jueves, 30 de septiembre de 2010

104.

Viendo los rostros de los deudos, el clima del tanatorio, el olor del hospital, el color del ataúd, las emanaciones del coche fúnebre, las palabras del cura, los pésames de los conocidos, el sonido del palustre sobre la placa del nicho o la inmensidad de la espera durante la incineración; vistos los trajes ya inútiles en el armario, las tazas, los platos, los botes en el cuarto de baño de quien no volverá a usarlos; vista la soledad que deja atrás aquella voz exiliada para siempre; visto todo ese marasmo de dolor y ceremonia, llegas a creer que eso de morirse hiere más a quienes se quedan que al que se ha ido.

martes, 28 de septiembre de 2010

103.

Fueron dos meses en coma, cinco meses sin poder levantarte de la cama y dos años y medio de lucha contra tu enfermedad, sus secuelas, la burocracia sanitaria y la incompetencia de la mayoría de los médicos. También fueron años de percepción de una realidad a cuyas espaldas habías vivido durante cuarenta y tres años. Y no sólo hablas porque tu experiencia acerca de los hospitales nunca había trascendido de una rápida visita a algún familiar o amigo enfermo, o la asistencia a alguna consulta externa para hacerte una prueba insignificante y rutinaria; también te refieres a la constancia de esa otra realidad que versa sobre la actuación del ser humano puesto en situaciones cruciales. En primer lugar, era tu propia situación extrema la que te hizo reaccionar y comportarte como nunca antes lo habías hecho; en segundo lugar, y es lo que ahora mismo te hace pensar, sacaste conclusiones sobre cómo los otros actúan ante alguien golpeado por la suerte de una manera tan despiadada. Tu consejo en estas circunstancias está muy claro: nunca te muestres vencido. No hay nada que los demás teman tanto como un ser humano aherrojado por la desgracia que renuncia a superarse. Un enfermo de cáncer, un parapléjico o tetrapléjico, una víctima de enfermedad degenerativa o de cualquiera de las innumerables maneras con las que la naturaleza se las ha ingeniado para reducirnos a la miseria física y moral, son personas que tienen la obligación del optimismo. Cuando te visitan durante ese trance, lo otros escudriñan tus ojos, tu boca, las arrugas de tu frente, los gestos de tus manos, tus palabras para comprobar que tienes el espíritu en alza y ganas de victoria, aunque sea imposible celebrarla. Si dejas escapar tu desesperación, si admites tu derrota, si te rindes, los demás dejarán de visitarte, hablarán de ti a tus espaldas con compasión o quizá rencor. Serás culpable de haberles puesto ante la difícil situación de experimentar una verdad costosamente aceptable o quizá de tener que balbucir palabras inconexas en las que no creen con intención de aplastar en tu cerebro las ideas de hartazgo y de cesión. Si les comunicas que eres imbatible, se sentirán felices, te considerarán un modelo y te admirarán con unas expresiones en las que se puede identificar el consuelo de que no son ellos los que sufren al tiempo que denotan el temor a que algún día les toque el sufrimiento. Sólo quienes más aman podrán soportar la incomodidad de bregar día a día con quien no puede hacerse el fuerte, pero ese amor es extremo. La tibieza no soporta el dolor ajeno y la gente odia que un cobarde les destroce la tarde.

lunes, 27 de septiembre de 2010

102.

Comienza a pasarte. Uno de estos sábados compraste un par de libros de bolsillo para poder tener cambio. Acababas de llegar a Sevilla y debías coger un taxi. No aceptan billetes de 50 €. Entraste en la librería de la estación de trenes y te llevaste dos de bolsillo. Baratos, sólo para justificar el cambio. Uno de ellos era de Arturo Pérez-Reverte, Cabo Trafalgar. Empezaste a leerlo inmediatamente y a las pocas páginas fuiste recordando que ya lo habías leído. No es la primera vez que te ocurre. Incluso dentro de tu biblioteca, hay libros que has leído y que se te han olvidado. Desde hace unos años les pones una señal a lápiz. Quizá la impresión mayor en este aspecto ocurrió cuando hace unos meses te acercaste a una edición que posees del Tratado teológico-político de Spinoza. Sentías curiosidad por conocer más profundamente el pensamiento del filósofo. Ante tu estupor, el libro se hallaba subrayado y comentado de tu propio puño y letra. Recuerdas que también Montaigne en uno de sus ensayos nota el mismo fenómeno. Es habitual entre gente que lee mucho, pero no deja de depositar sobre tu alma un poso de desolación ante la fragilidad de la memoria y la temida inutilidad de la lectura. ¿Si no recuerdas lo que has leído, para qué sirve leer? En todo caso, da igual. No dejarás de devorar páginas impresas por esa razón. El olvido de lo leído entra así en el depósito de las carencias que afligen al ser humano. Otra más. Por cierto, el libro de Pérez-Reverte, fabuloso. A pesar de haberlo leído y de que conforme avanzabas ibas reconociendo las escenas, te enganchó como la primera vez. ¡Qué ritmo, qué dominio de la lengua, qué pasión, qué lucidez, qué conocimiento del asunto! No los soltaste hasta que terminó. Te quedaste con el regusto amargo de todo lo que suena a España. Tan poco ha cambiado desde aquellas nefastas horas del 21 de octubre de 1805.

Arturo Pérez-Reverte, Cabo Trafalgar, Madrid, Punto de lectura, 2010.

sábado, 25 de septiembre de 2010

101.

Maravillosa novela de un autor cuyos libros ya conocías. Lo lees sabiendo la fama de la que está rodeado. Y no te decepciona. Es el relato de las experiencias de un gato al que sus amos ni siquiera le ponen nombre, tal es el desprecio que sienten por él. Asiste como testigo a las peripecias, elucubraciones, cálculos, torpezas, pasiones absurdas, aficiones atolondradas de un grupo de personas. La reunión está encabezada por un maestro, prodigio de fracaso no reconocido, personaje que desde el primer momento es caracterizado por el gato protagonista como un ser insulso, creído de su pose y completamente inútil. Sus amigos no le van a la zaga. Tampoco su familia, en la que sólo la figura de la esposa presenta algún rasgo que atrae la simpatía del lector. Los comentarios acerca de la naturaleza humana son jugosos y te sorprende que un libro escrito en los labores del siglo XX en un país lejano sea tan moderno en las apreciaciones del protagonista. Parece como si los trazos que aquel Japón de la restauración Meiji con su modernidad perpleja te devolviera, imagen en un espejo, la realidad que vives hoy en día. Fabuloso el libro, fabuloso; y buenas horas de diversión que has pasado leyéndolo.

Natsume Sooseki, Soy un gato, trad. Yoko Ogihara & Fernando Cordobés, Madrid, Impedimenta, 2010.

jueves, 23 de septiembre de 2010

100.

Les encanta, por el contrario, a tus contemporáneos la Odisea. Apenas hay adaptaciones al cine y a la televisión de la Ilíada; sin embargo, las de aquélla abundan. También esto resulta lógico. En la Odisea hay crueldad, pero menos. Su protagonista destaca por su astucia, no por su valor guerrero, aunque lo mostrase abundantemente en el canto dedicado a Troya. El tema es el del viaje y los personajes son más humanos conforme a la sensibilidad que corre por estos tiempos: Telémaco, el hijo leal que recorre el mundo buscando el rastro de su padre; Penélope, la esposa fiel que aguarda lustros y lustros el regreso de su marido; los compañeros de Ulises, tan inconscientes; las amantes del héroes, tan apasionadas; los pretendientes, tan ansiosos; los ancianos Laertes y Euriclea, tan dignos de compasión; hasta el perro Argos merece nuestra ternura. También el regreso de Ulises y el poema que lo narra te presentan el tinte de lo fantástico: el Cíclope, las Sirenas, los hechizos de Circe, el descenso a los infiernos, Escila y Caribdis. Un potpurrí que haría las delicias de tu mundo, si no fuera tan desdeñoso de lo antiguo y no precisara de adaptaciones que convirtieran en papilla nutritivos guisos. Vives una época blanda, como aquellas posteriores al siglo clásico de Atenas, durante la cual, precisamente, fue tomada como modelo la Odisea para escribir las primeras novelas de Occidente. Es una obra para gentes sin más valores que el hogar mullido donde aguarda el ser querido, aunque este objetivo sirva de excusa para demostrar la capacidad de supervivencia. Frente a la muerte con honor de la Ilíada y el camino hacia el Hades frío y lúgubre, en la Odisea el héroe sólo espera el calor del lecho junto a la esposa amada.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

99.

Del mismo modo que tu tiempo prefiere a Eurípides frente a Sófocles o a Esquilo, también pone delante de la Ilíada a la Odisea. No encajan en este momento las hazañas sangrientas de un puñado de héroes que veneran su honor por encima de cualesquiera otros marchamos. La guerra es el tema de la Ilíada y tus contemporáneos temen la guerra, cierran sus ojos ante esa realidad siempre latente, por más que se conjure su amenaza con intenciones biensonantes y propuestas de armonía universal. Tus coetáneos no odian la guerra, ni sienten un rechazo virtuoso frente a la violencia de las armas, sino que son prisioneros del pavor que la sola idea de la guerra provoca en sus entrañas. Son pacifistas a fuer de cobardes. Ante quienes los atacan, prefieren rogarles por favor que no les golpeen. No entienden, pues, tampoco que fuera el canto épico de las hazañas de Aquiles y la muerte de Héctor los que educaran las mentes de los griegos en la Antigüedad. Un erudito dijo que leer a Homero es adueñarse de la quintaesencia de lo helénico y con esta sentencia no hacía sino continuar un pensamiento que estaba enraizado en las mentes de los antiguos, para quienes todo estaba en Homero. De ese todo, cada época selecciona, como es privilegio de los clásicos, aquello que más acorde es con su espíritu. En estos tiempos la valentía en la batalla es locura; el valor es una variedad del crimen; el honor del soldado es una antigualla; la bandera es un trapajo y los cantos heroicos una amasijo de notas sanguinarias. Lo que ignoran tus contemporáneos es que la Ilíada fue modelo durante siglos no sólo porque familiarizaba a los niños con esa realidad cotidiana de su tiempo que era la guerra, sino también porque es un trasunto de la vida. La vida es una guerra que dura el plazo de tus días y que está salpicada de batallas continuas. Y del mismo modo que en el canto del rapsoda ciego, el final de esa guerra es la derrota. Porque la muerte es una derrota y Aquiles, al igual que Héctor, muere. El primero no fallece en escena, pero sus palabras recuerdan continuamente que su destino es perecer joven. El segundo cae en medio del desarrollo del canto épico. Como siempre, la enseñanza de la Ilíada es la misma que te señalan los viejos griegos: la única postura ante el destino humano es la dignidad. Cumple con tu deber como hombre y muere con dignidad. De esos que viven a tu lado, que ocultan la muerte a sus ojos, no puedes esperar otra actitud que aborrecer ese catálogo de batallas que es la Ilíada; o esa glorificación del oficio de las armas; o la falta de piedad que muestran unos frente a otros embebidos en un guerra que para más abundamiento en el absurdo fue provocada por un esposo cornudo, pero influyente, para vengarse de su esposa. Todo les parece anticuado y sin sentido a tus coetáneos en la Ilíada y no se dan cuenta de que la misma vida carece de sentido.

martes, 21 de septiembre de 2010

98.

Apareció hace once días en el suplemente cultural del diario El Mundo. Es la crítica de un libro de Pedro García-Trevijano titulado Dragones de la política, publicado este año en Círculo-Galaxia Gutenberg con prólogo de Mario Vargas Llosa. Es un bestiario (como lo califica el crítico) de personajes políticos relevantes por su aspecto majestuoso, imponente y ridículo, como afirma Vargas Llosa. Aparecen figuras como Simón Bolívar, el Papa Julio II o Hitler. Te quedas con este párrafo porque, realmente, te hace sentir hijo de tu tiempo, aunque sea a tu pesar: La galería comienza, como no podía ser menos, por el héroe más imponente de la Grecia clásica, Aquiles el de los pies ligeros. Habiendo tenido la fortuna de recibir un buen barniz de cultura clásica en el colegio, este personaje homérico, que Pedro García-Trevijano se niega a considerar puramente legendario, puebla los recuerdos de mi niñez, pero nunca lo consideré mi héroe. Como la mayoría de los lectores modernos de la Ilíada, supongo, yo siempre preferí a Héctor, un personaje mucho más humano que el irascible matador de hombres engendrado por la divina Tetis. Para ti también Héctor es el verdadero héroe de la Ilíada.

Juan Avilés, “Dragones de la política”, El Cultural, 10.09.2010, pág.21.
Pedro García-Trevijano, Dragones de la política, Barcelona, Círculo / Galaxia Gutenberg, 2010.

lunes, 20 de septiembre de 2010

97.

Otro relato.

NEPOMUCENO IBÁÑEZ

Ya ha habido varios Juan Nepomuceno Ibáñez en la familia. Hubo tatarabuelos, bisabuelos, un abuelo, un par de tíos y mi padre. Hay también algún sobrino por ahí tamborileando con el tintineo de consonantes y vocales que se enroscan en el dichoso nombre. Y estoy yo, otro de los diversos Nepomuceno Ibáñez que pueblan el orbe. El hecho de que no fuera yo el destinatario original del nombre de la estirpe no quita enjundia a un privilegio que se infiltra por cada poro de mi persona. El Nepomuceno de mi padre y de mi madre era su primer varón, nacido después de tres hijas en cuyos nombres no se reflejó la amargura que su retraso en aparecer había provocado porque fueron cristianadas bajo los nombres de María de la Alegría, María de la Esperanza y María de la Victoria. Claro está que entre nosotros debía haber un Nepomuceno Ibáñez, faltaría más, con ese orgullo de mi padre hacia la saga y su rancio abolengo de siglos. Era su primer hijo varón el que debía hacer fulgurar el sello y dar continuidad en esta rama a uno de sus tesoros más valiosos. Aquel Nepomucenito resultó ser inteligente, agraciado, simpático, cariñoso, dulce, equilibrado, ágil, honrado y mil cualidades más cuya enumeración agotaría el diccionario de la lengua española. Pronto dio muestras de su valía. Por las noches no lloraba después de mamar. Aprendió a andar rápidamente, y a hablar. En la escuela fue el primero. Las maestras lo adoraban y sus compañeros, lejos de envidiarlo y atormentarlo, lo erigían en líder del grupo. Destacaba en deportes, matemáticas, lengua, ciencias físicas, artes, historia, geografía y lenguas modernas (francés, inglés y alemán). Era un Nepomuceno Ibáñez de los que aureolaban con fulgor inexpresable el árbol genealógico de los Nepomuceno Ibáñez de toda la vida. Orgullo de padres, tíos y abuelos, tomaba té con delicadeza mientras contaba chistes llenos de donaire que hacían partirse las quijadas a la concurrencia. Adoraba los animales, especialmente los periquitos, y tenía siempre una jaula con una pareja que se reproducía sin problemas a pesar de su cautiverio, obsequiándole con innumerables crías que luego regalaba a parientes y amigos con la recomendación de un cuidado exquisito. Hubiera triunfado con las mujeres si no hubiera muerto a los once años asolando con su partida los corazones de toda la nepomucenería. Y claro, una vez repuesto del horror, mis padres, que aún estaban en edad de reproducirse, emprendieron de nuevo la búsqueda de otro Nepomuceno Ibáñez. Así nací yo, así fui bautizado y así fui comparado impenitentemente desde el primer día con mi difunto y homónimo hermano. Por esas continuas referencias al primer Nepomuceno pude enterarme de las cualidades que lo abrillantaban. Porque yo era retrasadillo, feúcho, antipático, arisco, agrio, inestable, torpe, tramposillo y mil defectos más cuya enumeración agotaría el escaso papel del que dispongo. Fui un prodigio de llantinas que derrumbó la paciencia de mis padres durante noches eternas. Resulté tardo en andar y hablar. Mi trasero calentó siempre el último banco en las clases, mis maestras me despreciaban, mis compañeros me torturaban sin piedad y nunca sobresalí en nada excepto en escaquearme de la escabechina general que se había decretado contra mí. Me costó trabajo salir adelante, pero la fortuna de papá y de los Nepomucenos me afanaron un puesto de chupatintas en un Ministerio perdido y de su sueldo vivo bien, porque en mi simplicidad apenas necesito lo esencial. Mi decisión de cambiarme el nombre a José en el Registro Civil cuando cumplí 30 años apenas provocó un ligero rictus en la cara de mi padre, quien, a buen seguro, hubiera abominado de una determinación tal en otro vástago más agraciado. Como puede suponerse por esta acción, no me gustaba mi nombre. Pero soy persona agradecida con mis antepasados, por eso nunca me falta en casa una jaula con un periquito al que llamo, naturalmente, Nepomuceno. Me gusta torturarlo hasta que muere. Luego, envuelvo su cadáver con toda la delicadeza que mis torpes manos me permiten, y se lo envío a mis padres. Y busco otro periquito. Por descontado, con todo el cariño de un buen hijo.

jueves, 16 de septiembre de 2010

96.

Ya estás viendo el otoño. Septiembre te ha caído sobre los hombros con su carga de grises y humedad. Ha llovido y la tierra huele ya a vida futura. Los fresnos comienzan a despedirse de sus hojas y los membrillos rebosan coloreados de carne. Aguardas la llegada de los crisantemos, la flor de los difuntos. Con el otoño regresa también tu aliento. Los calores están en el recuerdo, vencidos por el frescor de las tardes y las nubes, que opacan el cielo con su densidad. Vuelve el otoño y vuelve el hálito con su tinte de melancolía. El verano se lleva las ilusiones y los proyectos brotados en un arrebato de vitalidad para dejarte el camino hacia la realidad de las horas tristes, como la vida misma. Tu vida es el anhelo de un otoño nacido después de un verano en el que los rayos de sol te han quemado, en vez de haberte dado fuerzas, y la luz te ha desorientado, en vez de haberte iluminado los senderos. Cuánto más amas el atardecer umbrío que la noche impregnada de los últimos rayos de sol, resistiéndose con obstinación a perder su hegemonía. Pero el verano tiene sus recursos para presumir de poderío. Te deja sus huellas y, de ese modo, una sola evocación de las jornadas de sudor y modorra pervive en tu memoria: el olor de la dama de noche impregnando las sombras acariciadas por la luna.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

95.

Te resistes a pensar que detrás del desprecio de la modernidad (o postmodernidad, que al caso es lo mismo) hacia la tradición cultural de Occidente hay una especie de conjura que pretende la necedad general. Más bien es el producto de una mentalidad que aspira a hacer tabla rasa de todo lo que sea anterior a los movimientos contraculturales de San Francisco y al mayo del 68 fecundados por intuiciones rousseaunianas, conceptos marxistas y elucubraciones freudianas. Esa ignorancia con frecuencia se tiñe de desprecio y se ceba con aquellos saberes que la intelligentsia moderna estima superados y desfasados. Su postura le hace creer en la originalidad de sus mensajes y en la convicción de que es capaz de crear un mundo nuevo tachonado con el flower power, la expulsión de los tiranos neoliberales y el multiculturalismo superador de las contradicciones. Les recomendarías este monólogo de Medea en la tragedia del mismo nombre estrenada en el año 431 a.C. y escrita por el ateniense Eurípides. Medea es una especie de hechicera que según el mito fue capaz de matar a sus hijos para vengarse de un marido infiel. ¡Ah, Eurípides, debelador de fatuidades feministas!

πάντων δ᾽ ὅσ᾽ ἔστ᾽ ἔμψυχα καὶ γνώμην ἔχει
γυναῖκές ἐσμεν ἀθλιώτατον φυτόν•
ἃς πρῶτα μὲν δεῖ χρημάτων ὑπερβολῇ
πόσιν πρίασθαι, δεσπότην τε σώματος
[λαβεῖν• κακοῦ γὰρ τοῦτ᾽ ἔτ᾽ ἄλγιον κακόν].
κἀν τῷδ᾽ ἀγὼν μέγιστος, ἢ κακὸν λαβεῖν
ἢ χρηστόν• οὐ γὰρ εὐκλεεῖς ἀπαλλαγαὶ
γυναιξὶν οὐδ᾽ οἷόν τ᾽ ἀνήνασθαι πόσιν.
ἐς καινὰ δ᾽ ἤθη καὶ νόμους ἀφιγμένην
δεῖ μάντιν εἶναι, μὴ μαθοῦσαν οἴκοθεν,
ὅπως ἄριστα χρήσεται ξυνευνέτῃ.
κἂν μὲν τάδ᾽ ἡμῖν ἐκπονουμέναισιν εὖ
πόσις ξυνοικῇ μὴ βίᾳ φέρων ζυγόν,
ζηλωτὸς αἰών• εἰ δὲ μή, θανεῖν χρεών.
ἀνὴρ δ᾽, ὅταν τοῖς ἔνδον ἄχθηται ξυνών,
ἔξω μολὼν ἔπαυσε καρδίαν ἄσης
[ἢ πρὸς φίλον τιν᾽ ἢ πρὸς ἥλικα τραπείς]•
ἡμῖν δ᾽ ἀνάγκη πρὸς μίαν ψυχὴν βλέπειν.
λέγουσι δ᾽ ἡμᾶς ὡς ἀκίνδυνον βίον
ζῶμεν κατ᾽ οἴκους, οἱ δὲ μάρνανται δορί,
κακῶς φρονοῦντες• ὡς τρὶς ἂν παρ᾽ ἀσπίδα
στῆναι θέλοιμ᾽ ἂν μᾶλλον ἢ τεκεῖν ἅπαξ.

De todas cuantas tienen aliento y juicio, las mujeres somos la criatura más desgraciada. En primer lugar, ellas deben comprar un marido con una exagerada cantidad de dinero y tomar un dueño de su cuerpo, y ésta es una desgracia aún más dolorosa que cualquier otra. En tomar uno malo o uno bueno reside nuestra mayor agonía, porque no hay separaciones honrosas para las mujeres ni es posible repudiar al marido. Si llega a una tierra con otras costumbres y leyes, debe adivinar, puesto que no las ha aprendido en su casa, cómo servir de la mejor manera posible al marido. Si un esposo convive bien con nosotras, que padecemos estas penalidades, sin imponernos violentamente su yugo, nuestros días son envidiables; pero si no, es mejor morir. Un hombre, cuando se hastía de la convivencia con los de casa, sale fuera y libera su corazón de la aflicción dirigiéndose junto a un amigo o a un coetáneo. Pero a nosotras nos es obligado mirar a una sola persona. Dicen, razonando erróneamente, que nosotras vivimos una vida sin peligros en la casa y que ellos combaten con la lanza, ¡tres veces quisiera yo estar a pie firme con el escudo que parir una sola vez!

Eurípides, Medea, versos 230-251.

martes, 14 de septiembre de 2010

94.

Corrían los principios del mes de octubre de 2005. Atrás tenías dos años y medio de padecimiento y delante una nueva vida con alguien muy importante a tu lado. Era un mediodía en Bergen, la ciudad de Europa donde más llueve, puerta de la ruta del Hurtigruten, el crucero que recorre los fiordos de la que es para ti la tierra más hermosa del planeta. Noruega había sido tu pequeño paraíso durante los años previos al desastre, cuando mirar los folletos turísticos te calmaba el dolor del alma en las tardes de ocaso y de tinieblas. Caminabas por Bergen un día lluvioso, como no podía ser menos. Pocos coches y poca gente. Era una calle paralela al Bryggen, donde se acumulan los restos medievales del pasado comercial de la ciudad. Era hora de reponer fuerzas y entrasteis en un local de comida rápida. Algo barato en la carísima Noruega, esperabais. Carteles en la lengua local y alguno en inglés, of course. Hablasteis sobre lo que ibais a pedir. La mujer que atendía el negocio os miró con luz en sus ojos. Y os habló en español. “Bien, nada de tu torpe inglés por el momento”. Madura, arrugada, gorda, pelo negro y contenidamente alborotado en sus intentos de dominio. A su lado un hombre de pura raza nórdica. Algo más joven que ella, no un muchachito. Se afanaba en los preparativos. Un par de mesas estaban ocupadas, una de las cuales asistía a la comida de un hombre de mediana edad con un niño. “Un padre divorciado, tiene toda la pinta”. Tu compañera necesitaba entrar en el servicio. Preguntó. La señora, amablemente, le dijo que no había porque en ese tipo de establecimientos no era obligado. “Pero no importa, le dejo entrar en el nuestro”. Comisteis los típicos productos de fast food, insípidos en su pugna por ser llamativamente sápidos. Cuando os fuisteis, hubo sonrisas y mucha cordialidad por parte de la compatriota. Salisteis a la calle. Seguía lloviendo camino del hotel. Estabas cansado y eras feliz. Estabas visitando el lugar donde te gustaría vivir. En medio del chapaleteo de las ruedas de los escasos coches y del ambiente gris, no se te iba de la memoria el rictus de amargura de aquella mujer.

lunes, 13 de septiembre de 2010

93.

Visto el escasísimo éxito de tu libro de relatos breves, qué mejor solución para tus pretendidos partos literarios que plasmarlos en este blog. Nada pierdes, porque nada ganaste con el libro y mucho ganas porque a lo mejor alguien lo lee. Y sin que le cueste un céntimo, algo apreciable estos duros momentos de crisis. Éste es el último que has escrito.


EL INTÉRPRETE

Me dedico a ser intérprete. No de los que van a congresos o acontecimientos en los que se decide el destino de millones de personas o el nombre de un nuevo medicamento. Tampoco me gano la vida vertiendo a otro idioma las emanaciones de mentes alzadas a las cumbres de la economía, la filosofía o las neurociencias. Me vine de mi tierra escapando de la escabechina caribeña y acabé aterrizando en Moscú, donde terminaba a mi llegada otra clase de escabechina no por silenciosa menos cruel. Me instalé, malviví en diferentes empleos, aprendí ruso y heme aquí trabajando de intérprete. No de reuniones de ejecutivos ni como guía de turistas. Lejos de penetrar en semejantes ámbitos de fulgores económicos, me gano unos suficientes rublos mediando entre los españoles que buscan esposa y las que se proponen ser esas esposas. Un negocio floreciente en los últimos años. La manada de machos ibéricos asustados con la mujer, que se le ha vuelto respondona, es abundante. Algunos acuden a Rusia esperando encontrar la sumisión en una gatita fiel, pero agresiva donde debe serlo. Bien lo advirtió Anastasiya, la dueña del negocio, que incide en el carácter familiar, hogareño, leal de las rusas, embutido todo el mejunje en un envoltorio de sueños esteparios. Vienen los reclamantes de amor y obediencia, y les recibo previo pago de buenos euros convertibles en moneda local. La mayoría son arrogantes. Otros esconden su timidez bajo un cosmopolitismo en falsete cuya patita asoma por debajo de los perniles. Tienen su apartamento buscado y unos días para pasar revista a las candidatas. Y ahí me veis, en medio de los dos diciéndole el uno sublimidades como que lo más importante es la fidelidad, que el respeto es lo esencial, que la ternura es su mejor rasgo a unas mujeres cuya sonrisa sólo espera la señal de partida para escapar de este fangal de corrupción y desencanto. Igual que yo, igual que yo, yo pienso lo mismo, me parece lo mejor, son sus respuestas. Me meto entre sus miradas y sus gestos. Luego les acompaño a la cita en el restaurante cuando la candidata mejor situada ha sido extraída del montón de carne. Y me bebo mis buenos vinos, mis mejores platos mientras, entre bocado y bocado, le digo a una que Burgos es preciosa en primavera y al otro que Moscú es muy triste en invierno. No puedo traducir sus ideas porque no entiendo su idioma, pero acampo sólidamente en las planicies de sus deseos. En el momento de la despedida, cuando han quedado para que ella visite Burgos, las esperanzas pugnan por salir de la chistera y mis intentos por traducir el contenido de sus verbos y sustantivos se enredan con retóricas expresiones de un futuro soleado. Casi siempre el sendero de la felicidad atraviesa idénticos paisajes, excepto cuando lo transitaron Irina y José Carlos. Ellos fueron más lejos y las conversaciones enfilaron terrenos escabrosos. Hay que reconocer la adaptación mutua desde el primer momento. Porque ambos eran expansivos y amantes del refocile camastrón. Me iba resultando difícil traducirles los contenidos a la sombra de aquel farol, en el portal de la casa de la joven, con alusiones ardorosas e indirectas directas al blanco. En el último momento, ella se retrajo. No por timidez, sino por una bien calculada estrategia de cacería al macho. Acabé por acompañar el sátiro al club donde me solía desahogar cuando mis rublos tintineaban frescos en la cartera. Les cobré comisión a madame Monique y a él. Una vez dejado en el apartamento, volví a casa de la joven. Era guapa la moza y de muy buen catar. No sé cómo me la enamoré y se la quité al salidillo procedente de Jaén. Lo pasé muy bien con ella. Una tarde, cuando consideré que era suficiente le dije ahí te quedas, gatita, tendrás que buscarte otro hispanohablante que te ascienda en su cubo del pozo donde vives. Lo tienen los dos bien empleado. Me habían hecho pasar tan mal rato y sobre todo, aquella noche de la despedida me hicieron gastar un Potosí en Chantelle, la más restallante pupila de madame Monique. Tan caldeado me tenían.

viernes, 10 de septiembre de 2010

92.

La compasión que predica el Buda es un concepto que aparece reiteradamente a lo largo y ancho de la humanidad durante siglos y siglos. Pablo de Tarso, el auténtico fundador del cristianismo, lo llama ἀγάπη (agápe). El latín los adaptará como charitas y el español lo transcribirá, más que traducirlo, como caridad. Cuando se le quiere despojar de todo contexto cristiano, los revolucionarios franceses cambian el amor cristiano, por fraternité. Tus contemporáneos siguen otorgándole la misma relevancia, pero ahora lo llaman solidaridad. Muchas palabras para un único significado esencial, una vez les has rebajado del peso de sus condicionantes históricos, sociales e ideológicos. Vuelves a Aristóteles y a su Política: ἄνθρωπος φύσει πολιτικὸν ζῷον, el ser humano es por naturaleza un animal social. El hombre es un animal social y quien no vive junto a sus semejantes o es un dios o es un loco. Ése es el fundamento de la compasión, la caridad, la fraternidad y la solidaridad.

San Pablo, I Corintios, 13. Aristóteles, Política, 1253 a 3.

jueves, 9 de septiembre de 2010

91.

Desde que leíste La ciudad y los perros durante tu adolescencia, quedaste enganchado a los libros de Vargas Llosa. Hace unos años cayeron un par de novelas cuyo protagonista fue el policía Lituma. Y ahora acabas de leer Los cuadernos de don Rigoberto. La trama gira en torno a un niño obsesionado con el pintor Egon Schiele y con su madrastra a la que por el contexto se puede deducir que ha seducido. El padre de la diabólica criatura se ha separado de ella aunque la ama. Y ella a él. Los episodios se van sucediendo entre las visitas del niño a casa de la madrastra con el objetivo de reconciliar a la pareja, otros episodios de la vida de ambos y los escritos que don Rigoberto, el padre del engendro, escribe sin darle nunca publicidad ni enviarlos a quienes van dirigidos. Esos son los cuadernos del título. Son una declaración de individualismo y libertad que, paradójicamente, nunca salen de la intimidad del redactor. Has leído el libro con placer. Contiene esa mezcla de modernidad y claridad que tanto aprecias y una prosa estupenda. Te recuerda otro libro, Elogio de la madrastra, donde también está involucrada la pintura y que, desgraciadamente, no pudiste leer más allá de unas primeras páginas. Asuntos semejantes, pero, a tu juicio, mucho más atractiva la forma de Los cuadernos de don Rigoberto.

Mario Vargas Llosa, Los cuadernos de don Rigoberto, Madrid, Alfaguara, 1997.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

90.

Hasta donde llegas, nadie te preguntó si querías nacer. Tampoco sabes de nadie que consultara contigo el lugar y el momento, el contexto y las condiciones. Un buen día apareciste en este mundo con una carga en tu cerebro y una historia en tu entorno. Tú y tu circunstancia no deben nada a tu voluntad y todo al azar. Vistas así las cosas, lo único que te resta es aceptarlas. Te ríes cuando alguien dice que si no te gusta algo, puedes cambiarlo. El arriesgado cree que el no crecido ante la adversidad es un cobarde. El creyente cree que el ateo es un ciego que no ha contemplado el fulgor, tan evidente, de lo divino. El totalitario piensa que el individualista es un criminal. Todos estos, y muchos más, tienen en común creer que cualquiera puede, por un acto de la voluntad, volverse hacia sus líneas, tan obvias en su perfección. No son conscientes de que ocupan el lugar que ocupan por ser como son y que un cobarde nunca podrá ser un arrojado; ni un ateo, creyente; ni un individualista podrá caer en las garras de los utópicos. Del mismo modo, los que son realmente arriesgados, creyentes y totalitarios nunca pasarán al otro lado. La solución para uno no tiene por qué ser la solución para otro, aunque aquél vea de forma tan diáfana que su posición es la mejor. Y todo depende de eso que somos sin que nadie nos preguntara si queríamos serlo. Somos lo que somos, eres lo que eres, porque sí. Nada puede cambiarlo y la única vía que queda es aceptarlo. Y la objetividad de las soluciones universales es etérea. Todo lo demás son idioteces.

martes, 7 de septiembre de 2010

89.

Tras este párrafo se erige una estela de referencias bibliográficas. Es la constancia de unos libros leídos desde hace unos meses a salto de mata, intercalados entre otros. Serán, probablemente, los últimos sobre Bizancio. Resulta curioso que después de tantos años dedicados al estudio de aquella cultura, ahora te hayas dado cuenta de que no ofrece apenas nada que te resulte interesante. O quizá sea mejor decir que ya no te resulta interesante. Has leído el De administrando imperio del emperador Constantino VII a duras penas. Es un collage digno de esta época internetiana de corta y pega. Esperabas una versión autóctona de la mentalidad bizantina y sólo la hallaste en algún párrafo perdido lleno de tópicos. El libro de las ceremonias del mismo autor lució en tu biblioteca por decenios a la espera de una gozosa lectura en la que aguardabas inciensos y mosaicos dorados, cantos bizantinos y pompas imperiales. En realidad es un catálogo cansino de aclamaciones repetidas con la misma amenidad que una guía de teléfonos. No pudiste pasar de las primeras cincuenta páginas. El hombre bizantino te gustó más, pero tiene el mismo interés que el hombre renacentista o el hombre medieval. Y, finalmente, la guinda que coronó el pastel que se ha desmoronado es el libro benemérito de N.G. Wilson Filólogos bizantinos. El autor en su introducción reconoce honradamente que los eruditos de Bizancio no aportaron a la humanidad nada más allá de su labor de conservadores de un legado que brillaría después de la desaparición del cuerpo político que tuteló su labor. Esa triple alianza de Atenas, Roma y Jerusalén que te atrajo en su momento y que tanto te sugería, ahora, después de tantos años se ha revelado como algo en sí poco atractivo para este momento tuyo. Fue una sociedad que dio un arte y una historia a la Humanidad, pero que por su seguridad sobre lo que es el ser humano, su puesto en el mundo y su forma de organizar la vida tenía las cosas tan claras, tan claras que nunca cuestionó su papel. Por ello, no comprendieron nunca qué fue la Antigüedad y su mentalidad. Aunque fue tanto el respeto hacia ella que la conservaron y por ello hemos de estarles agradecidos. Adiós, Bizancio.

Guglielmo Cavallo (ed.) El hombre bizantino, trad. Pedro Bádenas de la Peña, Inmaculada Pérez Martín, José Antonio Ochoa Anadón & José Luis Aristu, Madrid, Alianza Editorial, 1994; N.G. Wilson, Filólogos bizantinos, trad. Alejandro Cánovas y Félix Piñero, Madrid, Alianza Editorial, 1994; Constantin Porphyrogénète, Le livre des cérémonies, ed. Albert Vogt, Paris, Les Belles Lettres, 1967; Constantine Porphyrogenitus, De administrando imperio, ed. Gyula Moravcsic & trad. inglesa Romilly J.H. Jenkins, Washington, Dumbarton Oaks Papers, 2008.

lunes, 6 de septiembre de 2010

88.

Puestos a arriesgar el pellejo y provocar en un país islámico pretendiendo esa utopía de la reciprocidad con las libertades que en Occidente se da a los musulmanes, lo ideal sería pasearse por sus ciudades no con una cruz, sino con uno de esos muñequitos que son la réplica de Darwin. Como no pueden entender el mundo más que en función de lo religioso, los adalides del yihad creen que combaten contra infieles cristianos. Su cerrazón les impide ser conscientes de aquello que realmente les indigna: nuestra ciencia y las conclusiones a las que conduce respecto a lo que es el ser humano. Aunque seguramente sería un gesto inútil. Dudo alguien en aquellos rincones reconociera al original del muñequito.

sábado, 4 de septiembre de 2010

87.

Es una joya inapreciable. Por la mañana, cuando estás en el pueblo y vas a comprar el pan y el periódico, compruebas como la maltratan. Sobre todo en la panadería. Y por eso odias un poco más cada día esta tierra. Es aplastada por los presentes sin consideración. Sigue siendo pisoteada por todo el mundo en esas calles. Es esclavizada por esos coches con las ventanillas abiertas vomitando esa horrenda cosa que llaman música, pero que no es sino un retumbar de espasmódicos chirridos envueltos en sacudidas que martillean como mazos. Es torturada por quienes montados a horcajadas esas máquinas propias de Belcebú hacen notar su presencia. Quienes te rodean suelen despreciarlas con sus voces y sus risas, o con sus denuestos e improperios. Al atardecer y cuando la noche se va a acercando, los televisores convierten esa joya en puro polvo de aflicción y los juerguistas se mofan de ella con singular crueldad. Antes de que las estrellas pugnen por abrir un rasguño en el cielo sucio, durante todo el día, no ha faltado quien la ha sometido a la mofa de unos cantes adorados por la masa. En determinadas fechas, todos se conjuran para exterminarla con sus festejos primitivos y alienantes. Crees que en el campo hallarás quienes la aprecien. Los pájaros, el soplo del viento sobre los árboles, el maullido de ese gato sin dueño que se ha acostumbrado a acudir a la puerta y te pide comida. Piensas que el sonido del arroyo lejano, que en las noches acaricia suavemente tus ventanas, le ofrece un homenaje. Pero también allí, de vez en cuando aparece quien destroza la joya. También aparecen paseantes que la humillan, y también aparecen máquinas y músicas que la deshonran. Menos, escasos son éstos, pero alguna vez también llegan hasta allí. Al amanecer, cuando llega la temporada, los heraldos de la muerte la manchan de sangre con sus armas. Pobre joya a la que adoras, tan maltratada en esta tierra, joya que tanto quieres: el silencio.

viernes, 3 de septiembre de 2010

86.

Aquí es donde concluye tu singladura por los auténticos derroteros del zen. Te es imposible aceptar mitos como el del boddhisattva, tan imbricado con el otro mito de la reencarnación, también inadmisible, cuya esencia se enlaza a ese otro mito llamado karma. La condescendencia te hace sonreír cuando lees las leyendas que ilustran la vida terrenal del Buda Shakyamuni. No presentan ninguna novedad esos intentos de adornar con lo sobrenatural los días de quienes han sido considerados seres superiores por su aportación a la humanidad. Sabes que en el fondo, como ocurre con cualquier leyenda, hay algo de cierto. La figura histórica de Gautama Siddharta es indiscutible y, simplemente, se trató de un reformador del brahmanismo en una época durante la cual surgieron otros como él. Una historia que recuerda la de otros reformadores como Cristo. Luego, una vez muertos, sus seguidores, animados por su carencia de textos directos escritos por el personaje y seducidos por la majestad de sus enseñanzas, acabaron por rodearlos de toda clase de fenómenos extraordinarios. Pero cuando entras en el cuerpo de las doctrinas, hay aspectos que no aceptas. Porque no has salido de una religión como la cristiana, incrédulo ante sus mitos y el efecto benéfico de sus exigencias, para caer en las garras de otra mitología. La cuestión que revolotea en tu cerebro es, entonces, hasta qué punto el budismo puede ser despojado de esos conceptos sin que quede desnaturalizado y convertido en algo para nada diferente de una especie de manual de supervivencia para la vida.

jueves, 2 de septiembre de 2010

85.

Tras esta orgía de mismidad, de trabajo centrado en el núcleo más íntimo del adepto, de desinterés en ese mundo exterior al que es necesario dejar ir tal como es, sin interpretarlo ni interferirlo, temes que la senda del Buda derive hacia el egocentrismo. Esta eventualidad, sin embargo, fue cortada de raíz por el fundador. La otra cara de la moneda de su doctrina es la compasión por el dolor que aferra todos los seres vivos. En consecuencia, el Iluminado ordena que sus seguidores que ilustren a los demás en la senda de la liberación. Si no fuera por ese aspecto solidario, el budismo se hubiera convertido en una doctrina de iniciados ajenos al devenir de sus congéneres. De hecho, el Hinayana, la llamada escuela del Pequeño Vehículo, obvia ese aspecto altruista en mayor medida que la otra de las dos escuelas fundamentales del budismo, el Mahayana, el Gran Vehículo. Sabes que el ideal de la primera es el arhat, el sabio que se libera de sus ataduras, de la rueda de las reencarnaciones y accede al nirvana, y que el objetivo de la segunda es el boddhisattva, la persona que logra la iluminación y, sin embargo, acepta reencarnarse eternamente hasta que todos los seres vivos logren liberarse del sufrimiento.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

84.

El maestro Dōgen nació en 1200 y murió en 1253. Estudió en China y renovó el zen en Japón. Es uno de los pilares más importantes del budismo japonés. Fundó la variante Sōtō del zen y el monasterio de Eiheiji, el Templo de la Paz Eterna, cuya claridad sigue iluminando la senda del Buda en el país del sol naciente. Escribió una monumental obra titulada Shōbōgenzō, El tesoro del ojo del verdadero Dharma. De su primer capitulo titulado Bendōwa, Sobre el mayor esfuerzo en el sendero de los Budas, dice: Practicar diligentemente la vía significa dejar que todas las cosas sean como son en su propia naturaleza, mientras aplicas tu unidad esencial a la operación de seguir el camino lejos del pensar dualista y discriminatorio. Cuando hayas abandonado ese tipo de pensar y hayas pasado así al otro lado de sus barreras, dejarás de estar afectado por sus explicaciones que, como los nudos en el bambú, bloquean el paso franco; o por sus teorías, que están tan retorcidas como los nudos en un trozo de madera de pino.


Traducción propia del original inglés en Eihei Dōgen, Shōbōgenzō, trad. inglesa de Hubert Nearman, Shasta Abbey (California), 2007, página 2.