sábado, 30 de octubre de 2010

127.

Qué bien descubierto el término de “ciudadela” aplicado al mundo interior de quienes se sienten perplejos ante la vida y prefieren resguardarse al amparo de sus piedras. Zweig te dice que procede de Goethe. Tú, como buen helenófilo, lo cambias por otra palabra más acorde a ti. Tú no tienes una “ciudadela” que defender y en la que refugiarte, sino una “acrópolis”. Οὐδαμοῦ γὰρ οὔτε ἡσυχιώτερον οὔτε ἀπραγμονέστερον ἄνθρωπος ἀναχωρεῖ ἢ εἰς τὴν ἑαυτοῦ ψυχήν. No hay lugar más reposado y libre de quehaceres al que pueda retirarse el hombre que su propia alma, vuelve a ti Marco Aurelio.

Marco Aurelio, Meditaciones, IV 3.

viernes, 29 de octubre de 2010

126.

Fernando Sánchez Dragó. No has leído ni uno solo de sus libros. No te gusta su egocentrismo y sus artículos con frecuencia no te empujan a identificarte con sus palabras, pero su programa Las noches blancas en TeleMadrid es el único sobre libros que soportas por su libertad, y su amor a Japón te seduce. Por otra parte, en algún momento has dejado dicho que no tratarías de política en este blog. Pero vives en un país cainita y haber nacido aquí te empuja a tomar partido, por más que quisieras englobarte en esa Tercera España que siempre intentó hacer crecer en este erial del pensamiento un poco de la vegetación de la libertad. Lo persiguen a Dragó. Si la algarada tuviera algo que ver con las ideas, merecería la pena intentar esbozar los argumentos. Razones tales como que los patronos de la transgresión se han vuelto ahora timoratos moralistas; razones como que los adalides de la libertad están convirtiendo España en una versión postmoderna de Trento; razones tales como que los defensores del librepensamiento están devolviéndonos a la edad oscura del monolitismo intelectual. ¡Cuidado con lo que piensas sobre las mujeres! ¡Cuidado con lo que comes, con lo que bebes, con quien haces el amor, con tus amistades! ¡Cuidado con el lugar adonde llevas tus hijos a educarse, cuidado con el periódico que lees, la emisora de radio que escuchas, la televisión que ves! ¡Cuidado con los libros que lees y la música que escuchas! ¡Cuidado con el lugar que pisas y los sitios que visitas! Como no tengas cuidado serás irremediablemente un facha digno de una ejecución civil en el cadalso del qué dirán. Se te cerrarán puertas, se te expulsará de lugares, se te mirará mal. Serás escoria social y humana. Ten cuidado no sea que bajen de los montes los nuevos requetés del progreso, armados con las bayonetas de sus medios de comunicación, de sus clientes y secuaces gritando “¡Rediós, que me los como!”. Podrías seguir intentando esbozar razones, pero sobran. Detrás de todo esto no hay más que la lucha por el poder en la única zona de España donde se lleva una política moderadamente liberal y que, para rabia de sus detractores, funciona. Estás con Dragó porque lo persiguen los nuevos inquisidores que, como aquellos, sólo adornan de ideas la vieja lucha por mandar. Como siempre, detrás de la política sólo hay pulsión por el poder. Por eso es bueno el liberalismo, porque se basa única y exclusivamente en no fiarse nunca, nunca del que manda, Sea quien sea.

jueves, 28 de octubre de 2010

125.

En lejanos años te acercaste a una antología de los Ensayos de Montaigne publicados en una de esas colecciones que recogían lo que se suponía debía leerse para considerarse culto. Ya entonces quedaste fascinado, pero hubo de pasar una buena ristra de años para poder leerlos enteros en una edición más moderna. Últimamente, y siguiendo a cuestas con tus héroes, tuviste ante tus ojos otro libro de Stefan Zweig: El legado de Europa, donde hallaste, expresadas en mejor estilo del que tú usarías, las conclusiones que extrajiste de la inmersión en el bordolés. La obra de Zweig es una colección de ensayos, unos más breves que otros, acerca de autores que han llamado la atención del escritor austríaco. Los hay conocidos y los hay desconocidos. El paso del tiempo arrasa con famas y reputaciones del mismo modo que conserva incólumes los prestigios y desvela talentos ocultos. Entre esos autores, el Señor de Montaigne es el primero. Ya leíste ese ensayo en otra edición. Se ve que recoger grupos de artículos de autores célebres da para muchos volúmenes en los que la repetición no es mácula. Pero, como sucede tantas veces, la lectura renovada de viejos textos al cabo de los años escorza nuevas perspectivas. El Señor de Montaigne reaparece ante tus ojos como el defensor de esa “ciudadela” que es su mundo interior, acosado por los asedios exteriores que atacan armados con los arietes del dinero, las escalas de la fama, las lanzas de la adulación, los arcabuces del poder y toda la artillería, en suma, de aquello que los santos denominaban “el siglo”. Admiras al aristócrata de nuevo cuño que se refugia en su torre y se siente feliz con sus libros y sus máximas escritas en los muros. Aunque, pasados los años, ese mismo mundo del que deseó escapar lo reclamó. Acudió a su convocatoria y cumplió con funciones públicas y hasta se atrevió a hacer un largo viaje. Te gusta el detalle de que aprendiera antes a hablar en latín que en francés, y sus continuas citas a autores de la Antigüedad, su cultura asentada en el humanismo tradicional que le lleva a desentenderse de la escabechina mutua llevada a cabo católicos y hugonotes. Entresacas párrafos, uno de los cuales difumina un argumento que solías esbozar en otros tiempos y cierne nueva luz sobre la maldad humana. Dice Zweig: El hombre puede ser libre en cualquier época. Cuando Calvino apoya los procesos contra las brujas y condena a morir a fuego lento a un adversario, cuando Torquemada envía a centenares de personas a la hoguera, curiosamente sus exaltadores los disculpaban diciendo que no habían podido actuar de otro modo por cuanto era imposible escapar por completo a las ideas de su tiempo. Pero lo humano es inmutable. Aun en los tiempos de los fanáticos vivieron siempre personas humanitarias, y en la época de El martillo de las brujas, de la Chambre ardente y de la Inquisición ni por un momento pudieron los fanáticos turbar la clarividencia y humanidad de un Erasmo, de un Montaigne, de un Castellio. Y mientras que los otros, los profesores de la Sorbona, los concilios, los legados, los Zwinglios y los Calvinos proclamaban “Nosotros sabemos la verdad”, la divisa de Montaigne fue “¿Qué sé yo?”. Y mientras ellos querían imponer con la rueda y el destierro el “¡Así tenéis que vivir!”, su consejo proclamaba: ¡Pensad vuestras ideas, no las mías! ¡Vivid vuestra vida! ¡No me sigáis a ciegas, manteneos libres! Quien piensa libremente, respeta toda la libertad sobre la tierra.

Stefan Zweig, El legado de Europa, trad. Claudio Gancho, Barcelona, El Acantilado, 2004. La cita corresponde a las páginas 60-61.

miércoles, 27 de octubre de 2010

124.

Si esta tarea laica de tu blog precisara de un patrón, ése sería sin duda Michel Eyquem, Señor de Montaigne, haciendo salvedad, por supuesto, de la distancia entre la infinita erudición del francés y tu escueta sabiduría. Este blog es una desvaída versión actual de sus Ensayos, variopinta miscelánea de diversa materia, acumulación de pareceres sin más orden que el interés disperso del autor, muestra de las aficiones y atenciones del que redacta. Algo más hay en común entre ambos: vuestra duda esencial (recuerda el Que sais-je? escrito en las paredes de su estudio en la torre) y vuestro amor por la Antigüedad.

martes, 26 de octubre de 2010

123.

Cuando leíste Por el Oeste de Irlanda, encargaste otro libro del mismo autor. Esta vez su viaje transitaría las sendas de Noruega. El viajero cuenta su singladura en el crucero Hurtigruten, la ruta marítima que une Bergen con Kirkenes, en el extremo septentrional de la península escandinava. Una vez desembarcado en esta última ciudad, el escritor emprende una ruta por tierra hasta llegar a Finlandia, donde termina el periplo. El libro te ha gustado menos que el anterior. No eres muy asiduo de los libros de viajes e ignoras hasta qué punto el género exige la disolución del autor ante el asunto, pero León Lasa acumula en sus páginas numerosas consideraciones sobre el Apocalipsis climático, sobre la nostalgia de sus tiempos pasados, sobre el despeñadero de la sociedad moderna. En fin, una serie de tópicos que no por ser plenamente personales, oscurecen el asunto principal. Cuando te acercas a conocer las experiencias sobre un viaje a Noruega, esperas otra cosa diferente de las apreciaciones pesimistas del autor sobre lo mal que va el mundo. Sobre todo si no te crees eso del cambio climático, si piensas que la sociedad moderna no es tan mala como creen los occidentales bien alimentados y protegidos, y ello a pesar de que la modernidad esté dando de lado a la tradición. A veces te cansas de esa corrección ideológica que permea hasta los más imprevistos rincones de la actividad cultural. Tu conclusión es que, a pesar del inminente fin del mundo, sigues esperando el momento de embarcarte en uno de los navíos del Hurtigruten. Es un sueño de largos años, no una pulsión por ver el Ártico antes de que se quede sin hielo. Por lo demás, estás plenamente de acuerdo con el autor en que el Norte es la belleza.

León Lasa, En Noruega, Córdoba, Almuzara, 2009.

* * *

Cuando terminaste En Noruega, sentiste curiosidad por leer un libro de Ángel Ganivet que el autor menciona. A raíz de su paso por Finlandia, León Lasa cita algunos pasajes de Cartas finlandesas, recopilación de artículos que el diplomático granadino envió regularmente a un periódico de su ciudad sobre su experiencia en el Helsinki de fines del siglo XIX. Lo descargaste (legalmente) de Internet y te lo leíste en un abrir y cerrar de ojos. Fundamentalmente, porque pasabas por alto los amplios comentarios de Ganivet sobre España e ibas directamente a los textos sobre Finlandia. Lo que más te llamó la atención fue la semejanza que los finlandeses de aquel tiempo tienen con los de hoy. Los conoces por experiencias de personas muy cercanas que han visitado el país y por algunas novelas de autores fineses. El libro es distraído y tiene un cierto salero andaluz. Poco importaba que en aquellos momentos formaran parte del Imperio Ruso, eran, como hoy, borrachuzos, laboriosos y discretos, lo que te hace pensar que la prosperidad o la ruina de las naciones no depende de sus gobiernos, sino de los pueblos que las integran. Admirable pueblo y admirable país.

Ángel Ganivet, Cartas finlandesas y hombres del norte, http://www.librodot.com.

lunes, 25 de octubre de 2010

122.

Mientras que para los cercanos un enfermo de Alzheimer es una condena, para el enfermo puede que sea la manera más dulce de darle el adiós a la vida. Todos nuestros males, como nuestros bienes, proceden de la conciencia. El dolor no es dolor si no se es consciente del mismo. Tampoco la alegría, cierto es, pero la vida está más llena de sufrimiento que de gozo. Esta percepción de la realidad humana no es sólo patrimonio del budismo. Los estoicos en la vieja Grecia ya se dieron cuenta de que es nuestra opinión (ὑπόληψις) sobre la realidad lo que nos afecta, no la realidad misma. Y la opinión reside en nuestra mente y procede de nuestra conciencia. Sufrir de Alzheimer es ir perdiendo lentamente la conciencia de sí mismo. ¿Acaso no es ése el objetivo de la meditación? ¿No se pretende el olvido de sí mismo? Irse alejando de la conciencia y de su cimiento, la memoria, es despedirse de nosotros mismos y entrar en el ámbito de la nada, donde no hay dolor ni placer, sino infinita calma y paz. Como con la muerte, lo peor del Alzheimer son los que se quedan, no los que se han ido.

sábado, 23 de octubre de 2010

121.

No recuerdas que tú fueras así cuando tus hijos eran pequeños. Estabas con tu hija comiendo en un bar. En el pequeño salón sólo había otros clientes. Una pareja mayor (los abuelos) y una más joven (los padres). Y el pequeño monstruo. Una criatura de no más de tres años que atronaba con sus gritos el espacio. Su actividad, molesta, muy molesta, no cesaba. Ante esa lógica incontinencia infantil, los cuatro adultos miraban embobados las terroríficas evoluciones del bicho. De vez en cuando la madre amenazaba con la boca pequeña: “Si no te portas bien, te subo al carrito”. Por supuesto, nunca fue castigado. Los abuelos lo miraban arrobados. La chinche saltarina rompió un vaso y el padre le reprendió con una voz suave: “Eso no se hace. Te voy a subir al carrito”. Le hablaban como si fuera un pequeño adulto, los idiotas. Inútil fue cualquier intento de control con esas armas, claro está. La tortura para tus oídos continuó todo el tiempo durante el cual el aprendiz de dictador perpetuo campó por sus respetos. Era un espectáculo penoso, excepto para el público que admiraba a su estrella. Lo peor es que ese tipo de escenas se repiten continuamente por doquier. Niños tiránicos y padres imbéciles. Es el signo de unos tiempos en los que las normas no existen y los niños son protegidos como si fueran una especie en extinción. Crees que tú nunca fuiste así como padre. Lo crees firmemente, lo esperas y temes que estés equivocado…

viernes, 22 de octubre de 2010

120.

Te atreves a la gran osadía, porque nunca fuiste buen poeta. Todo lo más emborronaste páginas con engendros pretendidamente poéticos. Escribes algo que por la disposición de las líneas cualquier profano llamaría "poema", pero que tú sólo te arrojas a denominar ejercicio de inglés. Lo escribiste inspirado por las palabras de un conocido que te contaba los últimos momentos de su madre en un escenario donde toda la familia se despedía de ella. El título del ejercicio recoge las palabras finales que el hijo dirigió a la madre y tras las cuales murió dulcemente. La conversación era en inglés porque el conocido había nacido en Gran Bretaña. Y brotó lo que sigue. Confiesas que Jenny, tu profesora de inglés, te lo ha corregido algo. Y que te perdonen los poetas.

Go to sleep
Go to sleep
surrounded
by the flood of sights and the whispering of voices
by the murmur of the hearts and the caress of the steps
go to sleep
now you have seen the deepest path of the life
and the secret of the columns
now you have got the knowledge
of that misty dew on the strongest oak
you know
in sights and voices in hearts and steps
just the human love
and now go to sleep
and rest

jueves, 21 de octubre de 2010

119.

La historia nos arrastra hasta convertirnos en pasto de sus mitos.

miércoles, 20 de octubre de 2010

118.

El odio del socialismo canónico hacia el cristianismo se te antoja una versión colectiva de aquella pulsión freudiana que pretendía (y temía) el asesinato del padre. Por más que les pese, el imaginario del socialismo es cristiano. Por ser semejantes, subrayas que hasta sus profetas fueron ambos judíos. Bien pudieras afirmar que el socialismo es el intento de recuperar un mensaje original cuando las bases trascendentes del mismo se han venido abajo por el avance del conocimiento, y la solidez de la primera predicación se debilita. Dios ha muerto y la materia se enseñorea porque, contrariamente a aquél, es domesticable por el conocimiento científico. Pero había que sacar de las ruinas ese ideario de fraternidad universal, de igualdad entre todos los seres y de libertad del género humano ante su propia vida. Ves incluso en esa inquina que hay una buena porción de reproche amargo porque el cristianismo, llevado por la esperanza del paraíso en el más allá, olvidó fundarlo aquí en la Tierra. Arrastrado por sus raíces, el socialismo pretende sustituir el viejo camino por uno nuevo. Como se decía en aquel cómic, quiere ser Califa en lugar del Califa. Y nadie odiaba más al indolente monarca que el rastrerillo visir Iznogoud. No te extraña el odio del socialismo canónico hacia el cristianismo, aunque el problema es el mismo en ambos: cómo la naturaleza humana convierte en aherrojamiento del prójimo los mejores ideales.

martes, 19 de octubre de 2010

117.

Es muy importante su idea de que la edición es un saber empírico antes que otra cosa. No hay modo de “estudiar” para ser editor como se estudia para ejercer de abogado o perito mercantil. No existe un libro de texto del editor, sino un conocimiento que va adquiriéndose con la práctica. El libro que comentamos se inicia así: “Llevo cincuenta y cinco años oyendo la pregunta: “¿Dónde aprendió usted su oficio?” La respuesta es siempre la misma: en ninguna parte”. Kurt Wolff considera que sólo se necesitan dos condiciones previas para ser editor: entusiasmo y buen gusto. El entusiasmo es una cuestión de carácter; el buen gusto se adquiere, pero no en la universidad; ni siquiera una buena base de cultura general es decisiva, aunque sí importante. Cámbiese edición por enseñanza y editor por profesor; consérvese entusiasmo y substitúyase buen gusto por amor al saber. Ahí está la esencia del oficio de enseñar. En cuanto a las Facultades de Pedagogía y a sus apóstoles, les aplicarías esa frase que en la Alta Edad Media se salmodiaba en las iglesias: A furore Normannorum, libera nos Domine. Elimínese Normannorum y añádase pædagogorum. El que sepa latín que entienda. El que no, que lo estudie. No hace daño, repatea el estómago de los pedagogos y anima las neuronas.

José María Guelbenzu, “Kurt Wolff o el oficio de editor”, Revista de libros, núm. 166 (oct. 2010), pp. 36-37

lunes, 18 de octubre de 2010

116.

Prosiguen tus ansias de extrañamiento en pos de lejanos pagos donde las brumas se enseñorean de los amaneceres. El libro narra el viaje del autor por la costa occidental de Irlanda. Se supone que es allí donde se guarda la fragancia original de lo gaélico. El viajero había realizado una travesía anterior en años pasados. El libro es una melodía constante a la nostalgia de aquella tierra que visitó y que ahora ve lacerada. Ese costado prístino de la isla verde aparece acosado por nuevas edificaciones, por los establecimientos de comida rápida, por adolescentes adheridos a los cachivaches de la modernidad. Treno por la Irlanda perdida bajo la prosperidad. Sientes intensamente la furia del tiempo. La ruta fue pateada en el año 2004. Hoy, Irlanda es un país herido. El rugido del tigre celta se ha reducido a un maullido de minino acobardado. Ahora sería un buen momento para regresar y comprobar si esta crisis ha aireado las malas hierbas de la modernidad. Mientras tanto, el sendero de aquel viaje andado en el año 2004 está lleno de hermosos paisajes, algunos de los cuales el autor confiesa ser los más bellos de la tierra. Hay gentes amables que conversan con el autor, pubs rebosantes de Guinness. Hay lluvia a cántaros, islas abandonadas después de miles de años de ser habitadas, retazos de la sufrida historia de los irlandeses y el canto fúnebre por un idioma agonizante que zozobra a manos de la ley natural del más fuerte. Durante algunos años de tu infancia y adolescencia sentiste con fuerza las raíces galaicas que proceden de tu padre. Fueron tiempos de viajes a los contornos del Finis Terræ hispánico y añoranza de lo verde cuando regresabas al yermo meridional. Algo de aquello ha rebrotado en tu memoria con este libro. Cuando lo terminaste, sentiste nostalgia por una Galicia que ha quedado sumergida en el fondo de tu vida y por una Irlanda que no conoces, pero cuyo aroma el autor ha depositado en tu alma con el cariño de las personas enamoradas.

León Lasa, Por el Oeste de Irlanda, Córdoba, Almuzara, 2006.

sábado, 16 de octubre de 2010

115.

Tras experiencias traumáticas se suele decir que sus protagonistas cambian radicalmente la manera de ver la vida. Las frases más repetidas son del tenor de “ahora me preocupo de cosas verdaderamente importantes”, “ahora aprecio los detalles de la vida”, “ahora tengo objetivos realmente trascendentes”, “ahora sé disfrutar de la vida” y demás. Tú sufriste una experiencia traumática. Fueron dos meses en coma, cinco inmovilizado en cama, tres operaciones, dos años y medio de pelea contra la burocracia sanitaria y un divorcio en medio. Sobreviviste y ahora, aunque con secuelas, tu vida va por buen camino. Estás rodeado de gente que te ama, no padeces carestía y tu salud es buena. Pero tu fondo no se ha transformado y sigues siendo el mismo. No ha desaparecido ese velo de Maya que te hacía contemplar la existencia como el terreno sin arar en el que plantar despreocupadamente las cosechas que quisieras. No se han volatilizado tus obsesiones ni tus frustraciones. Lo que has ganado es la certidumbre de la fragilidad humana, de tu radical impotencia ante las conjuras del azar, de tu desconfianza en el futuro. Has ganado el temor a todo lo que huela a hospital y sanidad. Has perdido la inocencia de quien mira al mañana con ojos claros para pasar a temer cada alborada la aparición de esos nubarrones que puedan llevarte a la consulta de un médico o a enclaustrarte entre las cuatro paredes de una clínica. Bien, es cierto que las experiencias en el límite cambian, debes reconocerlo; pero a veces las conclusiones enfilan una dirección distinta a la que suele airearse.

jueves, 14 de octubre de 2010

114.

Conversación en La Catedral terminado. De Vargas Llosa te gustan más esos primeros libros, como ya has dicho. Y éste, que es de esos primeros, te ha fascinado. No renuncia el autor a recursos modernos como combinar en la misma página diferentes diálogos que tienen lugar en distintos escenarios. Hay que estar un poco atentos, pero el efecto es subyugante. Por tus ojos ha pasado el Perú de la dictadura de Odría, con sus corrupciones, su miseria, su hipocresía. Personajes con fuerza, trama que no te deja respirar. Quedas atrapado por un libro del que otra vez te despides con tristeza. Y Zavalita como modelo de quien en nada cree y que sobrevive con su dignidad a pesar del barro en el que está sumergido. Para la posteridad queda una de sus frases iniciales que señalan ese marasmo en el que está buena parte de las Repúblicas de Iberoamérica: ¿Cuándo se jodió el Perú? Esa es la pregunta clave no sólo de aquel país, sino de mucho de lo que nos rodea.

Mario Vargas Llosa, Conversación en La Catedral, Madrid, Punto de lectura, 2009.

miércoles, 13 de octubre de 2010

113.

Las elecciones personales carecen de libertad. Eres lo que eres porque el azar se ha confabulado en esa combinación de células y experiencias. Por eso es algo absurdo dar razones de tu escaso aprecio por tu tierra. Tienes, quizá, un serio problema, porque el ser humano necesita identificarse con algo más allá de su caducidad y normalmente ese más allá son las costumbres, la gente y el suelo que lo rodea en el momento de nacer. Hay en tu país más gente con el mismo problema. España es un país sin españoles apenas. O, al menos, con un menor número de lo aconsejable. Aunque, como dices, tus emociones no son debidas a tu elección, puedes dar razón de tu desapego y sumarte al juego de dar cuenta racional a posteriori de lo que ésas ya tienen decidido. No te gusta tu gente porque abundan quienes están prestos a ejercer de Torquemada, en uno y otro bando. Porque el español ansía un Concilio de Trento, ya sea con tiaras o con hoces y martillos. Esta tierra propicia los meapilas blancos, azules, rojos y violetas. No te sirve de justificación el clima, porque en los inviernos te hielas y los veranos son horripilantes. Y hablo de Andalucía, el más sur de los sures de Europa. No te valen las apelaciones a aquello que más aprecian tus compatriotas: el jamón, la tortilla de patatas, la paella, el jolgorio, los vinos y la cerveza. Tampoco es tan sincera la supuesta apertura de las gentes. Hay mucho de hipocresía y de una sutil xenofobia encubierta con sonrisas de desprecio. La chapuza, la corrupción y el engaño tienen aquí su imperio. Los pocos que cumplen son observados como alienígenas y considerados imbéciles. Hay cosas buenas, como es lógico, pero el sol calienta más suave en otros pagos y las gentes, aunque frías, cumplen con su obligación.

lunes, 11 de octubre de 2010

112.

Después de leer a Sófocles, la lectura de Eurípides te decepciona. Aquél es el estandarte de la época dorada de Atenas, cuando los ciudadanos creían en los valores que su patria representaba. La tragedia de Sófocles, como la de Esquilo, era un género educativo que enseñaba al ciudadano cómo comportarse en una sociedad estructurada alrededor de ese régimen político novedoso al que habían denominado ἰσονομία (isonomía, igualdad ante la ley) y que hoy en día se conoce como democracia. La virtud que sostenía ese edificio era la σωφροσύνη (sofrosyne), esa templanza en la que los pensadores cristianos recogieron el término original y que, modernamente, se suele traducir por prudencia. Consistía en la noción clara de que los seres humanos tenemos unos límites que no debemos traspasar, ya que de lo contrario los dioses se encargarán dolorosamente de ponernos en el lugar que nos es propio. La sofrosyne requería la aceptación de la responsabilidad personal, que en aquellos tiempos era lo mismo que decir responsabilidad ciudadana, la dignidad ante lo adverso y el convencimiento de que los dioses sostenían con su hálito el edificio de la constitución política y del orden social que se habían conferido. Tramas sólidas, personajes íntegros, valores serenos en su firmeza, coherencia absoluta con el género son columnas que se deslizan por el alma de quienes hoy en día asistimos a su aparición. Frente a éste, Eurípides vive con amargura el desarrollo calamitoso de la guerra que el imperialismo ateniense y las tradicionales inquinas entre los griegos han provocado. La guerra acabará en el desastre para Atenas y en la sensación de fracaso para sus habitantes. Para Eurípides no hay héroes con valores que representar, sino pasiones humanas incontenibles. Hay sentimientos a flor de piel y azares de la existencia que son tan incontrolables como los que recogía en sus versos Sófocles, pero que ahora no responden a un destino altivo, sino a una desnuda indefensión de lo humano despojada ya de cualquier aditamento de trascendencia. Te atrae más la grandeza equilibrada y, en el sentido más ancestral del término, clásica de Sófocles. No te extraña, sin embargo, que tus contemporáneos admiren más a Eurípides y que sus obras sean mucho más representadas que las de Sófocles. El sentimiento euripídeo encaja mejor con la sensación de fin de época que viven los modernos. En su escepticismo ante los valores tradicionales se contemplan reflejados quienes ya no creen en aquel motor que impulsó a quienes nos precedieron en estas tierras. Su interés por los aspectos más humanos de lo humano, prescindiendo de consideraciones que miren más allá de la piel y la carne, más allá de los deseos y las frustraciones, atrae a quienes no se guían ya por las grandes palabras. No te resulta novedoso que una obra tan pesada y reiterativa como Las troyanas sea representada una y otra vez. Su pacifismo sienta bien a tus coetáneos, y su hincapié en el destino de los vencidos calma la culpabilidad que el hombre occidental ha hecho recaer sobre sus espaldas. Eurípides es el símbolo de una Atenas derrotada y exhausta por eso es tan certeramente comprendido por una sociedad que se siente derrotada y exhausta.

viernes, 8 de octubre de 2010

111.

La casualidad hace que estés leyendo ahora Conversación en La Catedral cuando te enteras de que le han concedido a Mario Vargas Llosa el Premio Nobel de Literatura de este año. Te alegras porque, si, como dijo alguien, nuestra patria es la lengua que hablamos, Vargas Llosa y los cuatrocientos millones de personas que compartimos el español pertenecemos a la misma patria. En ese sentido, el escritor es tu compatriota y no sólo porque tenga la nacionalidad española y peruana al tiempo. Como afirmas en la entrada número 91, en los tiempos de tu adolescencia leíste La ciudad y los perros y te dejó impresionado. Tuviste la sensación de haberte encontrado con una novela perfecta. Luego, a lo largo de los años vinieron los Lituma y, últimamente, Los cuadernos de don Rigoberto. Quedan pendientes otras muchas obras del autor que crees irás deglutiendo poco a poco. Lo mejor de Vargas Llosa es que no confunde modernidad con oscuridad. Su complejidad es asumible por el lector. Es un escritor poderoso y al tiempo accesible. Genial. Si le añades que presume de ser liberal, más a su favor. El mundo de la cultura está tan lleno de utopistas que pretenden construir mundos futuros edificados sobre los escombros de la libertad personal que alguien como el escritor peruano te reconcilia con aquello que los franceses llaman les clercs.

jueves, 7 de octubre de 2010

110.

Más humano que el maestro Epicuro se muestra Antonio Machado con su adaptación de las palabras originales que has recogido a tu modo en el texto anterior: De la muerte decía Epicuro que es algo que no debemos temer, porque mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, nosotros no somos. Con este razonamiento, verdaderamente aplastante –decía Mairena- pensamos saltarnos la muerte a la torera, con helénica agilidad de pensamiento. Sin embargo –el sin embargo de Mairena era siempre la nota del bordón de la guitarra de sus reflexiones- eso de saltarse la muerte a la torera no es tan fácil como parece, ni aun con la ayuda de Epicuro, porque en todo salto propiamente dicho la muerte salta con nosotros. Y esto lo saben los toreros mejor que nadie. El amor griego por la razón empaña la realidad de que el ser humano es presa de sus emociones. Como bien saben los toreros, cuando hay que saltar, de nada sirven los razonamientos. Sencillamente, corren y saltan, que luego ya pensarán, si han evitado al morlaco, lo canónico o no de su maniobra. Otro Antonio, esta vez apellidado Damasio, neurocientífico, te ha dejado suficientemente claro que para la supervivencia las emociones juegan un papel imprescindible allí donde la razón no sería sino un obstáculo mortal. Tendrías que imaginar qué le sucedería al diestro si cuando el bicho lo mira con malos ojos, arrastra su pata por la arena con intenciones aviesas y se arranca a trotar de forma no precisamente grácil en pos del matador, éste se queda quieto razonando cuál sería la decisión más oportuna en eso de salvar el traje de luces y, dentro de éste, su apreciado pellejo.

Antonio Machado, Juan de Mairena, Madrid, Castalia, 1972, página 140. Antonio Damasio, El error de Descartes, Barcelona, Crítica, 2006; En busca de Spinoza, Barcelona, Crítica, 2005.

miércoles, 6 de octubre de 2010

109.

Συνέθιζε δὲ ἐν τῷ νομίζειν μηθὲν πρὸς ἡμᾶς εἶναι τὸν θάνατον˙ ἐπεὶ πᾶν ἀγαθὸν καὶ κακὸν ἐν αἰσθήσει˙ στέρησις δὲ ἐστιν αἰσθήσεως ὁ θάνατος. ὅθεν γνῶσις ὀρθὴ τοῦ μηθὲν εἶναι πρὸς ἡμᾶς τὸν θάνατον ἀπολαυστὸν ποιεῖ τὸ τῆς ζωῆς θνητόν. Αcostúmbrate a pensar que nada es para nosotros la muerte, ya que todo bien y todo mal está en la sensación y la muerte es privación de la sensación. Por ello, el recto conocimiento de que nada es para nosotros la muerte nos permite gozar de la mortalidad de la vida. Ojalá te acostumbraras a pensar que el maestro Epicuro tiene razón. Le oíste el mismo razonamiento a un maestro budista vietnamita, Thich Nhan Hanh, en un documental. Quizá estés decantado de forma enfermiza por lo fúnebre y mientras tanto la vida se te escapa entre las rendijas de tu alma sin descanso. ¿Para qué preocuparte tanto de la muerte si cuando ella esté, tú no estarás y cuando tú estás ella no está? Desgraciadamente, en estas reflexiones, como en todas, la razón pugna infructuosamente por dominar la contienda. Al final, las pasiones vencen y el instinto de supervivencia acaba por aferrarse a las agarraderas de tu alma y se enseñorea de la lid. Y, claro, la muerte es objeto de tu pensamiento y te aterra, por más que el maestro Epicuro se desgañite haciéndote ver lo absurdo de tu postura.

Epicuro, Epístola a Meneceo, 124. La cita corresponde al libro C. García Gual & Eduardo Acosta, La génesis de una moral utilitaria. Epicuro. Ética. Texto bilingüe, Barcelona, Seix Barral, 1974.

martes, 5 de octubre de 2010

108.

Las neurociencias unidas a los descubrimientos de Darwin han dotado a las apreciaciones aristotélicas de un apoyo científico ya indiscutible. Buena parte de lo que eres de debe a tu esencia animal, propia de un primate que vive en grupo. Como individuo, la mayor parte de tus actividades están dirigidas a sobrevivir, es decir, a mantener ese principio que has descrito en los primeros momentos de estas reflexiones y que se denomina, sencillamente, vida. Como miembro, a la vez, de una colectividad sin cuya existencia, la tuya estaría en riesgo, se te exige que colabores con tu solidaridad a su pervivencia. Y de toda esta estructura brota la moral. En el fondo, todo es tan simple y tan natural.

lunes, 4 de octubre de 2010

107.

La lectura de Cabo Trafalgar te ha llevado a comprar el último libro de Pérez-Reverte. Se trata de El asedio. Ambientada en el Cádiz de 1811, asediado por las tropas francesas, una serie de crímenes torturan la inteligencia del comisario Rogelio Tizón. Siempre son muchachas que aparecen muertas a latigazos y coincidiendo con la caída de bombas francesas. La trama de novela negra se mezcla con las peripecias de otros personajes. Lo mejor del libro, a tu parecer, son esos personajes y la reconstrucción del ambiente gaditano en los comienzos del siglo XIX con la presencia de la guerra como telón de fondo. La novela te ha atrapado y te ha dejado el regusto triste de su finalización. Ese penoso decir adiós a personajes cuya trayectoria has seguido a lo largo de cientos de páginas es la mejor muestra de que el libro te ha gustado. Por no decir, claro está, el afán por engancharte a su lectura en todo momento. La resolución de los crímenes te resultó algo pobre; pero la fuerza de la novela radica en otros aspectos. La actividad política del momento es secundaria, aunque el nacimiento del constitucionalismo español pueda justificar la aparición de la novela. Novela muy recomendable, como todas las de Arturo Pérez-Reverte.

Arturo Pérez-Reverte, El asedio, Madrid, Alfaguara, 2010.

sábado, 2 de octubre de 2010

106.

Siempre pensaste que en tu niñez no hubo paraíso. Tuviste que caer enfermo y pasarte cinco meses en un hospital para darte cuenta de que esa apreciación era errónea. Siempre te resultó incomprensible que casi todo el mundo hablase de esos años con nostalgia, con el regusto de una época donde sólo había despreocupación y alegría coronadas con la luminosidad de días en las que no había sombras. Siempre pensaste que tu infancia no fue feliz, que fue oscura, triste; que la angustia fue la reina de tus días y sólo la soledad compartida con tebeos y luego con libros te reconducían a aspectos más cercanos a los que la mayoría de la gente aseguraba haber experimentado. Sin embargo, en medio de aquel blanco de sepulcro donde las horas corroían tus ilusiones, rodeado de máquinas, de médicos y enfermeras, de hombres y mujeres con la vida oscilando azarosamente entre el abismo y la luz, emergieron aquellas imágenes. Fueron, como un milagro abriéndose paso desde el fondo del desastre, las imágenes de la playa de Alhucemas cuando pasabas allí las vacaciones de verano con tu familia. Los primeros años sesenta cabalgaban con la celeridad que sólo el tiempo conoce. Lo ignoraste durante años y tuviste que derrumbarte sobre la cama en una UCI para ser consciente de que en tu infancia también hubo un paraíso. Está decorado con el amarillo de una arena y el cristal de unas aguas en las que te bañabas, unas aguas como nunca viste después otras. Te ves rodeado de tus primas, de tu hermana, de tus padres, de tus tíos, de tu abuela, de vecinos y de amigos. Tardes de jugar en la acera, delante de la puerta de una casa donde tu familia se sentaba y hablaba hasta bien entrada la noche. Es la voz que una palmera te dirigía con el movimiento de su ramaje, el olor de dama de noche que apresaba toda la calle. Son unas celosías de madera, tablones cruzados en oblicuo formando rombos, en aquella casa de una sola planta, al otro lado de las cuales se oían por las noches los pasos de los transeúntes y las voces de quienes volvían a casa o marchaban a encuentros evanescentes. Es el sabor del desayuno que preparaba tu abuela a todos los niños a base de patatas fritas muy revueltas hasta formar casi una pasta. Las series en blanco y negro de una televisión encendida sólo algunas noches, cuando la programación era lo suficientemente interesante como para desconectar de la vida auténtica que rezumaba la calle. Es el camino desde Melilla, de noche, por los pedregales del Rif, en el camión de tu tío, camino de Alhucemas, con paradas en lugares donde unas sombras alargadas embutidas en chilabas y coronadas de turbantes rodeaban un fuego. Es un primer viaje en un avión de hélices durante el que te dio un ataque de pánico que aterró a todo el pasaje. Es el olor a combustible y los camarotes con literas de un barco que nos llevaba hacia la costa de África a lo largo de toda una noche, y el momento del atraque con sus estachas y con los gritos de los marineros mientras la hélice retorcía convulsa las aguas en un pequeño maremágnum de espuma incandescente. Son libros ilustrados de leyendas chinas, discos pequeños de colores en los que alguien narraba cuentos y es la voz de Antonio Molina, a quien adoraba tu tío, saliendo por el altavoz. Son los soldaditos de plástico y los tejemanejes que nos traíamos entre los cuatro niños. Hay olores de iglesia con ventiladores en tardes de verano y una primera comunión. Son los polos que elaboraba un moro en una tienda que no debía de ser más amplia que un cuartucho, unos polos que no eran sino cubitos de hielo con un colorante rojo que cuando le dábamos la primera chupada quedaban convertidos en pedazos de hielo. Es la música marroquí, las monedas con letras extrañas y la bodega de tu tío, con un olor a vino antiguo, a madera gastada. Son los paseos por una plaza donde había un edificio con un reloj y las verbenas donde el aroma de los pinchitos inundaba el aire. Es aquel grupo musical donde tu primo tocaba la batería. Miles de recuerdos tropezaron entonces unos contra otros. Cayeron en tromba sobre ti inundándote de olores, de sabores, de juegos, de caricias, de risas; y del llanto en el instante de la despedida, del regreso a la ciudad y a tu casa, memoria de la angustia renovada y viviente. Había que esperar un año entero para regresar a Alhucemas. Tú, que siempre te quejaste de que en tu infancia nunca hubo un paraíso, tuviste que atravesar la cresta de los cuarenta y tres años, tuviste que estar a punto de perder de vista esta tierra, que sospechar la lívida sombra de la muerte, que retorcerte mordido por el dolor y el desaliento para darte cuenta de que en tu pasado hubo también un resplandor. De todo aquello te quedaron restos, hermosos y palpitantes restos. Cuando durante aquellos meses entraba tu prima, ya no accedía a tu particular cámara de los horrores sólo ella y la seguridad que te ofrecían sus palabras, su serenidad, su firmeza, sino el sabor y el olor, el tacto y la vista, los sonidos de aquellos tiempos, todos los humores que brotaban de la memoria y que te arropaban en un mundo de consuelo. Por aquellos recuerdos, tu ruina fue menor.

viernes, 1 de octubre de 2010

105.

Fue comprado hace quince años. Figuraba en una colección de venta en quioscos. Y ahora lo has leído. Cuando lo abriste pensaste que sería otro de esos intentos modernos de jorobar al cliente con el pretexto de buscar al lector inteligente. Tanta página sin un punto y aparte, excepto cuando aparenta entrar en un nuevo capítulo. Pero desafiaste la impresión y te adentraste para quedar aferrado a sus letras. Río amazónico de verbosidad armoniosa en su despliegue. Fantástica. Hay muchas novelas sobre ese fenómeno del militarote devenido tirano vitalicio de una república sudamericana. García Márquez te encandiló con sus palabras, con su riqueza, con sus hallazgos. Un pobre hombre, el macho, como lo llamaba el pueblo, que en la hora final sólo se acuerda de su madre, a la que tras morir había canonizado civilmente después de que dos turiferarios de la jerarquía eclesiástica rechazaran el alzamiento a los altares. Una historia triste como todas las humanas contadas de forma hechicera por un maestro. Pocas veces se ha podido expresar mejor el carácter de ese subgénero del dictador bananero que cuando en la página 85 de la edición que manejas, escribe el autor: Era difícil admitir que aquel anciano irreparable fuera el único saldo de un hombre cuyo poder había sido tan grande que alguna vez preguntó qué horas son y le habían contestado las que usted ordene mi general.

Gabriel García Márquez, El otoño del patriarca, Barcelona, RBA Editores, 1995.