sábado, 23 de abril de 2011

272.

En el inevitable proceso de dar significado a las cosas, el ser humano lleva a pensar que la naturaleza es una madre. Curiosamente, ves en pleno siglo XXI el retorno al pensamiento primitivo, al pensamiento mágico y mítico en los ecologistas. Pero cuando conoces algunos efectos de esa madre sobre el género humano, la faz nutricia, protectora y amante supuestamente atribuida a esas figuras (las hay que son unas brujas) se sombrea de cumulonimbos. He aquí, hermanos, que los ecologistas vuelven a sacar del baúl polvoriento de esas religiones aborrecidas por ellos las viejas justificaciones de la desgracia humana: no es la madre la que nos mata, sino nuestra incuria ante sus mandatos. El viejo Dios de los libros redivivo en forma de mujer. Feminismo tenemos, pues. Pero la naturaleza no es buena ni mala. No es madre, ni esposa, ni hermana, ni prima, ni hija. Es, simplemente, naturaleza. Una fuerza que sólo ordena sobrevivir en los seres vivos y existir sin más en los inanimados. Como los dioses griegos, no tiene moralidad ni normas de comportamiento adheridas a un supuesto amor por los demás. De igual modo que si no pecas es porque Dios te recompensará con el paraíso, se debe tener cuidado con la Pachamama porque así sobreviviremos mejor. Nada de altruista hay en el ecologismo y sí el deseo de crear (de nuevo la utopía) un paraíso en la tierra. Tampoco se libran los ecologistas canónicos de las contradicciones. La pobreza, decían aquéllos, es interior. Nada obsta al mandato el disfrutar de lujosos bienes, si el corazón es pobre. Nada impide a los heraldos de la naturaleza viajar en avión, tener coches, someterse a radiografías o, cuando se tercie, comer buenos solomillos, siempre que el alma se reserve pura para la Madre. Van dados, pero mientras tanto, puede que pagues mucho más caras las patatas y en el Tercer Mundo sigan esperando el advenimiento de las sobras para seguir respirando.

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