miércoles, 27 de abril de 2011

274.

Suele embargarte esa desorientación con la literatura japonesa que llevas leída hasta el momento. Como le sucede a los haikus, el grosor de la frontera entre lo ridículo y lo sublime es insignificante, por eso la cara de estupor cuando se lee un haiku traducido del japonés. Hay mil detalles que vuelan entre las manos del lector. La elección del ideograma, las referencias a la naturaleza, al zen, a la tradición literaria de Japón. Todo desaparece, se evapora y nos deja el sentido escueto, como si pretendiéramos hacernos a la idea de una joven hermosa mirando sólo su esqueleto. Intuyes que las obras de Yasunari Kawabata, Natsume Soseki u otros autores modernos participen de este espíritu sutil que permanece velado para nosotros mientras no seamos capaces de acercarnos a sus obras en la lengua original. En todo caso, te gusta, te subyuga la desorientación, porque estás cansado de la mirada agria, del improperio, de la crueldad, de la fealdad como objeto artístico. En Japón llevan siglos conviviendo con la melancolía del vivir y saben cómo afrontarla. Tan bien lo saben que cuando anega el corazón más de la cuenta, tienen más soltura que los occidentales en suicidarse, sin alharacas ni aspavientos. Para ellos el vacío no es tan pérfido porque han convivido con él desde el principio.

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