martes, 19 de abril de 2011

268.

Este relato está basado en un historia real sucedida en el pueblo.

UNA HISTORIA DE AMOR

"Cuando más la quería, la perdí" se decía triste. Estaban en lo mejor de sus vidas, la veintena acosando sus venas con el empuje de la primavera, el ardor bullendo entre sus músculos, sus cabezas repletas de imágenes anunciadas donde la pasión reventaba en medio de caricias. Pero la perdió y nunca supo cómo pudo suceder. Ella, aparentemente, lo aceptaba. Sonreía ante sus palabras, acogía sus bromas y sus actos de enamorado. Eran tiempos difíciles para los que se amaban, pero sus sentimientos se liberaban, certeramente, en todo cuanto las restricciones admitían. Ella sabía que la amaba de una forma como no estaba acostumbrada a vislumbrar entre aquellos jóvenes con frecuencia imberbes, tocados de un engreimiento contenido a duras penas. Cuando todo parecía ir por el mejor de los caminos imaginables, ella decidió casarse con otro. En aquel momento no logró enterarse cuáles fueron los motivos que la inclinaron a rendirse ante aquel gachupín de ínfulas capitalinas con supuesta fortuna y futuro prometedor, vástago de una de las familias de posibles del pueblo. Pensar que fueron sus reales los que dieron el impulso definitivo para aquella boda le resultaba descorazonador, porque revelaría una amada demasiado cercana a los barros del camino. Así que se consoló pensando que su familia la había convencido, o tal vez, obligado, acción que la erigiría aún más sobre el pedestal al que la había subido desde que fue consciente de su pasión. Pronto se enteró todo el mundo de que el marido rico de aquella adorable mujer le pegaba. Era un borracho que dilapidó la fortuna de su familia en la bebida, en sus negocios ruinosos y, se comentaba con fingida discreción, en las prostitutas que moraban dentro de una casona del pueblo vecino. Nunca tuvieron hijos y las habladurías por este motivo se extendieron entre callejones y mesas camillas, entre cuchicheos durante el sermón de la misa de doce y los chismes ante la tendera, mientras pesaba un kilo de patatas en la balanza. Los años fueron pasando. Nunca hubo otra mujer en la vida del enamorado. No se le conocieron novias ni aventuras en el pueblo. Su existencia se diluyó entre su trabajo en los campos, unos vinos nunca excesivos en la taberna y la presencia en las fiestas inevitables para la vida social del lugar. Junto a estas actividades, que lo convertían en uno más de los habitantes del pueblo, el enamorado se dedicaba a otra tarea conocida. Cuando también él se enteró de que su adorada era objeto de palizas, de que vivía casi enclaustrada en aquella mansión, empezó a dejarle pequeños rastros de su presencia y de la vitalidad de su sentimiento. De vez en cuando, al pasar delante de la ventana de la planta baja de la casa donde sufría el amor de su vida, el hombre le dejaba una bolsita de caramelos un día; otro, una cajita de bombones; en otra ocasión, le regalaba un paquetito de almendras tostadas y saladas, o garrapiñadas, o piñones confitados, o uvas pasas de Corinto, o bastoncitos de azúcar, o chocolatinas. Discretamente, cuando nadie podía verlo, depositaba sus ofrendas debajo de la última lama de una persiana que, misteriosamente, siempre dejaba ese espacio abierto entre la reja y la cristalera. Cuando pasaba por el lugar al día siguiente, su regalo ya no estaba allí. Su marido, obviamente, nunca se enteró y ella sí supo que los presentes eran obra de su enamorado, aunque jamás leyera una nota de su puño ni le dirigiera la palabra durante la misa o durante la verbena de Santa Engracia, únicas ocasiones en que la esposa era liberada por el esposo. Para él sus miradas en aquellos distantes encuentros eran suficientes para tener constancia de que ella recibía sus regalos y los apreciaba. Así pasaron los años, las juventudes fueron ajándose, los vigores desapareciendo y las fuerzas menguando. Hasta que, al fin, a una edad en que las personas ya sólo piensan en descansar después de una vida llena de trabajos, el marido de su amada murió. De cirrosis, claro está; aunque también se hablaba de cierta enfermedad innombrable que los hombres contraen cuando frecuentan mujeres de mala vida. Si estos rumores eran así, al menos fue lo único maligno de su marido que la desgraciada esposa no padeció, porque desde hacía lustros no sabía lo que era el contacto con otra parte del cuerpo de aquel hombre que no fuera su mano sobre el rostro. No aguardó el preceptivo tiempo de luto. Al poco del entierro del infame, el viejo enamorado se presentó en la casa de la viuda con una bolsita de pastillas de regaliz, una sonrisa en su boca, en la que ya faltaban algunos dientes, peinados sus escasos pelos y temblorosas sus manos. La pidió en matrimonio y a los pocos meses se casaron. Entonces se dio cuenta de que no la había perdido cuando más la quería, sino que la había ganado cuando la quería como nunca antes la había querido.

4 comentarios:

  1. Ay, aquí nos tiene limpiando la lagrimilla...

    ResponderEliminar
  2. Desde siempre, la vida nos hace llorar más que la ficción.

    ResponderEliminar
  3. A mí, no. La ficción, cuando es buena, me hace llorar más que la vida. (Pero no sé muy bien qué quiero decir con "la vida")

    ResponderEliminar
  4. Al final, todos tenemos la lágrima fácil cuando se nos hace agua la sensibilidad. Y, ahora que lo pienso, tiene Vd, razón, D. Venancio. Hace tiempo que sólo lloro viendo películas.

    ResponderEliminar