viernes, 26 de agosto de 2011

Esta última entrada no tiene número. A partir de la semana que viene, cuando ya se regularice la vida tras el verano e internet me esté disponible como habitualmente, voy a continuar este blog en otro lugar. Los problemas que he tenido con Blogger en los últimos tiempos así me lo aconsejan. Por otro lado, no esperaba que mis escasos, aunque selectos, lectores me pidieran que siguiera. Gracias a todos ellos. Sí aclararé que no creo que pueda volver a someterme al ritmo precedente de obligarme a escribir una entrada diaria. Pero intentaré continuar con el blog. Dado que me ha sido imposible responder a los comentarios en su lugar, le diré a D. Antonio y a todos que por supuesto me tienen a su disposición. La nueva dirección es http://librodecuentas.wordpress.com. De nuevo, gracias.

martes, 9 de agosto de 2011

328.

Te has dicho esta mañana: de hoy no pasa. Hace ya más de un mes que dejaste pendiente del regreso la continuación de este blog. Estuviste una semana en Amsterdam y cuando retornaste a tu vida diaria, te diste cuenta de que no tenías más ganas de continuar con este blog. Ignoras si fue la sensación que te apresó las entrañas, al desembarcar en Málaga, de penetrar una vez más en esta especie de reserva india que es España. O si, como dicen lenguas más aguerridas, el viaje te hace conocerte mejor. El resultado es que el barril de los deseos blogueros está agotado. Tampoco sabes si será para siempre o si al cabo de un tiempo tus palabras volverán a brotar en este rincón minúsculo del ciberespacio. Por ello, no vas a suprimirlo, sino dejarlo como está. Sea como sea, te recomía el alma largarte a la sueca, sin decir ni un triste "hasta la vista" a los pocos fieles que te han regalado generosamente sus ojos en la lectura. La tardanza es algo tristemente hispánico y de ello te acusas; pero el dar la cara es algo tremendamente civilizado. Finalmente. Queda, pues, todo dicho por ahora.

sábado, 2 de julio de 2011

327.

Nueva incursión en el mundo de Natsume Sōseki. Esta vez, la novela lleva por título El caminante. Aunque el camino no aparezca por ninguna parte y menos el caminante. Es el relato en primera persona de Jiro, miembro de una familia de clase media en el Japón de la Restauración Meiji, el mundo que conoció Sooseki, con un epílogo en forma epistolar. Pero el protagonista principal es el hermano del relator. Ichiro, que ése es su nombre, simboliza con su malestar íntimo, con su vacilación, con su inquietud, con su desolación moral esa sociedad que por orden de la superioridad tuvo que adaptarse bruscamente a una modernidad que le resultaba extraña. El universo tradicional se estaba derrumbando y el que se avecinaba parecía pretender asolar las almas de los japoneses. Y, como siempre, ese huracán pasa por las páginas del libro con la suavidad de la caída de los pétalos de la flor del cerezo en el alba de la primavera. Por eso te gusta la literatura japonesa, como ya has comentado anteriormente. Hay agón, conflicto, desencuentro, ruina y tristeza, pero nada que ver con las desgarraduras de la literatura occidental.

Natsume Sōseki, El caminante, Gijón, Satori Ediciones, 2011.

Nota.- El culpable de este blog se va una semana por ahí. No habrá entradas hasta que vuelva, salvo que por un milagro surja algo interesante que contar y haya conexión a internet. Gracias y hasta la vuelta.

viernes, 1 de julio de 2011

326.

Estampas andaluzas
Ella es una persona cercana a ti. Su hijo tiene algunos problemas. Nada serio, pero lo suficientemente molesto como para hacerla chocar con orientadores ignorantes y maestros de almas chamuscadas. El diagnóstico es fiable y el tratamiento está modernamente más que establecido y garantizado. Ella no tiene apuros económicos. Su marido gana un buen sueldo para lo que es la media en el pueblo y ella tiene una tienda. No están para tirar cohetes, pero sobreviven bien en medio de la ruina envolvente. Como es una luchadora, no ha parado de moverse para mantener a flote la barca vacilante de su hijo contra la incuria burocrática. Ha entrado en contacto con asociaciones, participa en reuniones y congresos. Sabe más del problema que ese pedagogo adocenado al halla con frecuencia medio dormitando en su despacho. Ha creado una asociación en el pueblo y más de una madre se ha unido, desoladas por el yermo en el que combaten las adversidades con que la naturaleza las ha visitado. Necesitan dinero. Y como es lógico, van al Ayuntamiento. Están al corriente de que allí de vez en cuando sacuden las arcas y reparten dádivas. ¿Qué mejor fin para ese dinero que su asociación? Las recibe el alcalde, les sonríe, les dice que algo les puede dar. Pero pone una condición: tienen que contar con las cofradías. Lo que sea, pero que aparezcan por algún lado. Ella se va molesta. No le gustan las cofradías. Pero algo tendrán que inventar. Necesitan dinero. En el regreso a casa, sabes que en su mente sólo le daba vueltas el colorido chillón de ese cartel electoral de Izquierda Unida que flameaba en el despacho del alcalde.

jueves, 30 de junio de 2011

325.

Relato.


OTRA ALCESTIS, SI OS PARECE


Θνῄσκω, παρόν μοι μὴ θανεῖν, ὑπὲρ σέθεν.
Muero, aunque pudiera evitar la muerte, por ti.

Eurípides, Alcestis, v. 284.

Es que lo he visto en la tele, ¿sabes? Iba como siempre, con ese andar de pato un poco despistado. Pero se le veía satisfecho. No es para menos, creo yo. Fue antes de acompañar a los niños a la Facultad y al instituto. Los acerco en el coche. No me coge tan de camino, pero tampoco es tanta la molestia si les ahorro el trayecto en metro y en autobús. Y me gusta estar con ellos, aprovechar esos instantes en su compañía. Estaba en la cocina preparando el desayuno y tenía la televisión encendida. Era un avance de noticias en medio de uno de esos programas que tratan de mil chismes sin trascendencia. Antes oía la radio, pero me he acostumbrado a ver la tele en la cocina mientras trasiego con platos, restos de tostadas y café con leche, estropajo y lavavajillas. Con la radio puedes pensar mientras la oyes. Con la televisión, no. Así que decidí un buen día que era mejor no pensar, puse un aparato en la cocina y me enganché a la caja tonta por las mañanas. Mi cabeza se pone demasiado pesada cuando empieza a trabajar por su cuenta. Y lo peor son las mañanas, con el día entero por delante. Son tantas ocupaciones acumuladas. Y vienen en tropel, no una detrás de otra, ordenadamente, que es como podría una manejarlas con cierta soltura. No, vienen en masa, apiñadas como una avalancha de nieve en medio de la montaña. No, sólo he visto las avalanchas en televisión. Es que se lo oí decir una vez a Alberto. Puede ser que de tanto trabajar con él se me haya pegado algo de su talento. Hubo un momento en que yo vivía la literatura más que él. Sí, me atrevo a decirlo, yo vivía la literatura casi más que él, durante aquellos primeros momentos en que tomó la decisión de intentarlo seriamente. Yo creía en sus libros más que él. Pero es otra historia. Te estaba diciendo que por las mañanas prefiero dejar mi mente en blanco. No lo consigo del todo, pero la televisión ayuda. Los niños, los niños..., mira que son grandes, pero nada, prefieren que les llame en vez de ponerse el despertador. A mí, la verdad, no me cuesta trabajo porque me levanto antes que ellos y también tengo que salir a la calle, a trabajar. Luego, nos montamos en el coche y, después de dejarlos, entonces pienso. Mientras, voy esquivando a los cafres que se cruzan delante de mí o me acosan con sus pitidos. A veces temo que sepan que me aterra conducir y que por eso, sádicamente, me aturullan con el horrendo sonido de sus bocinas y sus gritos. La gente a esas horas o está dormida o está de mala leche. Y más en una ciudad tan enorme como ésta. Y yo odio conducir, odio los coches, pero aquí son imprescindibles. Cuando vivíamos en el pueblo las cosas eran diferentes. Todo estaba a mano y la vida se deslizaba con mayor calma, casi imperceptiblemente. Pero sabes que para Alberto era importante salir de allí. Tenía razón, para qué vamos a negarlo. Aquí está el corazón del mundillo cultural. Podíamos habernos ido a Granada o a Sevilla. Pero puestos en faena con una mudanza, con un cambio de trabajo y de colegio para la mayor, porque el pequeño no había nacido aún, era preferible apostarlo todo y venirnos a Madrid. Te confieso que tuve buena parte de la culpa en esa decisión. Me refiero a la de elegir Madrid. Ya lo conoces cómo es. O mejor, cómo era. Siempre tan vacilante, tan apocado con sus cosas, tan poco seguro de sí, tan desconfiado acerca de sus propias capacidades. Para mí resultaba más que evidente que eso de escribir era muy importante en su vida. Esperar la jubilación en aquel ayuntamiento, todo el día rodeado de papeles, con las mismas caras cada mañana, con ese trabajo tan monótono. Y luego, aguardar la muerte dando paseos por el parque en compañía de viejos que nada compartían con él. Porque odia el fútbol, jugar a las cartas o al dominó. Y el alcohol sólo lo toma en las fiestas y con cuentagotas. Entendí que su futuro era posiblemente muy oscuro si seguíamos en el pueblo. Y mira que a mí me gusta. Piensa que nacimos allí, que allí fuimos al colegio y tuvimos nuestros primeros amigos, que son los que duran toda la vida. Allí están las familias y las tumbas de nuestros muertos. Yo adoro mi pueblo, sus calles, su gente, su olor cuando llega la primavera y el calor cuando el verano nos calienta las molleras. Al atardecer, pocas cosas hay más agradables que pasear por el parque, cuando empieza a levantarse una brisilla que te da la vida después de un día insoportable. Y vas viendo a todo el mundo. Y los vas saludando. Y les preguntas por su madre o por su padre, si el niño he encontrado trabajo o cómo lleva la muerte de su cuñado. Cosas así propias de los pueblos. ¿Y qué decirte del invierno? A veces nieva, ¿sabes? Entonces, todo se vuelve blanco, todo. Porque las casas son blancas y, entonces, se ponen blancos también los tejados y el negro del asfalto. Pero nos fuimos. Fui yo quien se lo propuse. No me pesó la mudanza porque fue responsabilidad mía y a la vista está que mi intuición fue acertada. Dudo que hubiera sacado algo en claro de habernos quedado allí. Las cosas importantes se cuecen aquí, donde viven los capitostes y la gente importante. Además, tuvieras que haber visto la cara de ese hombre cuando volvía del ayuntamiento a la hora de comer. Se le veía en los ojos su amargura, en su boca torcida, en el tono de sus palabras. Y yo sabía que todo era porque le gustaba escribir, porque se sentía escritor, pero no confiaba en poder cumplir su sueño de llegar a ser alguien en ese mundo, de ser aceptado por el público y por los críticos. El pueblo lo tenía encarcelado, pero la peor celda era su carácter. Así que tomé la iniciativa y comencé una lenta tarea. Porque junto a la falta de fe en sus capacidades, Alberto tenía miedo a arriesgar tanto. ¿Y si fracasaba? Tanto esfuerzo, se decía, tanto trastorno para acabar con idéntico trabajo, pero en medio de la locura de Madrid, con la vida mucho más cara, más ajetreada, sin el apoyo de nuestras familias. En fin, me costó un cierto trabajo vencer sus miedos. Lo conozco desde que éramos unos niños y nada más mirarlo ya sé qué es lo que tiene en la cabeza. Y decidimos venirnos a Madrid. Como es tan estudioso y tan inteligente, no necesitó mucha dedicación para sacarse otras oposiciones a un ministerio. Ya tenía bastante experiencia como administrativo y los temarios se los empapó como una esponja absorbe el agua. Desde entonces vivimos en Madrid. Al poco vino el niño. Me encargaba de la casa, de las criaturas y de la vocación de Alberto. Él se dedicaba a leer como un poseso. El piso se quedó pequeño para los libros que se traía. Gastábamos un presupuesto en libros, tanto que tenía que consultarle cuando necesitaba un trapito nuevo. En algún momento le sugerí que fuera a la biblioteca pública y los pidiera prestados, pero entonces me saltó con que los subrayaba y le hacía comentarios en los márgenes. Y terminó diciéndome que el placer auténtico lo dan los libros cuando se los posee. Me soltó una retahíla de razones que me dejó callada y ya no volví a mentarle el gasto en libros. Los niños estaban en primer lugar, como es natural, y nunca les faltaba de nada. Sin lujos, por supuesto, pero tenían de todo lo fundamental. Alberto se dedicaba a sus libros y yo me hundía en hacer cálculos y más cálculos para salir adelante. Al final si alguien tenía que conformarse sin algo era yo. Pero no me siento frustrada por eso. Es natural. Tú eres madre y me entiendes. Tú quieres a tu marido y me entiendes. En algún momento pensé que era injusto, pero se me pasaba. Me imaginaba a Alberto triunfando con sus novelas y se me pasaba el malestar. Bueno, me perdonarás que te vuelva a contar lo que ya sabes, pero necesito hablar, sacar fuera lo que me está bullendo en el corazón, todo lo que me ha vuelto a brotar al verlo esta mañana en la televisión, en estos momentos tan importantes para él. Sí, sí, era un dineral el que se gastaba en libros. Mejor que nunca saliéramos a ninguna parte ni nos gastáramos un céntimo en cines, restaurantes o teatros, porque hubiéramos tenido que sacarlo de no sé dónde. Me resultaba molesto, para qué voy a negarlo, porque a mí siempre me ha gustado salir. No soy de estar todo el día de acá para allá, dando tumbos, pero un sabadito por la noche me sienta de maravilla ir al cine o al teatro y cenar fuera. No te digo en uno de esos restaurantes que nada más entrar te piden un riñón, no. Me conformaba con una mesoncito, unas tapitas, ya sabes. Y si era con amigos, mejor que mejor. Pero Alberto era muy huraño. La gente le molestaba. Así que me veías pasando las semanas, los meses y los años metida en casa con las cuatro faenas de siempre y aburrida. Me salvó la tarea que me impuse de sacar adelante a mi marido, para qué te lo voy a negar. Al poco de instalarnos, empecé a insistirle en que debía tomarse en serio su vocación. Así llamé yo a ese impulso sin freno que lo obligaba a emborronar páginas y páginas con esa letra de hormiguita que tiene y que yo sólo entendía. Menos mal que en las oficinas ya nadie emplea la escritura a mano, que todo eran máquinas de escribir antes y ordenadores ahora, que si no, no sé, no sé. Luego, yo mecanografiaba sus manuscritos, porque sabía escribir a máquina. En el pueblo hice un par de cursos y se me daba bien. Alberto me decía que estaba harto de emplear el chisme en la oficina y que su tiempo fuera del trabajo debía dedicarlo a la creación. Así que tomé sobre mis espaldas la tarea de secretaria. Luego aprendí a manejar el ordenador también para pasarle sus escritos. Los primeros momentos, cuando los niños eran pequeños me resultaba complicado. Era difícil encontrar tiempo; pero fueron creciendo y me encontré más disponible para esa tarea y las angustias fueron remitiendo. Le dejaba en su cuarto leyendo y escribiendo. Gracias a mi insistencia, consiguió terminar su primera novela. Él quería dedicarse a escribir relatos breves, pero yo le dije que ni hablar. Que eso de los relatos breves no da fama ni dinero, suposición que era cierta, como pude comprobar después. Mi intuición me decía que Alberto necesitaba dar el golpe con una novela. Ésas sí que se venden y como des con una que enganche a la gente, pegas un golpe doble de una vez, te forras y te haces famoso. Luego, todo resulta mucho más fácil. Como era habitual, él no se sentía con fuerzas. Escribió algunos cuentos que mandó a concursos. Yo sospechaba que era un camino inútil, pero lo dejé porque creía que podría ser un buen rodaje. Yo no entiendo mucho de literatura y menos de cómo se venden libros, pero tenía un instinto en el que confiaba, como me ha pasado siempre en la vida. Nunca le premiaron nada. Sólo una vez quedó finalista de uno, cuyo primer premio se lo dieron a un escritor consagrado de ésos que tienen renombre tanto por sus libros como por sus andanzas. Se veía a la legua que estaba amañado. Hasta yo me di cuenta de que lo que había escrito ese figurón era un bodrio. De hecho, durante la copita que dieron tras la concesión del premio, a la que asistimos como invitados, uno de los miembros del jurado que había seleccionado a los finalistas, se le acercó y le felicitó porque, en su opinión, el relato de Alberto era el mejor. Luego, se encogió de hombros y nos dio a entender que el pescado estaba vendido de antemano. En todo caso, lo importante fue que mi marido se sintió algo animado. En ese momento decidió embarcarse en su primera novela. Le llevó casi dos años terminarla. No quiero ni que imagines lo que pasé con la dichosa novelita. Había días que parecía como si el mundo fuera a venirse abajo por culpa de eso que él llamaba "inspiración". Luego se presentaban los detalles. Que si tal personaje no cuadra, que si tal situación no le gustaba, que si tal suceso era infantil. No sigo. Yo lo oía sin pestañear, le aportaba mis ideas para la trama, que nunca eran aceptadas, claro está, y estaba pendiente de echarle un cable cuando veía que estaba a punto de tirarlo todo por la borda. El caso es que al final la terminó. Un trabajo de forzado, te lo aseguro. Pero ahora venía una segunda parte que creo fue tan complicada como la primera. ¿Qué hacíamos con la novela? Alberto era partidario de mandarla a un concurso. Yo, no. Después de la experiencia sufrida, pensaba que era mejor remitirla directamente a varias editoriales y probar fortuna. Así lo hice. Y digo lo hice, porque me encargué yo de buscar direcciones, de hablar por teléfono, de preguntar si admitían originales, de encargar las copias, de terminar los paquetes. En aquellos tiempos no había eso de los correos electrónicos, como ahora. Otro presupuesto, chica, otro presupuesto en fotocopias y encuadernaciones, y en gastos de correos. Pero todo estaba justificado si lograba que Alberto fuera feliz. ¿No es normal esa conducta cuando amas a alguien? Aunque todo fue inútil. Inútil. Es que ni nos contestaban. Sólo alguna tuvo la deferencia de enviarnos un tarjetón rechazándola. Intenté comprender que las editoriales deben de recibir miles de originales y que si se ponen a contestar a todos, se gastarían una fortuna en papel y sellos; pero, por otro lado, como sufría en primera línea las penalidades de los escritores desconocidos, me enfurecía por su falta de tacto, de sensibilidad, de humanidad. ¿Tanto costaba responder amablemente que no les interesaba? La novela descansó en uno de los cajones de su mesa de trabajo. Parecía que todo había terminado. Era lo que le faltaba a Alberto para confirmar que eso de escribir no era sino una utopía para un ser tan carente de cualidades como él pensaba que era. Pasamos una mala temporada. Se volvió apático y malhumorado. Más callado que nunca. Siempre había que extraerle las palabras con sacacorchos, pero en aquellos meses, se volvió más taciturno y silencioso que antes. Poco a poco, como todo lo que tiene relación con él, fui socavando sus defensas y le fui convenciendo de que lo intentara de nuevo. Si te soy sincera, en aquella época no sabía si, efectivamente, Alberto podía llega a ser un buen escritor o no. Lo que me importaba era verlo haciendo lo que le gustaba. Compensaba los sinsabores de bregar con los fracasos el verlo en su mesa, embebido, maquinando tramas y personajes, lleno de un entusiasmo del que carecía cuando volvía a la vida real, a la vida cotidiana. Alberto tenía un mundo interior en el que únicamente era feliz con plenitud y que yo cultivaba con todo mi amor para él, sólo para él. Y logré convencerlo para que iniciase la tarea de escribir una segunda novela. Es curioso Alberto. Su falta de confianza iba paralela a un impulso incontenible por leer y por emborronar papeles. Supongo que es la cualidad que distingue a un escritor vocacional de un aficionado. Tal vez mi percepción de lo esencial que era para Alberto escribir me hizo apostar por él y confiar en que a base de esfuerzo y trabajo quizás un día lograra lo que más deseaba en el mundo. Por supuesto que en medio de todo este fregado yo seguía con mi vida. Los niños iban creciendo y yo me había hecho con un grupo de amigas. Fue cuando te conocí. Lo necesitaba porque si no, me hubiera hundido en la tristeza. Y ya que los fines de semana eran sagrados para mi marido en su estudio, al menos podía salir con vosotras. Fue entonces, también, cuando empecé a prepararme para administrativa. Aproveché esos cursos que había hecho en el pueblo. Siempre me hizo ilusión tener un trabajo propio. Y mira por dónde, al final lo conseguí, vaya si lo conseguí. En fin, no aspiraba a nada del otro mundo. Lo suficiente para sentirme bien y meter algún dinerillo en casa. Pero hasta aquel momento nunca tuve tiempo. Y ahí donde lo ves, Alberto no veía con buenos ojos que trabajase fuera de casa. Ahora se las da de moderno y va por ahí hablando con importancia de una serie de cosas que me dejan helada. Pero en sus buenos tiempos, cuando no era nadie, la sola mención de buscarme un trabajo, lo ponía enfermo. Estudié casi de manera clandestina. Él lo sabía, por supuesto, pero no le gustaba ver trazas en su entorno que le recordasen que su mujer estaba estudiando. Llegué a pensar que era su particular manera de salvar un cierto sentido de culpa por no haberle dedicado nunca ni un segundo a sus hijos. Su conciencia estaba tranquila porque sabía que su mujer estaba al frente de la familia, mientras él se dedicaba a sus cosas. El caso es que aquellos cursos de formación profesional me vinieron luego muy bien. De hecho, fueron mi salvación. No gano como para darme grandes lujos, pero sobrevivo con dignidad. Aquel fue el mejor momento para estudiar. Tú bien sabes lo dura que puede hacerse la vida cuando tienes a los hijos ya algo crecidos y van al colegio, cuando no te necesitan para todo. ¿No? Bueno, entonces es que debo ser una exagerada. El caso es que organicé bien las labores de la casa y el trabajo como secretaria de mi marido y me encontré con un tiempo que me interesaba más llenar con algo que siempre me había apetecido. Me parecía mejor que plantarme ante la televisión o salir a la calle a perder el tiempo de cotilleo con las vecinas. Me he desviado del tema, perdona. Alberto empezó su segunda novela. También le llevó terminarla un par de años. Fue un proceso tan penoso como el anterior, con el agravante de que se estaba volviendo más gruñón. La terminó y volvimos al tormento del envío a editoriales. Aunque esta vez mi ayuda fue un poco más certera. Entre la escritura de la primera novela y de esta segunda, había conocido a Cecilia. Su marido me echó una mano. Conoce a un editor que recibió el original con una notita suya. Por supuesto que Alberto no hubiera triunfado si su obra no hubiera valido la pena; pero el empujoncito del marido de Cecilia fue importante. Siempre me he temido que las editoriales ni siquiera miran lo que se les envía. Es como siempre han funcionado las cosas en este país, lo fundamental no es que valgas para lo que haces o no, sino tener buenos conocidos que te den el achuchón y te coloquen en una posición a partir de la que puedas demostrar lo que vales. O vivir del cuento el resto de tu vida, claro. Como dice el refrán, quien no tiene padrinos, no se bautiza. Con todo, lo importante fue que la novela le gustó al editor, que la publicó, que se vendieron algunos miles de ejemplares, que la crítica la recibió bastante bien y que Alberto, por primera vez en su vida, se sentía contento consigo mismo. A partir de entonces, las cosas fueron desarrollándose con un ritmo firme, a pasos contados, nada de prisas, pero tampoco pausas. Comenzaron a hacerle entrevistas. Escribió otra novela y otra. Disfrutaban, generalmente, de una estupenda acogida. Porque, la verdad, Alberto es un excelente escritor. Se fue haciendo famoso. Para dejar el trabajo de funcionario en el ministerio no le hice falta yo. Él solito tomó la decisión y me pareció bien. Los derechos de autor le estaban dejando bastante dinero y comenzó a colaborar en periódicos y revistas. Hasta le propusieron hacer un programa de televisión sobre libros. La vida le iba viento en popa y su amor hacia mí iba menguando irremediablemente. Hasta que un día me dijo que se iba de casa porque estaba liado con una periodista. Yo sabía quién era la señorita. Era joven y vistosa. Se le veían ganas de arrasar. Trabaja en la televisión. Lloré, como es lógico, pero no le di la satisfacción de rogarle, ni le recordé nuestra vida en común. Ahora son asiduos de fiestorros y de revistas. Están de moda los dos. Vaya, hablo sin parar. ¿A qué vino todo esto? Ya recuerdo. Lo he visto en la tele esta mañana. Era antes de acompañar a los niños. Era antes de ir a meterme en la oficina de la empresa, antes de ir al supermercado, antes de volver a casa y hacer la comida, de limpiar y poner la lavadora, antes de que vuelva la niña y me cuente cómo le va en la Facultad, antes de que el pequeño regrese cabreado y soltando tacos, como siempre, del instituto, ¡el pequeño, si tiene dieciocho años! Se parece a su padre. Tiene sus mismos andares, esos andares de pato de su padre, ese caminar desbaratado que rechinaba con el traje de gala que llevaba puesto, con la pajarita, el frac y el discurso de aceptación del sillón en la Real Academia.

miércoles, 29 de junio de 2011

324.

Lecciones de democracia (III)
Herodoto, Historias, 3 80.1-6.
[1] ἐπείτε δὲ κατέστη ὁ θόρυβος καὶ ἐκτὸς πέντε ἡμερέων ἐγένετο, ἐβουλεύοντο οἱ ἐπαναστάντες τοῖσι Μάγοισι περὶ τῶν πάντων πρηγμάτων καὶ ἐλέχθησαν λόγοι ἄπιστοι μὲν ἐνίοισι Ἑλλήνων, ἐλέχθησαν δ᾽ ὦν. [2] Ὀτάνης μὲν ἐκέλευε ἐς μέσον Πέρσῃσι καταθεῖναι τὰ πρήγματα, λέγων τάδε. “ἐμοὶ δοκέει ἕνα μὲν ἡμέων μούναρχον μηκέτι γενέσθαι. οὔτε γὰρ ἡδὺ οὔτε ἀγαθόν. εἴδετε μὲν γὰρ τὴν Καμβύσεω ὕβριν ἐπ᾽ ὅσον ἐπεξῆλθε, μετεσχήκατε δὲ καὶ τῆς τοῦ Μάγου ὕβριος. [3] κῶς δ᾽ ἂν εἴη χρῆμα κατηρτημένον μουναρχίη, τῇ ἔξεστι ἀνευθύνῳ ποιέειν τὰ βούλεται; καὶ γὰρ ἂν τὸν ἄριστον ἀνδρῶν πάντων στάντα ἐς ταύτην ἐκτὸς τῶν ἐωθότων νοημάτων στήσειε. ἐγγίνεται μὲν γάρ οἱ ὕβρις ὑπὸ τῶν παρεόντων ἀγαθῶν, φθόνος δὲ ἀρχῆθεν ἐμφύεται ἀνθρώπῳ. [4] δύο δ᾽ ἔχων ταῦτα ἔχει πᾶσαν κακότητα: τὰ μὲν γὰρ ὕβρι κεκορημένος ἔρδει πολλὰ καὶ ἀτάσθαλα, τὰ δὲ φθόνῳ. καίτοι ἄνδρα γε τύραννον ἄφθονον ἔδει εἶναι, ἔχοντά γε πάντα τὰ ἀγαθά. τὸ δὲ ὑπεναντίον τούτου ἐς τοὺς πολιήτας πέφυκε: φθονέει γὰρ τοῖσι ἀρίστοισι περιεοῦσί τε καὶ ζώουσι, χαίρει δὲ τοῖσι κακίστοισι τῶν ἀστῶν, διαβολὰς δὲ ἄριστος ἐνδέκεσθαι. [5] ἀναρμοστότατον δὲ πάντων: ἤν τε γὰρ αὐτὸν μετρίως θωμάζῃς, ἄχθεται ὅτι οὐ κάρτα θεραπεύεται, ἤν τε θεραπεύῃ τις κάρτα, ἄχθεται ἅτε θωπί. τὰ δὲ δὴ μέγιστα ἔρχομαι ἐρέων: νόμαιά τε κινέει πάτρια καὶ βιᾶται γυναῖκας κτείνει τε ἀκρίτους. [6] πλῆθος δὲ ἄρχον πρῶτα μὲν οὔνομα πάντων κάλλιστον ἔχει, ἰσονομίην, δεύτερα δὲ τούτων τῶν ὁ μούναρχος ποιέει οὐδέν: πάλῳ μὲν ἀρχὰς ἄρχει, ὑπεύθυνον δὲ ἀρχὴν ἔχει, βουλεύματα δὲ πάντα ἐς τὸ κοινὸν ἀναφέρει. τίθεμαι ὦν γνώμην μετέντας ἡμέας μουναρχίην τὸ πλῆθος ἀέξειν: ἐν γὰρ τῷ πολλῷ ἔνι τὰ πάντα.”

Cuando el alboroto hubo cesado y hubieron pasado cinco días, los sublevados contra los Magos deliberaron acerca de todos los acontecimientos y se pronunciaron unos discursos increíbles para algunos griegos, pero que realmente fueron pronunciados. Otanes exhortó a transferir el poder al pueblo persa con estas palabras: “Creo que ya no es posible que uno se convierta en nuestro monarca. No es ni apropiado ni bueno. Sabéis hasta qué punto llegó la soberbia de Cambises y fuisteis partícipes de la soberbia del Mago. ¿Cómo, entonces, podría ser algo conveniente la monarquía, si el monarca es capaz de hacer lo que desea sin tener responsabilidad? Incluso al mejor de todos los hombres, una vez elevado a esa posición, podría privarlo de los pensamientos propios de gentes normales. Porque se apodera de él la soberbia dados los bienes que están a su alcance y desde su nacimiento la envidia crece en ese hombre. Al poseer estos dos vicios, posee toda maldad, porque, ahíto de soberbia y de envidia, lleva a cabo muchas y temerarias acciones. Aunque el rey debiera carecer de envidia, al ser dueño de todos los bienes, nace en él lo contrario en lo que respecta a los ciudadanos. De este modo, envidia a los mejores porque viven y son prósperos. Pero se alegra de que existan malos ciudadanos y es el primero en admitir sus calumnias. Y lo más incongruente de todo: si se le admira con moderación, se enoja porque no es objeto de exclusiva atención; y si alguien se la presta exclusivamente, se enoja con él por ser un adulador. Y ahora voy a decir lo más importante: el monarca anula las costumbres tradicionales, viola a las mujeres y mata indiscriminadamente. Por el contrario, el pueblo, al poseer el gobierno, ostenta en primer lugar la igualdad, el título más hermoso de todos. En segundo lugar, no hace nada de lo que hace el monarca: ejerce los cargos por sorteo, su poder está sometido a responsabilidad y administra todas las decisiones públicamente. En suma, mi opinión es que abandonemos la monarquía y exaltemos al pueblo. Porque con el pueblo todo puede hacerse”.

martes, 28 de junio de 2011

323.

Cada vez que a la paciente de la cama que estaba a tu izquierda le preguntaban qué quería comer, la sima del deseo se revolvía en tu cerebro. A ti nunca te preguntaban qué querías para comer. Tampoco era normal que en la UCI le preguntaran a nadie por el menú. Casi todos los que penabais en aquella antesala del Hades estabais sumidos en el coma o durmiendo un sueño cuyo despertar podía o no producirse. A ti siempre te traían pollo, pescado y patatas o arroz, unos purés insufribles y de postre gelatinas y flanes. Hubieras ofrecido tu reino, de tenerlo, por una humilde ensalada, con sus tomates, lechuga, alguna aceitunita despistada y maíz. Hasta que un buen día, quizá por despiste de alguien, te presentaron una ridícula ensalada. Por aquel entonces, tu síndrome de opsoclono y mioclono te impedía manejar nada. Gracias a tus conocimientos del griego, el médico, cuando tiempo atrás te había revelado esa secuela, no tuvo que explicarte en qué consistía el maleficio. Tus piernas, tus pies, tus brazos, tus manos, tus ojos temblaban. Para comer, necesitabas la presencia de una auxiliar. No recuerdas por qué, el día de la ensalada la auxiliar no venía. Así que armado de valor y de un tenedor, empezaste la hazaña de aferrar aquel solitario grano de maíz que lucía como una pepita de oro en medio de tu escuetísima ensalada. El combate fue arduo. Tus manos no te obedecían, pero tu deseo de comerte ese grano de maíz te empujaba a intentarlo una y otra vez. Imposible pincharlo. Sostenerlo entre los dientes del tenedor era un ejercicio de destreza circense. Con frecuencia, cuando estaba a punto de llegar a la boca, una oscilación de tu mano devolvía el objeto de tus ansias al plato. Hoy no recuerdas si acabaste por comerte el maíz o no. Sólo puedes revivir ese combate desigual entre un enfermo tembloroso y un pérfido grano de maíz. Hasta que saliste de la UCI no volviste gozar de ese privilegio de zares que es una ensalada. Por supuesto, a la primera que pudiste, exigiste mucho, mucho maíz.