lunes, 13 de diciembre de 2010

162.

Que las culturas, como los cuerpos, mueren es algo natural y sabido. Que los moribundos se resisten a ese final es también de común conocimiento. No en balde, la palabra agonía procede del sustantivo griego agón, término que viene a significar tanto combate como competición o certamen. Lo que resulta más extraño es que una cultura muera sin combatir a sus destructores, sino adorándolos. En el periódico El Mundo de hoy se publica una entrevista (pág. 32) con un danzarín llamado Rachid Ourandame. De origen argelino, es francés de segunda generación. Parece tener un cierto prestigio en el mundo de la danza contemporánea. Lo ignoras todo sobre este tema, claro está. Lo que te ha llamado la atención no son las consabidas apelaciones a la muerte de lo clásico y a tópicos como la obligación por parte del artista de “transformar” a la gente (¡ay ese marxismo en zapatillas!), sino sus descalificaciones hacia la cultura de un país y de un continente que lo ha acogido y aupado. El sujeto reconoce que en Francia se les da preferencia a los bailarines de origen árabe por eso de la discriminación positiva. Odia a Europa, eso se ve claro, no observa en su cultura más que una pandilla de asesinos, augura su final y se alegra de que otros acaben con ella, pero aprovecha su desarrollo económico e intelectual, sus libertades, su tolerancia, su apertura de miras. Haces un esfuerzo e imaginas qué sería de alguien que en Argelia viviese confortablemente gracias a las prebendas que ese mismo país le ha otorgado; alguien aplaudido por la élite del país y que en sus declaraciones públicas pone a la cultura árabe de vuelta y media. Europa agoniza en medio de su sonrisa complacida ante quien la está degollando.

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