martes, 24 de mayo de 2011

296.

La enfermedad por sí sola no es la única causante del desasosiego y la zozobra en el paciente. El otro elemento que condena al enfermo al desamparo es la pérdida de dignidad que se cierne sobre el ingresado en un hospital. Junto a ti, en una de las varias habitaciones que tu errar por hospitales te llevó a compartir, hubo una vez un anciano aquejado de un ictus. Era casi como un vegetal. Estaba recluido en una superficie que era casi la antesala del Hades: la planta de Neurología del hospital Virgen Macarena de Sevilla. Durante varios días las enfermeras apenas entraron en la habitación. No recuerdas la visita de ningún médico. Incluso llegaron a traerle para comer un huevo duro y un zumo. En medio de aquel desastre, la única señal de vida que ofrecía era la resistencia que, inconscientemente, les plantaba a las auxiliares cuando en sus faenas de lavado diario, le llamaban “abuelo”. Cuando entras por la puerta de un hospital, dejas atrás tu libertad y tu dignidad. Estás al albur del médico, amable o estúpido, profesional o burócrata, sabio o tonto. Estás a expensas del personal de enfermería, amargado o entusiasta, joven o viejo, quemado o fresco. Da igual que en la vida civil seas un ser digno, honrado, responsable. Tendido sobre una cama, desarbolado, impávido, eres un simple “abuelo” si se te ve mayor. Y si no lo eres, careces de denominación. No todos son iguales en un hospital, pero la humillación te aguarda a la vuelta de una esquina. Por eso siempre admiraste al bueno de Francisco, aquel anciano a punto de morir que se revolvía desde los abismos de sus sombras ante la simple apelación de “abuelo”.

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