jueves, 23 de diciembre de 2010

171.

Empezaste siendo católico, como tu familia y el ambiente decidían en tu niñez. Luchaste, como Blas de Otero, contra Dios para verle el rostro. Pasaste por cursillos y movimientos cristianos. Defraudado, intentaste acercarte a otras versiones del cristianismo y te sumergiste en las Iglesias Reformadas. Una noche de verano, desvelado y envuelto el calor de las estrellas, formulaste la pregunta: “¿Y si Dios no existiera?”. Los resultados fueron una alocada conjunción de angustia y libertad. Pasaba el tiempo y te volviste materialista. Te inundaron Epicuro y Lucrecio. Pero, como has dicho ya antes, el vacío se hacía tremendo en su alboroto. Lo intentaste con los estoicos, Marco Aurelio fundamentalmente, y la lectura de Platón te iluminó durante una temporada. Más adelante, descubriste el budismo y te sedujo el zen. Desde entonces practicas la meditación regularmente y haces esfuerzos por penetrar en esos arcanos en cuyo fondo se descubre que no hay arcanos. Los zarandeos, sin embargo, del escepticismo han hecho brotar un telón de acero ante el compromiso firme. Cuando la enfermedad azotó tus jornadas, rezaste y creíste recuperar la fe, pero fue un espejismo. La vida va transcurriendo entre los despistes del velo de Maya, metamorfoseados en los afanes diarios de la subsistencia. Hace un par de años, recuperaste el materialismo con todo el movimiento de la revolución naturalista. El zen y la ciencia no eran incompatibles, sino complementarios, descubriste; y eso te tranquilizaba. No hablas de política porque también has cruzado el mapa de una punta a otra traqueteando por carreteras de tercer orden. Incluso llegaste a afiliarte a un partido, del que escapaste aterrado cuando advertiste que no era sino una jaula de grillos peleando por el mando. En fin, llegados a esta estación sólo sabes que todo lo que existe perecerá; incluidos esos seres amados por los que realmente resistes el turno infalible de los días. El budismo tiene razón cuando afirma que la forma es vacío y el vacío, forma. Todo lo demás, incluida la ciencia, es opinable. Sólo te resta obrar en consecuencia, hijo de tu tiempo.

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