miércoles, 6 de abril de 2011

259.

Sospechas que la creencia en la inmortalidad nació en la especie humana cuando nuestros antepasados percibieron cómo el cuerpo recién muerto tiene una seductora semejanza con el cuerpo que duerme. Del sueño se despierta uno; de la muerte, no. Quizá de esa asociación, nuestros predecesores intuyeran que el mundo de los sueños que uno vive cuando duerme es el preludio del mundo que habita tras el sueño sin fin de la muerte. De estas reflexiones, surgió el siguiente relato.

SUEÑOS

Había ocurrido durante la noche. La ventisca zumbaba fuera intensamente con ese aullido tan estremecedor que recordaba el lamento de los lobos con el estómago vacío. Todos se habían acurrucado unos junto a otros, como solían hacer cuando el frío punzaba la piel y tajaba la carne hasta encontrar el hueso y herirlo. Todos unidos bajo un revoltijo de pieles y calor humano. Cuando la claridad comenzó a entrar por la abertura de la cueva, se fueron despertando lentamente, entre precavidos y temerosos del nuevo día que se desperezaba más allá de la boca de su habitáculo. El fuego seguía encendido, aunque el calor más vivo provenía más de las ascuas que todavía temblaban enrojecidas. Las mujeres y los hombres, los niños y los jóvenes estiraban sus músculos después de la noche. Todos iban saliendo de ese útero cálido y confortable en el que habían pasado la que seguramente había sido la noche más cruda de aquel invierno ya de por sí bastante despiadado. Uno, sin embargo, se demoraba en su vuelta a la vigilia. Se trataba del viejo al que todos llamaban Grob. Seguía acostado, de lado, una de sus manos bajo su mejilla, con un rostro plácido. Hubo quien pensó que se levantaría descansado y fresco, por más que en los últimos tiempos su cuerpo le hiciera flaquear y lo obligara a permanecer en la cueva mientras las mujeres recogían frutos y los hombres salían a cazar. Grob padecía ya los achaques de la vejez a sus treinta veranos y alguno más, no se sabía exactamente cuántos. Las mujeres habían empezado a cuidar de él como lo hacían de Murm, de Urg y de Klat. Cuatro ancianos en total que comenzaban a ser una carga pesada para el sostenimiento del clan. Grob seguía sin moverse cuando todos habían empezado a comer los restos de carne asada que la noche anterior habían dejado cerca del fuego. Henk, el jefe del clan, se acercó al durmiente y lo zarandeó con suavidad. Nada se movió en el viejo. Con cierta alarma, lo sacudió más intensamente para confirmar lo que todos empezaban a suponer. Los temores, y alguna que otra esperanza, eran ciertos. Grob, el anciano, se había quedado dormido para siempre. Henk se dirigió al resto del clan que aguardaba las palabras de su jefe. “El anciano ya habita el mundo de los sueños” dijo y todos miraron a la sima donde irían a reposar sus huesos. Luego, alzaron los ojos hacia la entrada de la cueva por donde se adivinaba un cielo claro a pesar de la ventisca.

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