viernes, 1 de abril de 2011

256.

Otro relato.

CARONTE

Esto ya pasa de lo permisible. Cada vez vienen más y más sin que mi barca haya ampliado su capacidad de acoger pasajeros. Es la misma desde hace miles de años y gracias a mis desvelos se mantiene en buenas condiciones, que si no. Pero lo de ayer fue excesivo. Sabes que no me gusta quejarme. Es cierto que tengo fama de gruñón e inamistoso, pero no son sino bulos propagados por aquellos que se resisten a su destino y pretenden desfogar sobre mis espaldas el resultado de su frustración. No, no soy un gruñón, sino un ser reservado, amigo de pocas palabras. Cómo seré de comprensivo, amigo mío, que hace mucho tiempo renuncié a cobrar mi óbolo y, sin embargo, sigo cumpliendo con la obligación que los viejos dioses depositaron sobre mis espaldas. Si les pongo mala cara es comprensible, ¿no crees? Trabajo por nada, aunque tampoco es que aquella nimia moneda pagara realmente mi esfuerzo. Sólo en épocas de epidemias, hambrunas o guerras especialmente crueles, mi arca se llenaba de óbolos. La gente se creía que era un tacaño; pero eran incapaces de imaginar que toda aquella chatarra no me servía para nada. Que si les exigía el pago y luego acumulaba las monedas era sólo por mandato de la superioridad. ¿Además, dónde podía gastarlas aquí? ¿Hay acaso tabernas, tiendas, almacenes, burdeles? Sólo hay brumas, humedad, tierra, agua y suspiros. Nada que pudiera comprarse, porque tengo su propiedad por el uso que he hecho de ellos durante siglos. Al final, trabajo ahora como trabajé antes, porque es mi obligación y se acabó. Y no me he quejado nunca, bien lo sabes, nunca. ¡Por Zeus, Cerbero! ¿Quieres mirarme con las tres cabezas al mismo tiempo? Como te decía, no voy a tener más remedio que ir a quejarme porque el trabajo se me acumula de mala manera en los últimos tiempos y, aunque es cierto que los años para mí no pasan como para los mortales, la humedad me está calando los huesos y siento cómo me molesta cuando remo. No es justo que a mis siglos, se me venga esta avalancha encima. Cuando los viejos dioses se despidieron y dejaron su espacio a ese nuevo y único, creí que yo iba a ir también en el grupo de despedida. Fueron nobles, aquellos locos, desaparecieron sin decir nada, se volatilizaron sin proferir la menor palabra, aunque se llevaron mi arcón lleno de óbolos. Pero a mí me respetó el nuevo dios. Y durante siglos apenas me llegaron algunas almas despistadas a las que transportaba a un Hades diferente, bastante despoblado, porque el nuevo dios había limpiado de antiguallas sus galerías. Siempre quejándose, las ingratas, sobre todo desde que se fueron los viejos dioses. Antes no tenían otro elemento de comparación para darse cuenta de su suerte. Pero desde que el único dios comenzó a gobernar y decidió mandarme a esos desgraciados, mientras embarcan y se disponen a hacer un viaje gratis, pueden oír los gemidos de quienes se queman en el infierno, que, como sabes, está aquí al lado, justo aquí al lado. Mis almas, al menos, no se van a quemar y recibirán el mejor don que se le puede dar a un mortal, el olvido. Ésa es la realidad, por mucho que las historietas de los mitógrafos dijeran que en el Hades las almas se pasaban la eternidad quejándose de su suerte y añorando la vida. Mentira, todo mentira. Una vez cruzada esa entrada que tú tan bien guardas, pierden toda memoria y pasan a ser sombras vacías sin un cuerpo que las llene. Ya lo he decidido, voy a ir a quejarme. ¿No dice la propaganda que es tan bondadoso y tan clemente y tan misericordioso y tan benefactor? Pues le voy a pedir que me ponga un ayudante con otra barca o que mande a esa caterva de desdichados a otro sitio. ¿Qué culpa tengo yo de que el mundo se esté olvidando del único dios y que el pobre tenga reparos de mandar a los descreídos al infierno de las llamas? Como sigan proliferando a este ritmo los ateos en el mundo de arriba, voy a reventar. Así que, o eso, o que me busque un ayudante, o que ponga una barca con motor fuera borda, que me enterado de que son comodísimas.

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