sábado, 11 de diciembre de 2010

161.

Hoy llega el turno de...

HÉCUBA

Esperaban verme aullando de dolor ante los cadáveres de mis hijos. Esta cantidad de cuerpos muertos hubiera necesitado de interminables lamentos, tantos como los días durante los cuales los estuve cuidando y viendo crecer. Con ser tantos, más pesar hubiera tenido que salir de mis entrañas por el número infinitamente mayor de troyanos caídos en la batalla y sometidos a la matanza en la hora del saqueo. Éstos fueron muchos más y no sólo se contaban hijos entre sus despojos, sino madres y padres, abuelos, amigos, hermanos, primos, tíos. No tenía derecho a llorar sobre mis hijos más que sobre los hijos de las otras madres troyanas. Debía, si era honrada conmigo mismo, sentir en mis entrañas el desgarro de las agonías de todas las madres de Troya, porque yo era la primera de las madres de la ciudad y todas ellas se miraban en mí. Si caí derrumbada al suelo al morir Héctor, el preferido, lo hice con el mismo derecho que las otras mujeres que vieron cómo los cuerpos de sus hijos eran atravesados por las armas de los aqueos, ni más, ni menos. Y no importaba que Héctor fuera el mejor de todos los troyanos, porque para cada madre, su hijo era siempre el mejor de todos los troyanos. Esperaban de mí las súplicas de quien ya acepta su destino de esclava en el hogar del vencedor. Si les hubiera dado satisfacción, habría sido otro trofeo más en el largo despliegue de triunfos con los que volverían a Grecia convertidos en héroes. Tardíos, porque mucho tiempo tuvieron que invertir para ganar la amada ciudad de Ilión, pero héroes. Las leyendas pronto obvian aquellos detalles de la historia que no realzan la gloria de los victoriosos, esos caudillos que regresarán con las riquezas acumuladas por Troya durante siglos de prosperidad y con las víctimas de la esclavitud a la que se verán reducidos los más ilustres y los más insignificantes. Se aguarda en la mujer esclavizada la petición de clemencia ante el desvalimiento con que la servidumbre aherroja los cuerpos y las almas de los desafortunados. Si la nueva esclava es una mujer mayor y una madre, cuyos hijos ya pueblan las negras praderas del Hades, ha de alzar sus manos más arriba que las demás mujeres y su voz debe atravesar más punzantemente los oídos de sus recién adquiridos amos. Las jóvenes siempre serán bien recibidas por sus dueños; las viejas sólo serviremos para amasar el pan en las cocinas o lavar las túnicas de nuestros señores. Esperaban oír mis exclamaciones de piedad, recordándoles a mis hijos muertos en noble combate, revelándoles que ante ellos tenían a la reina de Troya, a la esposa del poderoso Príamo, cuyas cenizas ya avientan las brisas que desde el Helesponto acarician las ruinas humeantes de Troya. Porque engendré y di a luz al más valeroso de los enemigos que con nobleza les mantuvo a raya durante diez obstinados años, debería invocar su memoria y solicitar la compasión de mis amos. Tantas reacciones habituales esperaban esa caterva de bárbaros acostumbrados a la tosquedad y asombrados ante el refinamiento de una ciudad elegante. Yo no les di ese placer. A pesar de que los vencedores cuenten la historia de la destrucción de Troya adornándola con los motivos propios de quienes han ganado el combate, mi realidad fue diferente de la que luego conocieron los hombres venideros. Yo no lloré, ni les supliqué, ni me abracé a las piernas de Odiseo. Tampoco me vengué de nadie por supuestas deslealtades y promesas rotas. Cuando se pierden tantos hijos, da igual que el último perezca también. Cuando el dolor por tanta sangre es inconmensurable, la muerte del postrero no añade más amargura al corazón ya suficientemente lacerado. Nada de eso fue cierto. Me limité a mirarles a los ojos y mantenerme erguida. Era la madre de los troyanos, la sangre que había regado las llanuras por las que corría el Escamandro era mi sangre. Nadie se había rendido y habíamos sido derrotados con las armas de la cobardía. Tampoco maldije la mente vacía de mi hijo Paris ni su incontinencia, ya que, si alguien debía ser acusada de haber engendrado este inmenso desastre era Helena, esa aquea cuyos ardores difícilmente podía calmar un marido incapaz. A buen seguro Paris no fue el único amante de Helena. Ninguna palabra de reproche ni de disculpa salió de mi corazón ni atravesaron mis labios. Sólo tuvieron mi silencio y mi orgullo. Y mi deseo de ser sacrificada también junto a todos mis seres adorados por los que viví y en los que siempre encontré el consuelo ante las asechanzas sin límite con que los dioses suelen acometer a los mortales. Por eso le pedí a Odiseo que me matara en ese momento y que dejara consumir mi cuerpo sin alma entre las cenizas de mi patria, para cumplir así con el definitivo mandato de quien ha dedicado su vida a la grandeza de su tierra. Odiseo fue misericordioso, rara reacción en quien se mostró siempre tan cruel. Probablemente, se sintiera conmovido ante el recuerdo de su madre y de su isla. No lo sé. Acabó con mi vida de un tajo de su espada. Desde el Hades se lo agradecí. Todo lo que luego se contó de mi no fue sino eterna historia de los vencedores cuya vanidad no se contenta con doblegar al enemigo, sino que también exige el sacrificio de la verdad. Finalmente, después de tantos sinsabores, de tanto duelo y tanto desgarro, mi alma descansó en el mejor de los destinos que puedan aguardar al ser humano, la calma provocada no por el olvido de la vida, sino por la renuncia al ansia de vivir.

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