jueves, 16 de septiembre de 2010

96.

Ya estás viendo el otoño. Septiembre te ha caído sobre los hombros con su carga de grises y humedad. Ha llovido y la tierra huele ya a vida futura. Los fresnos comienzan a despedirse de sus hojas y los membrillos rebosan coloreados de carne. Aguardas la llegada de los crisantemos, la flor de los difuntos. Con el otoño regresa también tu aliento. Los calores están en el recuerdo, vencidos por el frescor de las tardes y las nubes, que opacan el cielo con su densidad. Vuelve el otoño y vuelve el hálito con su tinte de melancolía. El verano se lleva las ilusiones y los proyectos brotados en un arrebato de vitalidad para dejarte el camino hacia la realidad de las horas tristes, como la vida misma. Tu vida es el anhelo de un otoño nacido después de un verano en el que los rayos de sol te han quemado, en vez de haberte dado fuerzas, y la luz te ha desorientado, en vez de haberte iluminado los senderos. Cuánto más amas el atardecer umbrío que la noche impregnada de los últimos rayos de sol, resistiéndose con obstinación a perder su hegemonía. Pero el verano tiene sus recursos para presumir de poderío. Te deja sus huellas y, de ese modo, una sola evocación de las jornadas de sudor y modorra pervive en tu memoria: el olor de la dama de noche impregnando las sombras acariciadas por la luna.

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