sábado, 4 de septiembre de 2010

87.

Es una joya inapreciable. Por la mañana, cuando estás en el pueblo y vas a comprar el pan y el periódico, compruebas como la maltratan. Sobre todo en la panadería. Y por eso odias un poco más cada día esta tierra. Es aplastada por los presentes sin consideración. Sigue siendo pisoteada por todo el mundo en esas calles. Es esclavizada por esos coches con las ventanillas abiertas vomitando esa horrenda cosa que llaman música, pero que no es sino un retumbar de espasmódicos chirridos envueltos en sacudidas que martillean como mazos. Es torturada por quienes montados a horcajadas esas máquinas propias de Belcebú hacen notar su presencia. Quienes te rodean suelen despreciarlas con sus voces y sus risas, o con sus denuestos e improperios. Al atardecer y cuando la noche se va a acercando, los televisores convierten esa joya en puro polvo de aflicción y los juerguistas se mofan de ella con singular crueldad. Antes de que las estrellas pugnen por abrir un rasguño en el cielo sucio, durante todo el día, no ha faltado quien la ha sometido a la mofa de unos cantes adorados por la masa. En determinadas fechas, todos se conjuran para exterminarla con sus festejos primitivos y alienantes. Crees que en el campo hallarás quienes la aprecien. Los pájaros, el soplo del viento sobre los árboles, el maullido de ese gato sin dueño que se ha acostumbrado a acudir a la puerta y te pide comida. Piensas que el sonido del arroyo lejano, que en las noches acaricia suavemente tus ventanas, le ofrece un homenaje. Pero también allí, de vez en cuando aparece quien destroza la joya. También aparecen paseantes que la humillan, y también aparecen máquinas y músicas que la deshonran. Menos, escasos son éstos, pero alguna vez también llegan hasta allí. Al amanecer, cuando llega la temporada, los heraldos de la muerte la manchan de sangre con sus armas. Pobre joya a la que adoras, tan maltratada en esta tierra, joya que tanto quieres: el silencio.

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