sábado, 7 de mayo de 2011

284.

Como sabes y es notorio, la tragedia griega, especialmente la esquílea y sofoclea, poseen un esencial carácter pedagógico cuya finalidad es instruir al ciudadano ateniense sobre la democracia. Esta impronta no sólo se trasluce en los valores que el género pretende imbuir en los espectadores mediante las conclusiones que la asistencia a la obra teatral engendra en su espíritu. Hay otra vía a través de la cual los fundamentos del régimen se asientan en los ciudadanos. El núcleo de la pieza es el ὰγών (agón), la contienda, el combate, el enfrentamiento dialéctico que protagonizan los dos representantes de las posturas primordiales. Hay en este encuentro razones, argumentos, discurso. Todo un trasunto del laborar de los oradores en la Asamblea. De este modo, la decisión final no surge de las palabras que emanan de quien detenta un poder sin más argumento que su posición de fuerza, sino de una reflexión. La tragedia enseña que la realidad no es evidente por sí misma, que es preciso desvelarla, descubrirla, que no es unívoca, que se puede enmascarar bajo opciones diversas, que se puede ocultar mediante giros de la razón encarnada en el lenguaje que, como ocurre en la vida misma, son el artificio de las pasiones y los deseos. Del mismo modo que la verdad se desvela tras la maraña de opciones diversas, el ciudadano debía hallarla entre el follaje de los argumentos que los distintos oradores desplegaban en la Asamblea. La tragedia, paradójicamente, en este sentido puede llegar a ser incluso optimista. El sufrimiento y el desastre concluyen en el orden restaurado. El debate y la discusión, sin embargo, concluyen con frecuencia en decisiones erróneas, cuyo cimiento son esas pasiones y deseos. En esto, la tragedia es más positiva que la vida real para la que ella pretendía formar a los ciudadanos.

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