domingo, 1 de mayo de 2011

278.

Recuerdas las palabras que un alumno tuyo te lanzó a la cara en una ocasión. No tienes en tu memoria más que sus palabras y su tono. Ni puedes recuperar sus rasgos físicos, ni el curso en el que estabais, ni el espacio. Debió de ser en el último año del Instituto. Hablabais en clase sin tensiones. Hablabais del futuro profesional de los alumnos. Algo debió de decir aquel muchacho, de algo le aconsejabas. Le comentaste, parece ser, que una de sus salidas laborales podía ser la enseñanza. Su réplica fue contundente: "¿Maestro yo? Por nada del mundo me metería a maestro, por nada del mundo." Aunque no había desprecio en su tono, la inflexión de su voz fue lo peor del comentario. Esa manera tajante, casi agresiva de rechazar la hipótesis remota de verse metido en un aula fue lo que te dolió. Te lo dijo como si dedicarse a la enseñanza fuera semejante a ganar dinero como mercenario, como ser proxeneta o capataz de esclavos en Sudán. En los entresijos de tu memoria, puedes distinguir el detalle de que no era mal alumno, ni indisciplinado, ni indolente. Esa expresión le salió desde lo más escondido de su alma. Fue la espontaneidad suprema, la falta de reparos en expulsar a la luz lo que sentía en su interior. Sabes que no quiso ofenderte. Al contrario, probablemente él lo entendió como una muestra del entorno de confianza. Te dolió porque percibiste su animosidad contra el gremio, no contra ti. Pero dentro del grupo estabas tú y estabas incluido de una manera u otra en su afirmación. Luego, tras tu paso por el hospital y tus dos años y medio de lucha contra todo y contra todos para salir de tu enfermedad, creíste entender a ese alumno cuyo rostro no puedes recomponer ni su circunstancia. Si volvieras atrás en el tiempo con toda la carga de tu experiencia vital a cuestas y se diera una ocasión en la que alguien te ofreciera la opción de dedicar tu vida a la medicina, en cualquier puesto de su jerarquía, tu boca escupiría una proclama idéntica. Toda aquella gente que cuidaba de ti te merecía la misma opinión que a aquel alumno el claustro de profesores del Instituto. En tu fuero interno haces las mismas distinciones que, probablemente, haría él. Los hay buenos y malos, estúpidos y amables, duros y blandos, guapos y feos, profesionales y chapuceros, formales y cantamañanas; en suma, toda la fauna que la especie humana puede concebir y encerrar entre cuatro paredes, cada espécimen hijo de su padre y de su madre, de su barrio y de su familia, de sus colegios y de sus amigos. Variedad, toda la que queramos. Pero en conjunto, no quieres tener nada que ver con ellos. En la distancia temporal, a algunos puedes llegar a quererlos. Aprecias su destreza, sus conocimientos, sus desvelos, sus palabras de consuelo, de ánimo, de ilusión. Valoras sus deseos de que pronto aquella etapa nefasta de tu vida se convirtiera en un simple montón de sensaciones perdidas en la buhardilla de tu memoria. Pero en grupo, todo lo que les rodea, te resulta odioso. ¿Médico tú? Por nada del mundo te meterías a médico, por nada del mundo. ¿Enfermero tú? Jamás de los jamases. ¿Auxiliar, celador? Nunca, nunca. Ni conserje, ni administrativo, ni cocinero, ni guardacoches ilegal en el aparcamiento del hospital. Lo mejor de un hospital, de una consulta, de una enfermería es la distancia. Cuanta mayor sea, mejor para ti.

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