miércoles, 30 de junio de 2010

61.

Los veranos son malos. Te descubres y percibes cómo no te atraen tus pliegues excesivos o tus deficiencias. Los demás ven tus carencias y tus excesos. En sus rostros adivinas un espejo y en sus opiniones ocultas conjeturas un reproche. Así, te quedas a la vista de los otros y también de tus propios ojos, los que ven y los que sienten con la luz que emana del interior. Te acosan tus ansias de tener algo diferente de ésos que se dejan calentar por el sol pérfido del verano. Y mientras, no te queda más camino que dejarte observar con tu bastón y tu cojera sometidos al imaginario escrutinio sobre su razón. Decides que algo será necesario hacer para enderezar tu rumbo perdido. Los veranos son malos porque te sientes peor de lo que eres y porque crees que es preciso el cambio, añadir o erradicar. Y haces planes para estar acorde con lo que dentro de ti se ha decretado debe ser lo que deseas. Haces planes para el otoño, que es tanto como decir que haces planes para la vida. Luego, cuando llega septiembre y regresas, los planes quedan apiñados en el desván de los sueños afligidos y la vida se hace cargo de ti. Atrás queda un tú soñado para ceder su paso al tú real, el que no puede ser más que lo que ya es, el que no puede aspirar a cubrir más cielo que el pequeño fragmento concedido por la tierra desde donde mirar hacia las nubes. Finalmente, en algún momento perdido del invierno recordarás vagamente los planes para convertirte en aquello que siempre has creído que debes ser, y sientes el leve aguijón de la nostalgia. Pasará, entonces, el invierno y la primavera. Llegará de nuevo el verano y con el sol omnipotente volverás tú a salir a la luz. Volverás a ver cómo eres realmente y volverás a sentir que necesitas ser otra cosa distinta de lo que eres. Lo que sigue es, como bien puedes prever, la misma historia de siempre.

martes, 29 de junio de 2010

60.

Aquel ilustre tiranuelo, objeto constante de tus atenciones sumisas, estaba equivocado. Su error, sin embargo, no residía tanto en el desprecio con que la equiparación entre la tragedia clásica y el western mancillaba la gloria helénica. No era que tus alumnos considerasen algo cercano a la época de los trogloditas, cuando no de los dinosaurios, aquellos textos antiguos rebosantes de nombres exóticos y divinidades infumables, es que el cine en blanco y negro, los vaqueros y los pueblos del oeste americano, los sheriffs y los saloons les evocaban el cuarto de las telarañas donde sus abuelas se refugiaban en compañía de sus labores de ganchillo o de punto inglés, una vuelta a la derecha, otra vuelta a la izquierda. El comentario más benévolo que alguno de tus alumnos expresaba, consistía en reconocer que sus progenitores dormían unas excelentes siestas durante la emisión de los filmes, aun cuando se definieran amantes inconmovibles del género. Con todo, y teniendo en cuenta que una de las cualidades que en aquel entonces se les exigía a los profesores de Bachillerato era la constancia y la fe pétrea en su labor, cada curso preparabas con fruición las clases en las que iba a proyectarse Sólo ante el peligro. Cada año buscabas mejorar los cuestionarios, las preguntas a los pupilos, el agit-prop cultural en el que pretendías convertir tus clases, aunque en sus rostros condescendientes apreciaras la misma compasión que las almas sensibles sienten hacia el payaso que es abofeteado sin clemencia por el Augusto. Eso era en aquellos tiempos. Hoy en día, el asendereado maestro de secundaria hace el papel de un Gary Cooper que es, sin remisión posible, agujereado en su dignidad, aunque a veces lo es incluso en su parte física, por los disparos de esos cuatreros en que se ha convertido la inmensa mayoría de los alumnos de instituto. E imaginas que en la hipotética proyección de esa película, el público se sentiría a gusto en medio de las palomitas y los refrescos porque el tonto de la historia recibía el merecido por ser eso, por ser tonto.

lunes, 28 de junio de 2010

59.

A pesar de todo, tú sí considerabas que Sólo ante el peligro era la reedición contemporánea de las tragedias clásicas griegas. Creías, y sigues creyendo, que el cine del oeste es lo más parecido a la tragedia clásica griega. En primer lugar, el género narrativo de la modernidad es el cine, como la épica lo fue durante la génesis de la literatura griega y como lo fue la tragedia en el momento de su mayor esplendor. En segundo lugar, el asunto de esa narrativa es el mito, espacio lejano en el tiempo donde tienen lugar hechos en los que el ser humano se muestra al límite de sus capacidades mientras se enfrenta a fuerzas muy superiores. Para un habitante de las ciudades del siglo XX y XXI, el siglo XIX y las praderas del oeste son un territorio mítico. En tercer lugar, tanto la tragedia clásica como el buen cine del oeste poseen un código moral que se pretende desplegar ante los espectadores, cuyos puntos principales estriban en la superior cualidad del héroe, que pone su dignidad y su propia estima moral por encima de los peligros que esa actitud le obliga a correr. La única diferencia entre ambos géneros es el final. En el caso de la tragedia, el héroe sucumbe dignamente. En el caso del cine, el héroe es recompensado con la vida y con la satisfacción del deber cumplido. Por supuesto que no vas a entrar en la evolución del género que en años posteriores degradará estos rasgos, aunque si quisieras continuar con el paralelismo, podrías muy bien defender que la tragedia del último de los grandes, Eurípides, presenta la misma descomposición ideológica y formal que el escaso cine del oeste de los años setenta y siguientes. Tu película recogía lo mejor del género y era un modelo inmejorable.

viernes, 25 de junio de 2010

58.

Mientras todos comían satisfechos y criticaban a sus enemigos académicos, tú sólo pensabas en cuándo iba a acabar aquella estafa. La costumbre universitaria dicta en España que el doctorado pague un almuerzo en un restaurante de medio pelo al director y a los miembros del tribunal que han deglutido y digerido la tesis, o al menos han hecho el amago. Pensabas que eras afortunado. Ya eras Catedrático de Bachillerato desde hacía once años y tu sueldo podía permitirse esa dentellada. Los becarios y demás aspirantes a una gabela en el departamento debían entramparse para dar cumplida cuenta de la voracidad de los próceres. Comían a gusto, como siempre que son invitados. Si, además, se añadía el placer de la crítica en un ambiente de adictos, mejor que mejor. En otros círculos, esa ceremonia podría ser acusada de una especie de cohecho a posteriori, pero en un ambiente tan habituado a toda clase de corruptelas como es el universitario, ese soborno era inexcusable y venía envuelto en el mismo diploma que el apto cum laude. Comías, ibas diciendo, intentando ser buen anfitrión a la vez que agradecido pagano y sometido discípulo del cacique reinante cuando el más relevante de éstos empezó a despotricar contra aquellos profesores de instituto que adulteraban la pureza del mundo helénico con infames adaptaciones al sentir contemporáneo. Y, mira por dónde, te puso como ejemplo una infamia que solías cometer cada curso con tus alumnos. El objeto de su santa ira académica era una joya del cine: Sólo ante el peligro. Inadmisible que el sentido profundo y universal de la tragedia griega se rebajase hasta el punto de ser equiparada a una muestra del mediocre arte moderno. Gary Cooper ni por asomo podía parangonarse a un Edipo, a un Áyax, a un Filoctetes, a un Orestes. Fred Zinnemann, el director, y Carl Foreman, el guionista, para nada eran similares a un Esquilo o un Sófocles. A los personajes secundarios mejor ni mencionarlos. ¿Qué aberración no sería poner al mismo nivel Nevada que el Olimpo, Omaha que el Ática, Kansas City que Tebas, por mencionar algunos escasos, pero representativos, ejemplos? La frontera oeste norteamericana nada tenía en común con el ancestral terruño de la Grecia clásica. Menos mal que los escasísimos restos de la música que acompañaba a la tragedia permiten obviar este aspecto imprescindible de aquel espectáculo total, si no el oligofrénico de Dimitri Tiomkin hubiera cobrado también su parta alícuota en la orgía de oprobios que profería aquella docta boca. Sonreías como lo habías estado haciendo desde que te embarcaste en esa odisea de elaborar una tesis doctoral mientras trabajabas en el instituto y formabas parte de esa casta inferior que eran los docentes de la enseñanza secundaria. Sonreías como lo estuviste haciendo durante aquellos interminables seis años plagados de horas perdidas en un banco del pasillo que daba acceso al departamento, esperando por algún que otro diosecillo que no cumplía su horario de despacho. Sonreías y esperabas que terminara aquella parodia para descansar.

jueves, 24 de junio de 2010

57.

Hay escritores renombrados cuyos textos por unas u otras razones no terminan de reposar en tus manos. La casualidad puso ante tus ojos una novela de Álvaro Pombo, La fortuna de Matilda Turpin. Haber sido galardonada con el Premio Planeta del año 2006 hubiera sido un buen repelente, pero tenías ganas desde hacía tiempo de leer algo de Pombo. Libro de bolsillo, barato y disponible. Te lo compraste y lo leíste con fruición desde las primeras líneas. Ésta es la literatura que te gusta: comprensible, humana, moderna y sugerente. La trama gira en torno a una acaudalada mujer de negocios que ha creado en torno a sí un mundo que se viene abajo cuando fallece prematuramente. La novela va desgranándose en una pendiente a cuyo pie queda sólo la figura del viudo, Juan Campos. Hombre resentido que ocultó durante años su rencor bajo la máscara de un respetable, aunque mediocre, profesor universitario de Filosofía. Hijos abandonados por la madre, pero que odian al padre; una secretaria desarbolada que arrastra en su derrota a su marido; dinero y burguesía muy bien acomodada con las dosis habituales de hipocresía. Y el entorno desapacible del Cantábrico que aureola todo el escenario expuesto en una casona asomada a las aguas frías y grises del mar. Un estilo original que te envolvió, con un ritmo que avanza seguro, de una ligereza asentada y sólida; compacto, pero suave. Disfrutaste, que de eso se trata y estás preparado para seguir leyendo obras de Álvaro Pombo.

Álvaro Pombo, La fortuna de Matilda Turpin, Barcelona, Planeta, 2007.

martes, 22 de junio de 2010

56.


Fue durante una visita al Museo Thyssen en Madrid. Vagabas entre las salas con esa sensación de embotamiento que te arrebata cuando acudes a los museos. Con mucha frecuencia, casi siempre, es un encuentro fugaz cuyo poderío se queda escueto ante el abismo de colores y formas acumulados en las salas. Te ha pasado en todas las ciudades que has visitado, donde acudir a la cita con los museos es obligado. El Thyssen es distinto. Igual que El Prado. Los has pateado varias veces porque son más asequibles a la distancia que los de Roma, Oslo, Viena, Atenas o Ámsterdam. Ibas, en aquella primera ocasión, buscando un motivo para regresar. Desgraciadamente, las artes plásticas se te escapan más de lo que desearías. Sobre todo la pintura. Puede ser porque eres víctima de un extraño daltonismo. La escultura te es un poco más próxima. Ibas, decías, buscando un motivo para quedarte atrapado. Y lo hallaste. Era el retrato de Giovanna Tornabuoni, de Ghirlandaio. Esa pintura era la excusa para volver mil y una veces al Thyssen. Luego, conociste su historia. Ese retrato lo realizó el artista después de muerta la muchacha por encargo de su marido, Lorenzo Tornabuoni. Tan hermoso el modelo, tan apasionante la época, tan inspirado el pintor. La melancolía se enlazó a la belleza y crearon un escenario pleno del sentido más humano, el de la fugacidad de la vida. Y con el aguijón de la caducidad, el ungüento de uno de los pocos remedios contra ella: el arte.


lunes, 21 de junio de 2010

55.

Algunos eruditos te han señalado con acierto que la imagen más próxima a la mentalidad moderna que puedes erigir en relación con los dioses griegos es la de los superhéroes. Los dioses serían equivalentes a esos seres con fortaleza y cualidades superiores a las de los mortales, pero carentes de valores trascendentes y absolutos. Los viejos dioses tenían como rasgos fundamentales dos: eran eternamente felices e inmortales. Pero no podían, por ejemplo, detener el tiempo ni rehacer la historia, ni combatir con el destino. Ellos no crearon el mundo, sino que son producto del mundo. Hay un poder por encima de ellos, el poder del kosmos que surge espontáneamente en la noche de los tiempos y que marca el inicio y el curso de lo que existe, un orden que se impone al caos primigenio y que ajusta las partes en un conjunto armónico sometido al poder de la ananke, del destino fatal que todo lo gobierna. Los dioses son muy fuertes, pero no son omnipotentes, como el Dios de las religiones monoteístas. Tienen sus límites. Ateniéndonos a esta caracterización de la divinidad en el mundo antiguo, podrás entender cómo los romanos, herederos de ese espíritu originario del paganismo, incluían entre sus ceremonias religiosas y estatales la divinización de los emperadores. Te puede resultar extraño, por no decir exótico, que un órgano de gobierno humano, como era el Senado de Roma, pudiera divinizar a ningún hombre, por muy emperador que fuese. Pero si te fijas en el hecho de que tal divinización no hacía sino resaltar su calidad de ser superior, poseedor de una fuerza y de un poder por encima del resto de los mortales, quizá llegues a entender el sentido de ese rito. Al divinizar al monarca, no se le ponía al mismo rango de un Dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, sino que se le situaba junto a un grupo de seres naturales cuyas características lo colocaban por encima del resto de la humanidad. Habida cuenta, además, que la adquisición del poder y su mantenimiento sugería un apoyo divino, resultaba normal que, al menos desde el punto de vista oficial, se considerase al emperador un ser perfectamente equiparable a aquellos que con su beneplácito lo alzaban a la cumbre del mayor y mejor estado que vieron los tiempos.

viernes, 18 de junio de 2010

54.

A propósito de Thomas Mann y de su La muerte en Venecia, desde que Lucchino Visconti la llevó al cine, no crees que puedan separarse ambas creaciones. Le película entera es una obra de arte, pero hay una escena que, a tu gusto, sobrepasa ese umbral. El inicio con el vapor surcando la laguna veneciana arropado por la banda sonora del Adagietto de la Quinta Sinfonía de Gustav Mahler es una de las muestras más perfectas de la unión sagrada que a veces se enhebra entre la imagen en movimiento y la música. La otra marca en la historia de esa conjunción la encuentras en la película de Stanley Kubrick 2001: Una Odisea del espacio, otra obra maestra del séptimo arte. En este caso, difícilmente crees que pueda superarse ese Bello Danubio Azul de Johann Strauss hijo acompañando con ritmo de tres por cuatro a una nave que surca el espacio al encuentro de la estación espacial. Además, ambas películas son adaptaciones de novelas; esta última, de una escrita por Arthur C. Clarke.

jueves, 17 de junio de 2010

53.

Hace muchos años, en un tomo de una colección encontrada en casa de los tíos donde pasabas tus vacaciones, leíste Los Buddenbrook, de Thomas Mann. Fue un destello que te llevó, tiempo más tarde, a La montaña mágica. Fue éste uno de los pocos libros que has vuelto a leer pasados algunos años. El recuerdo de una película basada en ese libro se enlaza en tu memoria con los pasajes de la novela. Thomas Mann se convirtió en uno de tus favoritos. Luego vino La muerte en Venecia, cuya lectura fue espoleada por esa obra genial que filmó Visconti. Mann es para ti el representante de esa literatura que, como afirmaba Georg Steiner, habla de Dios y que, por tanto, es digna de tal nombre. Y entiéndase la palabra Dios como una metáfora de la reflexión sobre lo humano y su trascendencia, haya o no por medio figuras sobrehumanas. El compromiso por la libertad de Mann, que le llevó a exiliarse de su patria y colaborar en la destrucción del nazismo, incide en la admiración que le profesas. Cuando hace unos meses viste en el escaparate de una librería una edición de sus cuentos completos, la compraste. Es una colección que incluye además novelas cortas y que ha sido traducida por los que te parecen ser los mejores germanistas españoles. La has terminado hace poco y te ha decepcionado. No te gusta Mann como cuentista. El tomo incluye, sin embargo, dos obras que sí cuentan con tu aprobación. Una es la mencionada La muerte en Venecia; la otra, Tonio Kröger. Las demás no te llaman la atención, aparte de la curiosidad por ese interés de Mann hacia los seres deformes o marginales dentro de la buena sociedad. Respecto a Tonio Kröger, ves en esa novelita concentradas las esencias del escritor. Su reflexión sobre lo humano y sobre su destino está personalizada en un protagonista poco agraciado y medio marginado durante su infancia. Con el tiempo se crea una imagen de artista con la que triunfa y de la que acaba por hastiarse. Emprende entonces un viaje por el norte de Europa que termina con una escena en la que el lector reconoce el deseo esencial del protagonista. Lo que realmente le hubiera gustado a Tonio Kröger es haber sido un burgués acomodado, como esos que frecuentó en su infancia y que eran objeto de su íntima envidia.

Thomas Mann, Cuentos completos, trad. de Joan Fontcuberta, Juan José del Solar, Oliver Strunk y Rosa Sala Rose, Barcelona, Edhasa, 2010.

miércoles, 16 de junio de 2010

52.

Afirma Keiji Nishitani en La religión y la nada: El rasgo distintivo de la religión reside en que se sitúa al margen de la mera vida de la naturaleza y de la cultura. Por tanto, decir que necesitamos la religión en aras del orden social, del bienestar humano o de la moral pública es un error, o al menos, una confusión de prioridades. (…) La religión es siempre un asunto individual que afecta a la persona. Esto la sitúa al margen de cosas como la cultura. Y, aunque lo admires y lo leas con deleite, consideras que está equivocado. La sociedad es el origen de la religión y no se la puede obviar buscando la preeminencia de unas funciones que ha adquirido como consecuencia de su primigenio carácter colectivo. La lectura del libro de Nicholas Wade te ha abierto los ojos. Se trata de un estudio sobre la religión desde el punto de vista evolutivo. La religión, según Wade, es uno más de los recursos adaptativos de la especie humana para sobrevivir. Es casi el mejor de los recursos para mantener unida a una colectividad frente a los enemigos externos, sean humanos o no. El libro no tiene desperdicio, escrito en ese estilo ágil y claro que tanto prodigan los americanos y que tanto agradecen las mentes curiosas al no tener que bregar con complejidades y florituras lingüísticas innecesarias. Hay enfoques interesantísimos sobre las tres grandes religiones monoteístas y un sin fin de argumentos para apoyar la función real del fenómeno religioso. Los relatos sobre las religiones de pueblos aborígenes son apasionantes. Cuando terminas de leer el libro entiendes aquella frase dicha por alguien cuyo nombre no recuerdas (¿algún autor francés del siglo XIX tal vez?), cuyo tenor es algo así como que los pueblos que dejan de creer en sus dioses están perdidos. Y eso es lo que nos pasa en Occidente.

Nicholas Wade, The Faith Instinct. How Religion Evolved and Why It Endures, The Penguin Press, New York, 2009.
Keiji Nishitani, La religión y la nada, trad. Raquel Bouso García, Madrid, Siruela, 1999, página 38.

domingo, 13 de junio de 2010

51.

Podría suceder si paseases alguna vez por las calles de una ciudad japonesa. En una esquina, junto a un semáforo, en medio de fragor del tráfico y el correr de los transeúntes, un hombre vestido como los monjes budistas sostendría una flauta. Su cabeza estaría cubierta con un cesto. Te preguntarías si tu ánimo sería capaz aún de sorprenderse con la manera de afrontar la vida que tienen los japoneses. ¿Quién podría ser ese personaje algo fantasmal que haría cantar a la flauta con los sones verdes de los bosques? Indagarías entonces, de vuelta al hotel, la identidad de ese hombre de cuyo rostro no podrías decir nada porque sus rasgos estarían sumergidos en una cueva de paja. Sus ojos serían verticales y horizontales, como la trama de una rejilla; sus cejas, su nariz, sus labios que acariciarían la flauta, sus mejillas, su mentón, todo se sumergiría en ese pozo de forraje vuelto del revés. Y te enterarías de que se trataba de un monje komusō, un monje de la nada. Así se llaman a sí mismos los consagrados de la escuela Fuke del budismo zen. Te asombrarías en ese instante de los infinitos medios que poseen los humanos para despojarse de ese velo de Maya que oculta la verdadera esencia del ser. Los monjes komusō dedican sus días a errar de lugar en lugar, acudiendo allí donde haya hombres que puedan oírlos y darles limosna. Caminan y tocan la flauta con su cabeza oculta dentro de un cesto de paja. Su instrumento se llama en japonés shakuhachi y es una flauta hecha de bambú. El cesto pretende ocultar el ego del monje y la melodía de la flauta le conduce a concentrarse para perder definitivamente ese mismo ego. Te arrebataría esa asociación entre la música y la senda hacia el vacío que esa escuela ha encontrado y ha erigido como particular vía para meditar en la nada. Lentamente, a lo largo de los años, el fluir del aire por los orificios del bambú arrastrarían tras de sí los jirones de las mentes extraviadas por el resplandor traicionero de los fenómenos y la mente iría dejando de ser volando envuelta entre las reverberaciones sonoras del bambú. Música y vacío, sonidos y meditación, aire y libertad, el alma ondulándose en el cielo abierto. Desde ese momento, cada vez que oyeras la voz del shakuhachi pensarías en aquel monje sin rostro que buscaba la iluminación junto a un semáforo, en medio de fragor del tráfico y el correr de los transeúntes armado de una flauta de bambú.

sábado, 12 de junio de 2010

50.

¿Por qué eres como eres? ¿Por qué obras como obras? ¿Por qué sientes como sientes y piensas como piensas? ¿Elegiste tú ser de esa manera o te vino, más bien, dado por no se sabe qué designio? Si excavas en las profundidades de tu ser, encuentras la incógnita como respuesta a todo lo que indagas. O mejor, hallas una contestación en el azar. Homero tenía razón: no somos libres, sino que estamos sometidos a la conjura de nuestras pasiones, sin poder presentarles apenas una huera batalla, sin que nos quede más defensa que asumir su prepotencia. Si cambias las pasiones por los nombres de los antiguos dioses y la razón de todo por la vieja noción de destino, en cuyas caprichosas decisiones vislumbras un parecido con el azar, las cuentas cuadran y el ciego de Quíos se torna inesperadamente actual.

jueves, 10 de junio de 2010

49.

En alguna parte leíste, ya no te acuerdas dónde, que sólo ha habido tres culturas que han logrado pervivir a lo largo de los siglos en un viaje que sobrepasa los milenios. La primera fue la cultura china, cuyos ancestros se abisman en las brumas de la edad de piedra. La otra viene encarnada en el pueblo judío que ha superado las mil y una tentativas de erradicarlo de la faz de la creación. El tercer galardón recae en tus viejos y queridos griegos. Las tres están vinculadas a una lengua y a un sistema de escritura que se mantienen incólumes aceptando con brío los embates de la caducidad. Ignoro el chino y el hebreo, pero es natural que el primero haya cambiado, siendo el segundo mucho más conservador después de haber sido vuelto a la vida; pero cuando un griego de hoy en día dice ἄνθρωπος resuena en esas letras y en esos sonidos el eco de los pasos emprendidos por millones de ancestros que pasearon sus afanes por este mundo. Las tres culturas son muy diferentes y sus personas son también muy diferentes de las de siglos pasados, pero aun hoy encuentras elementos en común. Los chinos ven renacer su país, aunque lastrado por una dictadura. Los hebreos, por fin, después de tanto sinsabor y penalidad, de tanto sacrificio, han logrado asentarse en la tierra de sus sueños y están convirtiendo un desierto en un vergel donde han unido lo mejor de esa tradición occidental, que ellos regaron con tanta fertilidad y creatividad, con las esencias de su milenario patrimonio. Pero a los griegos, (¡ay, a los griegos!) los ves cada vez peor. Poco salvas de Grecia hoy en día. Por supuesto, su lengua, que a pesar de los cambios, sigue resonando a mármol. Y si hablas de su lengua, hablas de su literatura. También salvas su comida, sus bailes y su música. Añades, obviamente, las ruinas y la historia. Más allá, nada. Punto final. Así, quitando esos elementos folclóricos que apenas dan para engañar turistas, casi nada te seduce de Grecia hoy en día. Bueno, está ese color azul del Mediterráneo cuando palpa dulcemente las arenas de la Hélade, pero eso no es mérito propiamente de los griegos, sino de sus dioses.

martes, 8 de junio de 2010

48.

Luchar contra el dolor es luchar contra las emociones. Pero, ¿cómo enfrentarse contra aquello que te hace, precisamente, ser humano?

viernes, 4 de junio de 2010

47.

Lees lo que le dice Séneca a Marcia para consolarla de la muerte de su hijo: La muerte es la liberación de todos los dolores, el límite más allá del que no pasan nuestras desgracias, la que nos devuelve la tranquilidad en que estuvimos antes de nacer. Si alguien se compadece de los muertos, compadézcase también de los que no han nacido. La muerte no es un bien ni un mal; en efecto, lo que existe puede ser un bien o un mal, ahora bien, lo que no existe y reduce todo a la nada, no nos entrega a ninguna fortuna. En efecto, las cosas malas y buenas se desenvuelven en tomo a algo material. La fortuna no puede hacer presa en algo que la naturaleza ha dejado escapar, ni puede ser desdichado el que no existe. Superó tu hijo los límites fijados para la esclavitud, lo ha acogido una grande y duradera paz; no avanza con miedo a la pobreza, ni preocupado por las riquezas, ni espoleado por los instintos que destrozan el espíritu valiéndose de los placeres; no le alcanza la envidia ante la felicidad ajena, no se siente oprimido por la propia; tampoco hiere sus oídos pudorosos ningún insulto; ningún desastre público puede contemplar, ninguno privado; no está pendiente del futuro, preocupado siempre de acontecimientos que nos prometen una inseguridad total. Se ha detenido por fin en el lugar de donde nada puede echarlo, donde nada puede atemorizarlo. ¿Acaso no te suena familiar?

L.A. Séneca, Consolación a Marcia, trad. Carmen Codoñer, Barcelona, Altaya, 1994 , 19.5-6.

martes, 1 de junio de 2010

46.

Quizá sea inútil tanto intento por hallar el sosiego en tu vida. Todas tus incursiones en los cultos diversos, en las religiones, en las filosofías, en las ideologías, todas esas tentativas en pos de la paz de espíritu son baldías. En cualquier momento, una circunstancia que un amanecer te deja indiferente o te molesta lo mínimo, otra mañana, o tarde, o noche, se alza como un muro infranqueable que tapona los poros de tu vida. Y todo depende de que en tu cerebro unas neuronas hayan decidido enlazarse de un modo u otro. ¿Qué religión o qué filosofía puede contra tus neuronas?