miércoles, 22 de septiembre de 2010

99.

Del mismo modo que tu tiempo prefiere a Eurípides frente a Sófocles o a Esquilo, también pone delante de la Ilíada a la Odisea. No encajan en este momento las hazañas sangrientas de un puñado de héroes que veneran su honor por encima de cualesquiera otros marchamos. La guerra es el tema de la Ilíada y tus contemporáneos temen la guerra, cierran sus ojos ante esa realidad siempre latente, por más que se conjure su amenaza con intenciones biensonantes y propuestas de armonía universal. Tus coetáneos no odian la guerra, ni sienten un rechazo virtuoso frente a la violencia de las armas, sino que son prisioneros del pavor que la sola idea de la guerra provoca en sus entrañas. Son pacifistas a fuer de cobardes. Ante quienes los atacan, prefieren rogarles por favor que no les golpeen. No entienden, pues, tampoco que fuera el canto épico de las hazañas de Aquiles y la muerte de Héctor los que educaran las mentes de los griegos en la Antigüedad. Un erudito dijo que leer a Homero es adueñarse de la quintaesencia de lo helénico y con esta sentencia no hacía sino continuar un pensamiento que estaba enraizado en las mentes de los antiguos, para quienes todo estaba en Homero. De ese todo, cada época selecciona, como es privilegio de los clásicos, aquello que más acorde es con su espíritu. En estos tiempos la valentía en la batalla es locura; el valor es una variedad del crimen; el honor del soldado es una antigualla; la bandera es un trapajo y los cantos heroicos una amasijo de notas sanguinarias. Lo que ignoran tus contemporáneos es que la Ilíada fue modelo durante siglos no sólo porque familiarizaba a los niños con esa realidad cotidiana de su tiempo que era la guerra, sino también porque es un trasunto de la vida. La vida es una guerra que dura el plazo de tus días y que está salpicada de batallas continuas. Y del mismo modo que en el canto del rapsoda ciego, el final de esa guerra es la derrota. Porque la muerte es una derrota y Aquiles, al igual que Héctor, muere. El primero no fallece en escena, pero sus palabras recuerdan continuamente que su destino es perecer joven. El segundo cae en medio del desarrollo del canto épico. Como siempre, la enseñanza de la Ilíada es la misma que te señalan los viejos griegos: la única postura ante el destino humano es la dignidad. Cumple con tu deber como hombre y muere con dignidad. De esos que viven a tu lado, que ocultan la muerte a sus ojos, no puedes esperar otra actitud que aborrecer ese catálogo de batallas que es la Ilíada; o esa glorificación del oficio de las armas; o la falta de piedad que muestran unos frente a otros embebidos en un guerra que para más abundamiento en el absurdo fue provocada por un esposo cornudo, pero influyente, para vengarse de su esposa. Todo les parece anticuado y sin sentido a tus coetáneos en la Ilíada y no se dan cuenta de que la misma vida carece de sentido.

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