miércoles, 11 de mayo de 2011

286.

Es una preciosa tarde de primavera. La temperatura es perfecta. Durante este tiempo, puedes salir fuera de la casa, acomodarte en un sillón y leer en paz. En el invierno y el otoño, es imposible por el frío y la lluvia. En verano, el calor hace inviable la estancia a partir de pronto en la mañana, cuando el sol se apodera del aire y la tierra. Y al atardecer, los mosquitos asaltan sin piedad cualquier superficie con alguna gota de vida en sus venas. Lees un libro sobre la tragedia griega y la democracia ateniense del siglo V a.C. Ante tus ojos se ensartan términos como razón, libertad, ley, verdad, dioses, pueblo, error, envidia, soberbia. Te enredas en la reflexión. Los pájaros, como siempre, te acompañan, contrapunto de elementalidad frente a la complejidad de los conceptos. Y en esto, llega el momento de detenerse. Es hora de la meditación. Cierras el libro, recoges lápiz, regla, papeles de notas, goma de borrar. Subes al rincón que tienes preparado para tu meditación. Te quitas los zapatos, entras, saludas a la estatua del Buda que te aguarda en su rincón. Enciendes incienso. Saludas a tu banqueta y a tu cojín. Y te sientas. ¿Serán hoy treinta minutos, cuarenta, cuarenta y cinco? Hace tiempo que renunciaste al reloj y sólo cesas cuando algo dentro de ti te lo señala. Cara y cruz de una misma moneda. Luna llena, luna nueva, pero siempre luna. De la reflexión pasas a la vacuidad. De la razón a la pura experiencia. Del círculo de tinta, al vacío que atesora con su línea. Cara y cruz de una misma moneda, tan valiosa, tan esencial.

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