaron esta tierra durante la II Guerra Mundial. Tan radical fue su capacidad de aniquilación que los europeos no han vuelto a dirigir sus armas unos contra otros. Salvo el paréntesis de los siempre convulsos Balcanes durante los años noventa, claro está.

domingo, 7 de noviembre de 2010

133.

Umberto Eco es un especialista en semiología, esa disciplina etérea que briega con el significado de los signos. También es un experto en el Medioevo. Leíste en su momento El nombre de la rosa y te gustó. Lees ahora Baudolino y la has terminado, detalle que dice que has podido degustarla en cierto modo, aunque con frecuencia el conocedor del mundo medieval venza al novelista. Eco es un erudito metido a literato. Domina la técnica y la gestiona con destreza artesanal. Aunque la hayas disfrutado en ciertos momentos, has debido saltarte alguna que otra página porque el despliegue del bestiario medieval o las delicadezas silogísticas de aquella cultura te resultaban cargantes. La trama no acaba de enlazarse con soltura y da a veces la impresión de costurones. Está bien, pero no es una excelente novela.

Umberto Eco, Baudolino, trad. de Helena Lozano Miralles, Barcelona, Lumen, 2001.

sábado, 6 de noviembre de 2010

132.

Ante un europeo integral como Stefan Zweig, te duele el sentimiento hipercrítico con la historia y la cultura europea que los propios habitantes del continente manifiestan continuamente. No necesitan que vengan de fuera a resaltar todo aquello que de negativo ha brotado en su solar. Se bastan y se sobran para denigrarse los propios europeos. La tradición cultural se desprecia a favor de otras manifestaciones calificadas de más genuinas y más puras. Los logros de la ciencia europea se perciben como el preludio del Apocalipsis. Las concepciones políticas alcanzadas tras milenios de pugna por la libertad del individuo, se desprecian por ser estimadas como simples manifestaciones de un orden social sucio, corrupto e injusto. Los europeos se están despojando con vergüenza de su cultura. En otras ocasiones, no se ocultan ante los ojos del resto del mundo con el rostro enrojecido, sino que se dejan envolver en la pasividad y en la indiferencia ante lo que fue y es Europa. Y como es tanto el rechazo a lo europeo, la inquina hacia los EE.UU. se pavonea por doquier en los centros neurálgicos de la intelligentsia del Viejo Continente, bien consciente como es de que en el norte de América ha cuajado el logro más elaborado del ideal europeo. Te apena este desprecio y esta ceguera que no llevará más que a la extinción cultural de Europa.

viernes, 5 de noviembre de 2010

131.

Zweig mira su infancia con los ojos de todos los niños que han sido felices. Aquel mundo no fue idílico, como ninguno antes y ninguno después; pero te regala una visión que te agrada. Para entender sus palabras debes pensar en su origen judío y en la posición que la burguesía judía ocupaba en Viena durante el Imperio. Bien te dice Hannah Arendt en uno de sus libros que los judíos de Galitizia o de Rutenia no pasaban de ser pobres campesinos incultos despreciados por todos. Pero Zweig era un joven nacido en el hogar de una familia judía cuya situación había sido favorecida por las atenciones que los Habsburgo habían vertido sobre su linaje. También Arendt da cuenta de esas diferencias entre los estratos sociales de los hijos de Moisés y de cómo esa cercanía a la más alta institución del estado provocó las envidias y los resentimientos de otros sectores que pensaban eran los únicos merecedores de los favores imperiales. No te extraña que añorase sus primeros años protegido por el manto del monarca y por la clara noción de que el campo de desarrollo de los judíos era el terreno de sus propias capacidades intelectuales, ya que otros ámbitos les estaban vedados. Tampoco te extraña que tras los años de huida, perseguido por el antisemitismo europeo, acabase sus días en Brasil, suicidado junto a su esposa, en plena II Guerra Mundial, abandonado de esperanzas y desilusionado por la pérdida de todos aquellos valores que sustentaron su existencia. Con la muerte de Zweig moría una idea de Europa y triunfaba la barbarie.

Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza, 2006. Véase en especial la primera parte: “Antisemitismo”, páginas 65-207.

jueves, 4 de noviembre de 2010

130.

Pertenecía el relato que sigue a un proyecto de libro. Querías escribir una serie de monólogos puestos en boca de heroínas de la mitología griega donde se expresarían en un modo diferente al que nos han transmitido las viejas leyendas. Desistes de intentar perseguir a lazo quien lo publique. Hoy en día los mitos griegos son desconocidos incluso por los lectores cultos y es preciso conocer la versión tradicional para valorar el giro que imprimes al asunto. Y no era cuestión de encabezar el libro con un pequeño tratado de mitología ni advertir al lector que debe acudir a los libros o a internet para ponerse al día. Por otro lado, estás cansado de que lo que escribes no interese a nadie tanto como para gastarse unos euros en comprar tus libros. Así que vas a ir poniéndolos en este blog. Y que los lectores sean comprensivos.

ISMENA
Nunca resultó fácil ser hija de Edipo. Interpretad esta primera frase como una excusa, si queréis. La he usado en innumerables ocasiones y siempre fue recibida por quienes la oían con un gesto de asombro, al que seguía el horror y, finalmente, la compasión. Nunca fue fácil haber sido hija de un padre incestuoso, del que era, al mismo tiempo, hermanastra. Tampoco lo fue soportar sobre mis hombros la maldición que los dioses habían decretado sobre mi padre y sus descendientes. Creedme que no resulta sencillo intentar comprender la razón de esa permanencia de la culpa más allá de las vidas de sus perpetradores. Pero no es tarea de un mortal someter a razones la voluntad de los dioses y no seré yo quien encabece la fila de los que pretenden poner en cuestión la mente de los inmortales. Yo menos que nadie, como podréis comprender. Porque los dioses no me concedieron el empuje de mi hermana, ni la ambición de mis hermanos y menos aún la dignidad de un padre que, al ser consciente de su destino, emprendió el camino por el sendero más áspero y decidió seguirlo sin reproches a nada ni a nadie. Ni siquiera mi madre dejó en mí rastros de su coraje al suicidarse. Ninguna de esas cualidades me adornó mientras pisaba la tierra de los vivos. No obstante, algo dejaron caer sobre mis hombros los dioses; pero hay discrepancias sobre su aspecto. Quienes se sienten solidarios con mi peripecia sostienen que fui símbolo de lo razonable, de lo comedido; que mis palabras y mis actos eran la manifestación de un espíritu realista y equilibrado. Almas bondadosas, sin duda, pero equivocadas. El sello que estaba impreso sobre mi corazón era el baldón de la cobardía. Otros lo han visto así y lo han expresado, aunque hayan tenido que enfrentarse con esa visión embellecida que cree ver los tiempos antiguos orlados de hermosos tejidos donde la sabiduría, el valor, la gallardía y la belleza se entretejen en una tela coloreada de los más armónicos tonos. No fue así, por más que la imaginación de las generaciones posteriores adornaran de comprensibles ornamentos la realidad de nuestros viejos días, tan agónica y llena de zozobra como los de las infinitas generaciones de mortales que se han sucedido y se sucederán hasta el incendio final del ciclo que vivimos. Mi realidad era tan elemental como la de cualquier otro, aunque se viera rodeada de circunstancias extremas. Y mi respuesta fue la cobardía ante la decisión de mi hermana Antígona. Mientras vivió mi padre, cumplí con mis obligaciones de hija y lo acompañé hasta su muerte. En esa labor no era necesario hacer gala de cualidades sobresalientes. Es fácil para una hija amar a su padre. La única virtud que debe mostrarse es la paciencia. Nada de arrojo, ni de empuje; nada de iniciativa, ni previsiones. Sólo se espera de una que obedezca los deseos del anciano a cuyo lado pasas los días y las noches. Se espera que te muestres dócil y aceptes con resignación las veleidades de quienes, al ver cercano su final, creen compensar la despedida con un retorno imposible a los días de la infancia. Ser una hija amorosa con un padre es más fácil que enfrentarse a la muerte ante alguien poderoso. Sobre todo, si pensamos que el resultado final de las atenciones filiales es la liberación en el momento de la muerte de quien provoca los desvelos. En cambio, cuando uno se enfrenta al poderoso, el resultado final es la propia desgracia, la propia muerte. Y en ese momento creí que ya había sufrido bastante. Mi vida había sido una peregrinación desde que aquel infausto día que mi padre fue consciente de la trampa que los dioses le habían tendido y decidió aceptar sus consecuencias. Marchábamos de un lugar a otro mientras en Tebas mis hermanos se peleaban alrededor de un trono mancillado por la infamia y la desdicha. ¿Debía yo perecer junto a mi hermana en razón de una historia llena de agravios a los dioses y a los hombres de las que no era responsable? El objeto de la lección de los dioses era mi padre. En él quisieron dar a entender a los mortales su insignificancia y sus admoniciones para que siempre tuvieran presentes en sus almas quiénes gobiernan el mundo. Edipo fue quien debía sobrellevar en sus hombros el peso de la educación del género humano. Bastante hice con cuidar de su alma y de su cuerpo hasta que expiró y dejó de arrastrar sobre la tierra su miserable condición de ser vivo. En cuanto a Etéocles y Polinices, mis hermanos, maldito sea el día en que nacieron. Allá ellos con sus ambiciones, con sus deslealtades, con sus rencillas, con sus conjuras, con ese amor desmedido por la sangre que comparten con todos los varones. Yo nos soy como ellos. Primero, porque soy mujer y no entiendo de combates, ni me interesan los cadáveres de los enemigos ni los placeres de quienes se sienten superiores. Segundo, porque haber nacido mujer es irrelevante para el hecho de no sentirme obligada a respetar unas normas que proceden de aquellos que han convertido mi vida en un suplicio. Si los dioses ordenan que los muertos sean enterrados, que cumplan esas leyes quienes consideran oportuno obedecerles. Por nada arriesgaría mi vida para enterrar a un ambicioso y cumplir así unos preceptos que difícilmente pueden ser justos cuando provienen de quienes en modo alguno se han comportado justamente. Al fin, mi destino fue el mismo que padecen todos los mortales. En el Hades no hay diferencia entre quienes han sido honrados y quienes han sido criminales. Y no creáis a aquellos poetas que en algún momento de sus obras pusieron en mi boca unas palabras de compañía para mi hermana. Nunca fue mi voluntad hacerme responsable con ella de transgredir el decreto que mi tío Creonte había promulgado. Jamás lo hice. Para aquellos viejos escritores la cobardía era algo tan inconcebible que debía adornar mi papel en su obra con un toque de gallardía, de solidaridad con mi hermana, tan llena de ceguera, tan soberbia. Cuando reconoció su delito, yo, que estaba a su lado en el salón del palacio, aseguré que nada tenía que ver con el hecho, que todo había sido invención y obra de Antígona, que yo estaba en mis aposentos del palacio tejiendo, labor propia de mujeres. Y puse a los pies de Creonte la tela que estaba elaborando para un peplo que deseaba vestir durante los festivales en honor de Cadmo, el fundador de Tebas, el antepasado de Creonte y de nuestra familia. Antígona me miró con una sonrisa. Nada hubo se reproche en su mirada, sino de comprensión. Por eso la admiré siempre y la quise. No por ser la heroína de quienes piensan que los dioses están antes que los poderosos de este mundo, sino porque, en medio de su soberbia, de su obstinación, de su infructuoso valor, ardía una llama de amor y de comprensión hacia las debilidades humanas. Así murió, agitadamente, como murieron todos los de la estirpe de Edipo, salvo yo. Mis días se apagaron plácidos en mis aposentos del palacio de Tebas y no quise tener hijos para que la maldición de los dioses no tuvieran carne en la que cebarse nunca más. La ancianidad y la muerte llegaron como una ligera brisa en ese verano con sol despiadado que es la vida. Pensad, decid y haced lo que se os antoje, porque no me importa. Poco puede impresionar ni en la vida ni en la muerte a la que fue hija de Edipo, que vivió como una cobarde, pero murió anciana y en paz.