viernes, 27 de mayo de 2011

299.

Relato.

PÍLADES

Era su amigo más fiel. Lo había acompañado a lo largo de decenios en sus múltiples andanzas. Se había hundido en más de una ruina por ir a su lado sin poner jamás ninguna objeción. Lo llamaba Pílades, como el amigo discreto de Orestes. En las viejas tragedias griegas era un personaje mudo que aparecía en escena junto al hijo de Agamenón y Clitemnestra. Sólo era una estatua andante, una suerte de espectro al que el protagonista quería porque, conjeturamos, soportaba en silencio sus numerosas neuras. Nadie nunca escribió una línea para Pílades, del mismo modo que jamás él le preguntó ni consultó a la hora de embarcarse en las ocurrencias que le barrían el cerebro y a las que lo arrastraba sin consultar. Ni una palabra salió de la boca de ese moderno Pílades durante las largas temporadas de penuria después de negocios fallidos o durante las infaustas consecuencias que le solían traer los amoríos descontrolados del amigo. Tampoco salió una sílaba de su boca el día que le dijo adiós, harto de tanto soportar sin saber por qué a un cretino tan soberbio y creído de sí mismo, tan enamorado de sus propias palabras, tan incapaz de oír a nadie, que sólo había podido mantener a su lado a esa especie de Pílades contemporáneo. Salió de la escena de su vida simplemente con un aguerrido corte de mangas, fiel como siempre a su amor por el silencio.

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