sábado, 16 de abril de 2011

266.

La gran incógnita de quienes asisten a la cama de un enfermo en coma es saber si se entera de lo que se le dice. Estuviste dos meses en coma inducido. Y no recuerdas conversaciones, ni ruidos. Tu memoria es sólo el curso de unos sueños en los que el asunto recurrente era beber. Tenías sed. Siempre ibas a la busca de un vaso de agua. A veces, alguien te lo daba y bebías con la sensación final de no haber tomado nada. Y la sed sobrevivía. Había trenes, fiestas en casas de aristócratas famosos, edificios, gente conocida con toda la escenografía que los sueños arropan. Hubo rostros que, una vez vuelto a la consciencia, reconociste en las enfermeras. Algunas de sus operaciones quedaron envueltas en la materia de tus sueños, convertidas en extrañas reuniones al calor de un desierto o en hogares donde convivías con estrellas de cine. En medio de las brumas, el lavabo que estaba en la pared al lado de tu cama, donde el personal se lavaba las manos continuamente, refulgía en tus ensueños como un manantial al que deseabas acercarte sin poder hacerlo. De esos sueños fuiste despertando sin advertirlo. Un día te preguntaste qué demonios hacías en una cama de hospital, sin capacidad de movimiento, asaeteado por cientos de cables, estrechado entre máquinas, acosado por soniquetes rítmicos.

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