domingo, 5 de diciembre de 2010

156.

Otro monólogo de una antigua heroína griega.

FEDRA

Un hombre despechado por una amante que lo ignora y poseído por el furor de su orgullo herido, la mata. Una mujer frustrada por el desprecio de su amante sugiere a otro hombre que lo mate. Así nos han dotado los dioses para compensar la carencia de la fuerza bruta. Nuestras armas son portadas por otros con mayor fuerza en sus brazos y con la capacidad de blandirlas sin que las gotas de sangre del enemigo derrotado manchen nuestras túnicas. Luego, cuando la víctima yace en tierra y el vencedor enarbola orgulloso su espada, nosotras acudimos al encuentro del drama con las lágrimas en los ojos y el clamor en nuestras gargantas. Pero en mi caso todo fue un simple acto de ficción. Fingir también se nos da bien. Es otro de los poderes que nos ha regalado la divinidad. De este modo, los testigos de la matanza pueden sentir compasión de quien ha provocado la ruina de los protagonistas. Yo intenté vengarme así de Hipólito, ese desdeñoso jovenzuelo que ocultaba su miedo ante mi sexo con la excusa del fervor hacia Ártemis. Y mi instrumento era su padre, Teseo. Pero el destino tenía decretada otra conclusión para la trama. El final fue más sangriento de lo que pretendía, pero el que debía ser castigado, fue castigado. Y eso es lo que importa. Hipólito tenía que recibir las muestras de mi ira por su rechazo, más necesario aún si se piensa que con su actitud estaba retorciendo el brazo de su auténtico deseo. Bien sabía por su mirada que en el fondo de su corazón ansiaba tomarme entre sus brazos y hacer estallar en mí el volcán que lo iba consumiendo. Intentaba ocultarlo, pero a mí no me pasaba inadvertido. Yo conocía bien la pasión que zahería su carne y su mente. Cuando me rechazó, en un primer momento me sentí espoleada por el sabor de un reto cuya superación se me antojaba deliciosa. Convencida de que sus reticencias, sus huidas no eran sino muestra de su timidez, insistí. No fue fácil porque yo era la esposa de Teseo, e Hipólito, además de su hijo, era mi sobrino, el hijo de mi hermana Ariadna. El recuerdo de mi hermana también tuvo su papel que jugar en esta obra. En algunos instantes, el rastro de la venganza también dulcificó mis sueños de seductora. Mi esposo la había tratado con indignidad, como suelen hacer los hombres. Conquistar a Hipólito podía constituir no sólo una satisfacción de mis deseos por la carne joven, sino también una manera de postrar el honor de Teseo en este país que mi hermana había colmado con sus lágrimas cuando fue abandonada en la isla de Naxos. No voy, sin embargo, a ser embustera y diré que la auténtica razón de mi persecución era el simple y puro deseo. La infamia cometida con Ariadna no era sino un condimento más añadido al placer de un buen plato. Hipólito era hermoso, fuerte, joven. Teseo era un hombre a punto de entrar en las postrimerías de la madurez, tan sólo preocupado de su honor y de su fama, esos valores que tanto aprietan las almas de los hombres y tanta vida les hace derramar por las heridas que les producen. Hipólito era un corderito al que enseñar las artes del amor y la dulzura de la posesión de un cuerpo. A pesar de mi insistencia, él siguió negándose a mis requerimientos. Su persistencia en la negativa empezó a resultarme enojosa, por cuanto sabía perfectamente que moría por entregarse a mí. Tal vez debí ser más indulgente. Era cierto que su posición, nuestra posición, era delicada. Por más que le garantizara la impunidad para nuestra falta, en él podía más el temor y la deshonra que su instinto. A cada acometida de mis palabras le seguía su rubor y la huida al monte, a cazar con desmesura, intentando desfogar con el arco y las flechas lo que su virilidad no podía realizar por miedo. El tiempo iba pasando y mis ardores iban consumiéndome más de lo que podía soportar. Aquel asunto empezó a obsesionarme y un buen día me di cuenta de que rebosaba por los bordes de lo que podía tolerar. No era normal que alguien a su edad prefiriera las artes de Ártemis a las de Afrodita con esa firmeza insana. Imperceptiblemente, el fuego encendido en mí por su cuerpo fue deslizándose hacia la leña del resentimiento y la sombra de la venganza empezó a minar mi mente. Todo lo tramé de la manera que consideré más dañina. El ingenuo de Teseo estaba tan creído de su importancia y tan ocupado con sus faenas de gobierno, que nunca sería consciente de todo el juego que se urdía en la cabeza de su mujer. Picó el anzuelo, creyó toda la historia que le conté entre hipidos y un contenido ataque de histeria diestramente fingido. Su estupor dejó paso a la ira; y la ira, a los gritos en demanda de la presencia de Hipólito. Luego, ya sabemos todos, aquella huida, aquel carro funesto, aquella caída y aquella muerte. Se creyó en un castigo de los dioses por una conducta execrable. Nadie puso en duda mi versión de los hechos, mi acusación de su intento de violación. O nadie, al menos, se atrevió a ponerla en duda visto que el señor le dio tal crédito que ordenó apresar a su propio hijo. El dolor anegó los espíritus de todos, incluido el mío, lo confieso, en aquellos primeros instantes. Porque aquel nunca fue el desenlace que yo esperaba. Todo concluyó más dolorosamente de lo que había imaginado. Pero así es la vida de los mortales. Rara vez nuestros planes se llevan a la realidad en todos los extremos calculados y siempre es de esperar la intervención caprichosa de los dioses. Hipólito murió, Teseo lloró algún tiempo su pérdida para volver enseguida a lo que realmente le interesaba y yo quedé en la memoria de mis contemporáneos como una mujer víctima de los ardores incontrolados de un joven sin continencia. Por eso, no creáis a quienes, con el paso de los siglos, han adornado mi historia con los oropeles de una pasión más decente para las mentes humanas. Y aunque los espectadores de alguna que otra tragedia se escandalizasen en su tiempo por considerar esos amores desplegados en escena como obscenos, más se hubieran escandalizado si hubieran conocido cuál fue la verdadera naturaleza de las intenciones que serpenteaban por los rincones de mi alma.

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