lunes, 20 de septiembre de 2010

97.

Otro relato.

NEPOMUCENO IBÁÑEZ

Ya ha habido varios Juan Nepomuceno Ibáñez en la familia. Hubo tatarabuelos, bisabuelos, un abuelo, un par de tíos y mi padre. Hay también algún sobrino por ahí tamborileando con el tintineo de consonantes y vocales que se enroscan en el dichoso nombre. Y estoy yo, otro de los diversos Nepomuceno Ibáñez que pueblan el orbe. El hecho de que no fuera yo el destinatario original del nombre de la estirpe no quita enjundia a un privilegio que se infiltra por cada poro de mi persona. El Nepomuceno de mi padre y de mi madre era su primer varón, nacido después de tres hijas en cuyos nombres no se reflejó la amargura que su retraso en aparecer había provocado porque fueron cristianadas bajo los nombres de María de la Alegría, María de la Esperanza y María de la Victoria. Claro está que entre nosotros debía haber un Nepomuceno Ibáñez, faltaría más, con ese orgullo de mi padre hacia la saga y su rancio abolengo de siglos. Era su primer hijo varón el que debía hacer fulgurar el sello y dar continuidad en esta rama a uno de sus tesoros más valiosos. Aquel Nepomucenito resultó ser inteligente, agraciado, simpático, cariñoso, dulce, equilibrado, ágil, honrado y mil cualidades más cuya enumeración agotaría el diccionario de la lengua española. Pronto dio muestras de su valía. Por las noches no lloraba después de mamar. Aprendió a andar rápidamente, y a hablar. En la escuela fue el primero. Las maestras lo adoraban y sus compañeros, lejos de envidiarlo y atormentarlo, lo erigían en líder del grupo. Destacaba en deportes, matemáticas, lengua, ciencias físicas, artes, historia, geografía y lenguas modernas (francés, inglés y alemán). Era un Nepomuceno Ibáñez de los que aureolaban con fulgor inexpresable el árbol genealógico de los Nepomuceno Ibáñez de toda la vida. Orgullo de padres, tíos y abuelos, tomaba té con delicadeza mientras contaba chistes llenos de donaire que hacían partirse las quijadas a la concurrencia. Adoraba los animales, especialmente los periquitos, y tenía siempre una jaula con una pareja que se reproducía sin problemas a pesar de su cautiverio, obsequiándole con innumerables crías que luego regalaba a parientes y amigos con la recomendación de un cuidado exquisito. Hubiera triunfado con las mujeres si no hubiera muerto a los once años asolando con su partida los corazones de toda la nepomucenería. Y claro, una vez repuesto del horror, mis padres, que aún estaban en edad de reproducirse, emprendieron de nuevo la búsqueda de otro Nepomuceno Ibáñez. Así nací yo, así fui bautizado y así fui comparado impenitentemente desde el primer día con mi difunto y homónimo hermano. Por esas continuas referencias al primer Nepomuceno pude enterarme de las cualidades que lo abrillantaban. Porque yo era retrasadillo, feúcho, antipático, arisco, agrio, inestable, torpe, tramposillo y mil defectos más cuya enumeración agotaría el escaso papel del que dispongo. Fui un prodigio de llantinas que derrumbó la paciencia de mis padres durante noches eternas. Resulté tardo en andar y hablar. Mi trasero calentó siempre el último banco en las clases, mis maestras me despreciaban, mis compañeros me torturaban sin piedad y nunca sobresalí en nada excepto en escaquearme de la escabechina general que se había decretado contra mí. Me costó trabajo salir adelante, pero la fortuna de papá y de los Nepomucenos me afanaron un puesto de chupatintas en un Ministerio perdido y de su sueldo vivo bien, porque en mi simplicidad apenas necesito lo esencial. Mi decisión de cambiarme el nombre a José en el Registro Civil cuando cumplí 30 años apenas provocó un ligero rictus en la cara de mi padre, quien, a buen seguro, hubiera abominado de una determinación tal en otro vástago más agraciado. Como puede suponerse por esta acción, no me gustaba mi nombre. Pero soy persona agradecida con mis antepasados, por eso nunca me falta en casa una jaula con un periquito al que llamo, naturalmente, Nepomuceno. Me gusta torturarlo hasta que muere. Luego, envuelvo su cadáver con toda la delicadeza que mis torpes manos me permiten, y se lo envío a mis padres. Y busco otro periquito. Por descontado, con todo el cariño de un buen hijo.

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