jueves, 29 de abril de 2010

34.

Siempre te sedujo el mensaje del Buda. No puedes recordar cuándo entraste en conocimiento por primera vez con sus palabras. Hay rastros en tu memoria. Tras unas huellas imprecisas en tu pasado, eres consciente de una película llamada en español El pequeño Buda, dirigida por Bernardo Bertolucci y de un libro de Daisetz Teitaro Suzuki titulado El zen y la cultura japonesa. La primera es una mala película muy bien realizada. La historia es inverosímil y fantasiosa, pero la vida del Iluminado, entreverada en la trama contemporánea, es mucho más aceptable. De la primera vez que la viste recuerdas la imagen del lama, evocado tras su muerte, recitando el Sutra del Corazón. Las lágrimas estuvieron a punto de brotar en tus ojos. Sentiste que en aquellas frases se encerraba el sentido del que carecía tu vida. Luego, diste con libro de Suzuki a través de una crítica que, te parece recordar, firmaba Luis Racionero en el suplemento cultural del ABC. Te lanzaste a comprarlo y a leerlo con una pasión poco budista. Y quedaste enganchado en el aroma del budismo zen. Otra cosa es que tu espíritu, tan descreído y abúlico, haya cedido a la desidia y no se haya dejado seducir definitivamente por la senda que conduce a la iluminación.

El pequeño Buda (Little Buddha), 1993. Dir.: Bernardo Bertolucci.
Daisetz T. Suzuki, El zen y la cultura japonesa, Barcelona, Paidós Ibérica, 1996.

miércoles, 28 de abril de 2010

33.

Una vez asististe al recitado del Sutra del Corazón en el dōjō, el sitio específico donde tienen lugar las sesiones de meditación. El sutra es recitado en esa particular lengua litúrgica y literaria que han edificado los japoneses pronunciando a su manera los ideogramas chinos. Te pareció en ese momento una ceremonia absurda. Tu mente occidental necesita entender lo que se habla, máxime si estás en un lugar y en un momento en que lo trascendente intenta penetrar en la inmanencia de tu realidad. Influyó, crees, en esta impresión tuya la aversión hacia el latín que se abatió sobre la Iglesia Católica a partir del Concilio Vaticano II. Tú, a pesar de tu amor por las lenguas clásicas, fuiste partícipe de esa renovación por cuanto el momento de ese concilio es el momento de tu mayor fe. (No te sientas molesto porque de nuevo aparezca tu antigua religión en escena. Tu formación es católica, ya lo sabes, y esa circunstancia nada puede modificarla. Instintivamente, todo lo ves desde esa lente y hasta que no tomas consciencia de la forma en que ella configura los ojos de tu alma, no puedes desecharla y tomar otra que te guste más.) El Sutra del Corazón lo conocías antes de aquella mañana. Desde que tuviste conocimiento de él por primera vez, te marcó. Sentiste gravemente ilógico renunciar al sentido profundo que esas palabras tienen justo en el lugar donde mejor se recoge la herencia del Buda Shakyamuni. Una de las asistentes te aseguró que no importaba desconocer su significado, que sólo recitarlo tenía efectos beneficiosos para el espíritu. Tenía la mirada perdida y hablaba como si morara en otra dimensión, extremos que te hicieron recelar aún más de ese rito. Seguiste pensando que esa adhesión a los viejos rituales ya superados en Occidente era poco menos que una cerrilidad de los seguidores del zen. A ti el Sutra del Corazón te sugería un abismo donde la oscuridad se volvía luz y el desasosiego, liberación. Por eso, antes de aquel día lo habías memorizado y pronto en la noche, como un trasunto de aquellas viejas oraciones cristianas que te enseñaron a rezar antes de dormir, empezaste a recitarlo en tu interior. Sin embargo, al poco tiempo de emprender ese culto privado, te descubriste salmodiando en tu interior un texto que había perdido todo sentido. El impacto del primer choque con el sutra había desaparecido y su magia estaba disipada. Estabas realizando la misma acción con la misma disposición que mostrabas durante el rezo de aquellos interminables rosarios, que debías seguir junto con tus compañeros todas las tardes a las cuatro durante el mes de mayo en el colegio religioso donde pasaste tus primeros años escolares. Te diste cuenta de que la repetición continua de una frase o un texto (y las oraciones son textos) en tu propia lengua acaba por hacerles perder el sentido. Las palabras suenan huecas y dejan de comunicar. Por tanto, es mejor de entrada afrontar el sonido extraño de unas palabras sagradas que han de ser repetidas continuamente y cuyo sentido exacto es desconocido. Es mejor eso que acabar perdiendo el significado de unos textos que sí pertenecen a tu propia lengua. Esto último es descorazonador; lo primero es, simplemente, un rito. Encontraste, entonces, un argumento mejor que el de aquella etérea seguidora del zen y de paso diste con otra justificación para el mantenimiento de las lenguas litúrgicas, vivas en su momento, pero que fenecen incluso para los devotos con el paso del tiempo. Del mismo modo que rezar en latín sin entender el contenido de la oración, recitar el Sutra del Corazón en esa lengua inventada tiene su sentido. Cada doctrina, luego, justifica con argumentos abonados en sus propias tradiciones los motivos del mantenimiento de esas lenguas; pero tu argumento es también válido. Al final, recordar de vez en cuando el sutra en tu lengua y enriquecerte con su contenido gracias a esa tarea intelectualmente consciente es mejor que perder su profunda significación repitiendo sus palabras miles de veces hasta que dejen de sonarte a nada. Para las ceremonias que tienen lugar a diario, bienvenido el Hannya Haramita Shingyō, con sus sonidos incomprensibles. Igual que el Pater noster qui es in cœlis.

lunes, 26 de abril de 2010

32.

No te gusta la novela negra. Sin embargo, eres fiel a las entregas de Lorenzo Silva. La última, una novela titulada La estrategia del agua (Barcelona, Destino, 2010). Has leído todas las que lleva publicadas con esos dos guardias civiles llamados Bevilacqua y Chamorro de protagonistas. No puedes enjuiciar esta última desde el punto de vista del género. Te falta la experiencia de lector. La has leído (como las anteriores) porque el estilo es tan ágil; los diálogos, tan jugosos; la visión de la vida, tan amarga, pero no desesperanzada. El brigada es como uno de esos viejos vaqueros del Oeste que han sido derrotados por la vida, pero no por la ruina de los valores. Incluso gana, porque tiene el sarcasmo, el sano cinismo del desencantado aún a flote. A duras penas, pero a flote. Es una perfecta versión hispánica del viejo Sam Spade de Hammett, adaptada a nuestro entorno. Silva te da, como buen escritor, una visión certera de la España actual. Como no eres un gourmet de la novela negra, te da igual que la trama sea algo previsible y que, a tu corto juicio, la investigación policíaca esté orientada desde el inicio hacia un final poco sorpresivo. Da igual. Lo mejor es el estilo y la crítica a esa moderna Inquisición que ha sustituido los viejos dogmas por una nueva ortodoxia cuyos transgresores son condenados a la hoguera de la autocensura temerosa, la muerte civil y la marginación social.

sábado, 24 de abril de 2010

31.

Homero no es un filósofo que articula un pensamiento lógico para erigir un edificio armónico y coherente. Tampoco es un lírico que nos enseña su corazón y sus pasiones, que nos revela en primera persona el contenido de sus aflicciones y sus alegrías o que, en el menos comprometido de los casos, se dedica a elogiar los triunfos deportivos de los atletas. Homero no es un dramaturgo que debe condensar, consciente y reflexivamente, en el escueto marco de una obra limitada en lugar, tiempo y acción un conflicto de intereses en los que está en juego la propia vida de algunos de los personajes. Tampoco es un historiador que se somete voluntariamente a las exigencias de la búsqueda de lo que realmente aconteció y de lo que realmente se dijo en el transcurso de las numerosas guerras que mantuvieron los griegos entre sí y con los déspotas vecinos que deseaban dominarlos. Homero es un poeta épico, ni más ni menos, es decir, la quintaesencia de todo lo dicho antes. Él es germen del que nace toda literatura.

viernes, 23 de abril de 2010

30.

Mientras las reflexiones de ayer hieren tus ansias, surge ante ti la figura de ese griego que vivió en Alejandría, descendiente de una estirpe entreverada de milenios. Un reseco funcionario que de noche se transfiguraba en una epifanía de la belleza. Escribió poemas y amaba a los muchachos y, entre tanto, apremiaba las gotas finales del vino amargo de la vida. Constantino Kavafis te llenó de estupor con aquellos versos sobre su vieja historia y sobre la vieja historia de Grecia. Más te atrajo porque nunca despreció aquellos siglos que veías olvidados en las aulas universitarias donde se marchitaban tus sueños. Amó a Grecia desde los laureles de los viejos mitos hasta las teselas de los mosaicos de las iglesias bizantinas. Kavafis, un hombre tan del sur como puede serlo un griego de Egipto, te deslumbra con sus versos durante esas acometidas de las sombras y tus amagos de huida. El poema se titula La ciudad:

Dijiste: “Iré a otra tierra, iré a otro mar.
Otra ciudad habrá mejor que esta.
Cada intento mío es una condena escrita;
y está mi corazón –como un cadáver- muerto.
Mi pensamiento permanecerá así siempre en medio de esta languidez.
Adonde vuelvo mis ojos, adonde mire,
en este sitio veo las negras ruinas de mi vida,
donde tantos años pasé y agoté y perdí”.
Nuevos lugares no hallarás, no hallarás nuevos mares.
La ciudad te seguirá. Volverás a las mismas
calles. Y envejecerás en los mismos suburbios;
y en las mismas casas se volverá cano tu cabello..
Siempre llegarás a la misma ciudad. Para otros lugares –no albergues esperanzas-
no hay barco, no hay camino.
Así, la vida que agotaste aquí
en este minúsculo rincón, la perdiste en toda la tierra.

Ante esta sabiduría destilada por los siglos, ante este conocimiento envejecido en los odres del espíritu griego, el más humano entre los humanos, tus anhelos se desvanecen como se desvanecían las sombras en el Hades cuando despedían a los viajeros que, rompiendo la ley, atravesaban las puertas del infierno y visitaban a sus moradores. Tu ciudad siempre irá contigo allá donde te muevas y el equipaje de sombras será el peso muerto que soportarás sobre tu espalda hasta el día en que cierres los ojos para siempre, sea donde sea el lugar en el que esto suceda. Aunque sea una ciudad en el sur.

Traducción propia de Κ.Π. Καβάφης, Ποιήματα A’, Ἴκαρος, Ἀθῆνα, 1980, página 15.

jueves, 22 de abril de 2010

29.

Cuando el muro de los días se derrumba sobre tu melancolía, reincide el fantasma de la huida. Piensas que todo sería diferente en otro lugar, lejos de la indolencia de este sur que te asfixia. Durante esos instantes imaginas que tu vida sería mejor en otras tierras, en el norte, siempre en el norte, donde el sol no te atacara con los arpones de sus rayos. Se te atojan las ciudades donde las gentes no griten, ni los coches sean tan ruidosos, ni las calles resuenen a chatarra cuando tus pasos las traicionen con el deseo de cambiarlas por otras más limpias. Sueñas con cielos grises enseñoreados por la presteza de las nubes, con puertos donde los barcos aguarden dignamente el silencioso trajinar de marineros adustos, pero leales. La tristeza del norte en otoño te subyuga y la seriedad de quienes moran entre los témpanos de sus jornadas te parece lo más cercano que pueda existir al paraíso. Los nombres de lugares llenos de extrañas consonantes, de vocales redobladas con aditamentos en sus cuerpos resuenan en tus ojos cuando lees en el mapa su presencia. El norte, siempre el norte con su dignidad y su tristeza en invierno, con sus estallidos y alegrías en verano. Noches eternas y días interminables, lluvia, nieve, nubes, abrigos, gorros, el calor del hogar y de las cafeterías. Silencio, calma, tranquilidad, frente al desaforado vitalismo de este sur hipócrita, poblado de chamarileros que pretenden venderte su insolencia escondida bajo la superficie de una espléndida franqueza. Te irías, sin duda, te escaparías a una de esas ciudades del norte y, entonces, tu vida cambiaría. No volvería a sorprenderte esa negra sombra que te acecha para herirte con su zarpa cuando crees que se ha marchado para siempre. Adiós a la humanidad chabacana y mugrienta, adiós a los días de rabia y dientes apretados.

martes, 20 de abril de 2010

28.

Las palabras saltan en la Odisea (IV 259-266), en boca de aquella Helena que conforme a las leyendas levantó debido a su proceder la conmoción más grande vivida en el Mediterráneo oriental durante el segundo milenio antes de Cristo. Los griegos han tomado Troya, la ciudad arde, los hombres perecen, las mujeres troyanas se lamentan y lloran el destino que les espera. Sin embargo, la adúltera dice:

“(...) αὐτὰρ ἐμὸν κῆρ
χαῖρ', ἐπεὶ ἤδη μοι κραδίη τέτραπτο νέεσθαι
ἂψ οἶκόνδ', ἄτην δὲ μετέστενον, ἣν Ἀφροδίτη
δῶχ', ὅτε μ' ἤγαγε κεῖσε φίλης ἀπὸ πατρίδος αἴης,
παῖδά τ' ἐμὴν νοσφισσαμένην θάλαμόν τε πόσιν τε
οὔ τευ δευόμενον, οὔτ' ἂρ φρένας οὔτε τι εἶδος.”
τὴν δ' ἀπαμειβόμενος προσέφη ξανθὸς Μενέλαος:
“ναὶ δὴ ταῦτά γε πάντα, γύναι, κατὰ μοῖραν ἔειπες.”

“(…) en cambio mi alma
se alegraba, porque ya mi corazón me empujaba a volver
de nuevo a casa, y lamentaba la ceguera a la que Afrodita
me indujo, cuando me llevó hasta allí desde la amada tierra de mi patria,
alejándome de mi hija, de mi lecho y de un esposo
que en nada desmerecía a cualquier otro ni en temperamento ni en aspecto.”
Y, respondiéndole, le dijo el rubio Menelao:
“Sin duda que todas esas palabras, mujer, las has expresado de forma cabal.”

Resulta ahora que ese movimiento general que atravesó las tierras de Grecia no tuvo por causa más que la ceguera provocada por una divinidad caprichosa. Tanto sufrimiento, tanto esfuerzo, tanta muerte provocada por una mujer que dice abiertamente no ser responsable de lo que ocurrió. Y su esposo, aquel que en su despecho arrastró tras sí toda la marea de combatientes y todo el oleaje de terror que asoló aquella Troya maldita y humeante después del asalto final, ese esposo reconoce que su alocada mujer había dicho palabras conformes a lo que el destino tiene marcado para cada mortal. Te sonríes. Son increíbles estos viejos griegos, estos viejos griegos tuyos. Sin embargo, nada te empuja a dudar de la inocencia de esa antojadiza Helena. Quizá, como todo mortal, no fuera sino víctima de una pasión producto no de un fantasmal libre albedrío, sino de su composición neuronal.

sábado, 17 de abril de 2010

27.

Te has leído con entusiasmo El nicho de la vergüenza, de Ismaíl Kadaré. Sabías de este autor desde hacía tiempo, pero no te habías adentrado en sus páginas aún. Lo viste en una estantería de la sección de libros de unos grandes almacenes. Es una edición de bolsillo, argumento imbatible a la hora de echar mano a la cartera y adquirir ese ejemplar y otro, llamado Crónica de piedra. Tardaste algo en arrancar, pero resististe el impulso se abandonar. A estas alturas de tu vida no tienes reparos en desechar los libros que te resultan enojosos, aunque sean de alguna de las vacas sagradas. Te ha pasado con James Joyce (el Ulises, of course) y con Juan Carlos Onetti (Tierra de nadie). Pronto te diste cuenta de que era un visión certeramente original de un episodio histórico: la rebelión del bajá Alí de Tepelena (o de Yoánina) contra el Imperio Turco y su derrota con decapitación incluida. El hecho es relatado desde el punto de vista de diferentes personajes implicados, aunque todos giran en torno a una especie de nicho que en una plaza destacada de Estambul recoge las cabezas cortadas de los traidores al Imperio para que sirvan de escarmiento. Por exigencias de la política, el nicho acabará albergando las cabezas del traidor y de quien lo venció, el bajá Hurshid, acusado falsamente por el sultán de haberse quedado con parte del tesoro que el renegado escondía en su fortaleza. El estilo es exacto, de una riqueza contenida. La novela está centrada en reflexión sobre la veleidad del poder y la intrascendencia de todo lo humano. Libro delicioso, al fin, y que te ha depositado a Kadaré sobre un pedestal en el que esperas mantenerlo con la lectura de sus demás libros traducidos al español. Aire fresco frente a esa literatura asfixiante que aterra las páginas de tantos libros emborronados en español, en inglés, o en francés. Transcribo un fragmento en el que, extrayendo la anécdota de la novela, se transparenta la labor a vida o muerte en que se convierte con frecuencia la tarea de escribir: Una mañana, un labriego de la provincia Seis fue encontrado de bruces en el suelo de barro de su choza con la ropa rasgada, los cabellos arrancados y heridas en el rostro producidas por sus propias uñas. Todavía estaba vivo, pero no acertaba a dar ninguna explicación acerca de la causa de su proceder. Poco después lo intentó, mas, si la explicación era confusa para él mismo, todavía resultaba menos inteligible a los oídos de quienes lo escuchaban. Pero más o menos se llegó a colegir que el hombre había pasado la noche en un largo combate consigo mismo, y que había sido una pelea terrible, igual que si hubiese luchado contra sus propios pulmones, sus nervios y sus venas. Según trataba de explicar, se había batido con las palabras del idioma, que eran pesadas y horribles en su arraigamiento; él había tratado de arrancarlas de sus basamentos para alinearlas de un modo nuevo, pero era difícil, oh, qué difícil, gemía, mostrando las uñas ensangrentadas, medio destrozadas. Oh, era imposible, casi acaban conmigo, y mostraba las señales en el cuello. La gente escuchaba, después se encogía de hombros y partía cabizbaja. Venían otros y observaban al hombre, que agonizaba sin llegar a contar quién le había herido, y partían también ellos, como los anteriores, suspirando. Eran incapaces de comprender que por primera vez, casi doscientos años después de que hubieran desaparecido sus últimas baladas, aquel hombre había tratado de componer una.

(Ismaíl Kadaré, El nicho de la vergüenza, trad. Ramón Sánchez Lizarralde, Madrid, Alianza Editorial, 2001, páginas 171-172)

martes, 13 de abril de 2010

26.

El Buda histórico pensó primero en los monjes. La esencia del budismo sólo se puede experimentar entre los muros y los jardines de un monasterio, donde la regla se enseñorea y lo inesperado no tiene lugar. En el monasterio no es necesario pensar, sino sólo actuar día a día conforme al plan que otros han pensado hace siglos para el iniciado. Allí no hay peligro de apegos ni de deseos. No veo cómo, a pesar de todo lo que dicen y escriben los maestros budistas, se pueda aplicar plenamente esta doctrina a la vida laica, al desorden de las jornadas en el mundo y a la zozobra de sus noches. Y tu sospecha: los budistas que no están consagrados son una sombra vacilantes tras los pasos del Iluminado. Kenko Yoshida, tu admirado asceta, te lo recuerda en su parágrafo 58: Hay gente que dice: “Con tal de que uno viva fielmente y cumpla con los preceptos de la fe, poco importa el lugar en el que uno resida. Bien puede uno tener familia, mezclarse o alternar con la gente, sin que esto sea impedimento para practicar la oración y rogar por la gracia de renacer en el Paraíso”. Sin embargo, los que dicen esto no tienen la menor idea de lo que es la otra vida. No saben que las cosas del mundo son finitas. Si tú quieres librarte de los engaños y pasiones de esta vida, ¿cómo podrías tener interés por las cosas, servir desde la mañana a la noche a un amor y preocuparte por tu familia? Y si es verdad, como lo es, que en nuestro corazón se refleja todo lo que nos rodea, difícilmente podremos dedicarnos a la práctica de la virtud si no vivimos en un lugar tranquilo y apacible.

(Kenko Yoshida, Tsurezuregusa. Ocurrencias de un ocioso, trad. de Justino Rodríguez, Madrid, Hiperión, 2009, pág. 66)

lunes, 12 de abril de 2010

25.

A la hora de hacer balance de tu vida, esperas que determinados pasajes hayan justificado sus días. Antes del desastre, solías ir a recoger a tu hija al colegio. El lapso de tiempo abarca, aproximadamente, desde los tres años a los siete. Durante cuatro años estuviste saliendo de casa a las cuatro y cuarto de la tarde, recorrías algunas calles del centro de Sevilla con un libro bajo el brazo y accedías al patio central de aquel edificio construido al estilo tradicional sevillano donde te sentabas a leer. Era la ceremonia de la espera. Cuando daban las cinco, el rebullir de la chiquillería comenzaba a elevarse entre los solemnes muros y ella bajaba de su aula con la mochila en las manos, mirándote con una sonrisa. Luego, emprendíais el camino de vuelta. Insistía con frecuencia en el autobús. A veces, se ponía espléndida y solicitaba un taxi. Pero en veinte minutos de paseo, la casa estaba al alcance. En ocasiones accedías, pero cuando el trayecto era a pie, se producía el milagro. Había una librería en el camino de regreso. Pronto ella adoptó la costumbre de entrar a curiosear. Nunca crees que se borre de tu memoria su imagen, sentada en el suelo, con las piernas cruzadas trasteando en la estantería baja donde el librero había depositado (sabia decisión) los libros infantiles. Allí pasaba un buen rato y, al cabo, salíamos con algún libro. No siempre, porque el presupuesto lo impedía; pero sí con frecuencia. Pasado el tiempo, los dependientes de la librería Reguera se acordaban de ella. No te extraña. Parejo a su recuerdo va el sentimiento de orgullo, de tarea cumplida, de plenitud vital que te embargaba al verla, tan pequeña, tan poquita cosa, ojear con pasión aquellos libros infantiles. A veces crees que, con todas sus amarguras, la vida te da alguna recompensa que en su aparente nimiedad las supera con creces.

domingo, 11 de abril de 2010

24.

De acuerdo con el Buda Shakyamuni, ser es sufrir. Consecuentemente, para no sufrir, lo adecuado es no ser. El no sufrir es el no ser. Vivir como budista es vivir como si no se viviera; de este modo, el dolor que lleva anexo el simple hecho de existir se reduce a la nada. Justamente a la nada.

jueves, 8 de abril de 2010

23.

Los que hemos imaginado alguna vez la presencia de Dios, nunca olvidamos su marca. Los que hemos luchado por mantener su señal en nuestros corazones, los que lo hemos buscado entre la tinieblas del lado oscuro de la vida y hemos creído albergarlo dentro de sus rincones, jamás nos desharemos de sus huellas. Los que hemos combatido cuerpo a cuerpo, como decía Blas de Otero, con su sombra, sin que, finalmente, hayamos podido apoderarnos de sus contornos esquivos, siempre estaremos heridos por la presencia de un hueco que nada llena:

Luchando cuerpo a cuerpo con las muerte,
al borde del abismo estoy clamando
a Dios. Y su silencio, retumbando,
ahoga mi voz en un vacío inerte.

Oh Dios. Si he de morir, quiero tenerte
despierto. Y noche a noche, no sé cuándo
oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando
solo. Arañando sombras para verte.

Alzo la mano, y tú me la cercenas.
Abro los ojos: me los sajas vivos.
Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas.

Esto es ser hombre horror a manos llenas.
Ser –y no ser- eternos, fugitivos.
¡Ángel con grandes alas de cadenas!

(Blas de Otero, “Hombre”, Ángel fieramente humano, Buenos Aires, Losada, 1973, página 41)

Probablemente, buscarás el resto de tu vida una materia gaseosa y etérea con que rellenarlo. Ninguna otra, porque la añoranza de lo volátil sólo se mitiga con un vapor tan ligero o más que el añorado. Desde que un día de tu primera juventud aceptaste con una mezcla de resignación y de libertad que, seguramente, Dios no era sino una entelequia muy bien ideada por el inconsciente humano, tu vida se ha desenvuelto con altibajos durante los que recaías en su persecución o renunciabas a la misma con alivio. No crees en naciones ni ideales dignos de justificar una vida. Todo lo más, crees en personas concretas que te quieren y a las que quieres. Nada más. Has intentado llenar ese vacío con creencias políticas en algún momento, con vocaciones o con incursiones en otros cultos. Pero estás señalado por una incredulidad brotada de aquel momento de clarividencia y nada puede ya convencerte de que exista algo trascendente. Te quedarás, por tanto, con tu hueco lleno de vacío y, de vez en cuando, cuando la vida apriete tus entrañas con su lado oscuro, echarás de menos el viejo consuelo y envidiarás levemente a los engañados, a quienes no han visto la verdad y siguen dulcemente envueltos en los algodones de la mejor idea que nunca ha engendrado la mente humana. Por más que sea mentira.

miércoles, 7 de abril de 2010

22.

En medio de la noche, cuando los fantasmas acechan un sueño que no acude, piensas en la muerte. Aunque la vida te resulta costosa, hay detalles que te la hacen atractiva. Las personas que amas y te aman, la literatura que te apresa, la música que te seduce, el cine que te atrapa, los momentos de luz y los de sombra en ese trocito de campo que posees, los minutos de meditación en perfecta concentración y tantos otros que ahora no recuerdas. Cuando estés muerto nada de estos acordes sonarán en la caja de resonancia de tu espíritu. Y te viene a la memoria la imagen de las almas en el Hades. Esa muerte se te antoja deudora de la visión en la que los fallecidos son sombras que añoran los placeres perdidos de la vida. Pero la muerte no es así. Cuando no seas nada, nada añorarás. No te acordarás de ningún placer, como tampoco de ningún dolor. Es absurdo que te apenes por algo que nunca se dará. Algo te calmas, aunque el sueño siga resistiéndose a la visita. Epicuro tenía razón.

martes, 6 de abril de 2010

21.

En tus intentos vanos por escribir literatura se editó milagrosamente un libro de relatos breves que pasó sin pena ni gloria. No le echas la culpa a los demás, sino a ti mismo. No eres un buen escritor. Y punto. Pero en ese libro pusiste tu alma y uno de los cuentos está dedicado al emperador Marco Aurelio. Sospechas que nadie, de los pocos lectores que lo tuvieran a su alcance, se haya dado cuenta del auténtico protagonista de estos pensamientos y de la atracción que Viena ejerce sobre ti:
Vindobona
Cada uno eligió dónde quedarse. Yo elegí quedarme aquí. Ocupo este lugar desde hace tiempo, mucho tiempo,en una dimensión que es ajena a los demás. Ellos miden los segundos y los siglos de un modo diferente. Tienen un marco reducido en su hálito de vida y esta circunstancia los somete a un estricto cálculo de las horas. Mi espacio es mucho más amplio. Tanto que ya dura casi dos milenios. ¿En cuántas ocasiones he tenido la oportunidad de detenerme a la orilla de este río inmenso y pensar cientos, miles de veces en las circunstancias de esto que no me atrevería a llamar existencia? Una cuenta absurda. A este espacio temporal lo acompaña mi ciudad inseparablemente. La he visto crecer lenta a lo largo de los tiempos, transformarse de un simple campamento militar en una ciudad cada vez mayor. He visto pasar por sus calles gentes con toda clase de vestimentas y de aspectos, aunque sus corazones han sido siempre los mismos y sus pasiones no han variado de aquéllas que conocí cuando respiraba el aire. En aquellos tiempos apenas era un montón de barracones, tiendas de campaña y una empalizada donde flotaban los estandartes y donde el águila de Júpiter proclamaba la grandeza de mi patria. Al otro lado del río ululaban enjambres de seres envueltos en pieles, hirsutos en sus gestos y sus ansias. Cuando los dioses decretaron la inmortalidad decidí quedarme en este páramo de vientos y nieves, junto a estas aguas que son una metáfora de mi alma. Otros decidieron quedarse en otros lugares. Hasta que triunfó el Galileo y los viejos dioses optaron por retirarse. Desde entonces, los que me siguieron moran en su paraíso o en su infierno tal como creyeron en vida, incluidos quienes habitaron estas moradas con el pretexto de ser sucesores nuestros. Era cierto que los dioses sentían especial predilección por mi patria, si no jamás hubieran atendido los decretos de divinización que aquel rebaño de corruptos llamado Senado aireaba a los cuatro vientos cada vez que alguno de nosotros moría. Y preferí este lugar porque aquí terminé mis días como mortal y mis angustias también, mi permanente lucha contra mí mismo y contra la cara más sombría del mundo, mi busca en pos de esa razón que mis maestros, ingenuos, consideraban rectora de todo lo que existe. Cesé de mi función y descansé de mi destino. Cuando dejé de ser hombre, comencé a ser feliz.

(Esperando a los bárbaros, Astorga, Editorial Akrón, 2008, págs. 32-33).

lunes, 5 de abril de 2010

20.

La figura del viejo emperador Marco Aurelio, con barba cierta y melancolía imaginada en su rostro de patricio romano, fascina tu alma desde que tuviste noticia de su existencia. Modelo de gobernante, modelo de romano y modelo de estoico. Así es tu político ideal: romano y estoico, que es como hablar del deber, la austeridad, el honor, el orgullo por una tradición y la laboriosidad. Murió a orillas del Danubio en un campamento que pasados los siglos se convertiría en Viena, la capital del único intento pactado de la edad moderna europea para superar la gangrena de los nacionalismos. Su muerte suscita en ti los aromas de la amada historia de tu continente. La desgracia de su hijo y sucesor te llena de dolor y rabia. Melancolía imaginada dijiste porque parece ser que no fue tan melancólico y que las palabras que desgrana en esa obra, que otros han dado en titular Meditaciones, reflejan el rincón más reservado de su espíritu, no su porte como monarca, ni su labor como gobernante. De vez en cuando, te gusta releer a vuelapágina algunos de sus textos escritos en esa lengua que adoras y que siempre se ha resistido a los embates de tu amor.