miércoles, 8 de septiembre de 2010

90.

Hasta donde llegas, nadie te preguntó si querías nacer. Tampoco sabes de nadie que consultara contigo el lugar y el momento, el contexto y las condiciones. Un buen día apareciste en este mundo con una carga en tu cerebro y una historia en tu entorno. Tú y tu circunstancia no deben nada a tu voluntad y todo al azar. Vistas así las cosas, lo único que te resta es aceptarlas. Te ríes cuando alguien dice que si no te gusta algo, puedes cambiarlo. El arriesgado cree que el no crecido ante la adversidad es un cobarde. El creyente cree que el ateo es un ciego que no ha contemplado el fulgor, tan evidente, de lo divino. El totalitario piensa que el individualista es un criminal. Todos estos, y muchos más, tienen en común creer que cualquiera puede, por un acto de la voluntad, volverse hacia sus líneas, tan obvias en su perfección. No son conscientes de que ocupan el lugar que ocupan por ser como son y que un cobarde nunca podrá ser un arrojado; ni un ateo, creyente; ni un individualista podrá caer en las garras de los utópicos. Del mismo modo, los que son realmente arriesgados, creyentes y totalitarios nunca pasarán al otro lado. La solución para uno no tiene por qué ser la solución para otro, aunque aquél vea de forma tan diáfana que su posición es la mejor. Y todo depende de eso que somos sin que nadie nos preguntara si queríamos serlo. Somos lo que somos, eres lo que eres, porque sí. Nada puede cambiarlo y la única vía que queda es aceptarlo. Y la objetividad de las soluciones universales es etérea. Todo lo demás son idioteces.

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