viernes, 25 de febrero de 2011

225.

Pío Baroja tiene fama de ser un escritor descuidado. Y lo es, a tu juicio también. Las inquietudes de Shanti Andía es una novela deslavazada, en la que se mezclan diferentes peripecias sin ton ni son. Con la excusa de ser historias narradas por personajes secundarios, algunos excursos llegan a convertirse en una derivación esencial de la trama. El estilo es llano, simple hasta el extremo. Pero tiene una fuerza que te engancha desde la primera página y te lleva en volandas hasta el final. Maravilloso don Pío, fascinante don Pío, seductor don Pío. ¡Ojalá pudieras escribir como él, tú que te enredas en largas oraciones como volutas salomónicas! Pero entreverada en esa narración de las aventuras de marinos en los siete mares (nunca más cierto este dicho), te ha llamado mucho la atención un fragmento que recoges seguidamente. El terrorismo de la ETA tiene sus raíces. Y aquí están. Buena parte de los vascos, ese pueblo privilegiado, puesto por encima del resto de los españoles durante siglos, posee en sus costumbres y sus modos una radicalidad y una cerrazón que traspasan las eras históricas. Los dos sujetos de los que habla Baroja, cambiando la vieja fe católica por la nueva fe socialista, son perfectamente transtemporales, por no decir el ambiente predominante en la sociedad.
En la relojería me enteré de cuanto pasaba en el pueblo. Casi todos los contertulios eran carlistas y fanáticos; yo no lo era; pero allí pasaba el rato enterándome de las vidas ajenas, y me entretenía. Mi norma era no discutir cuestiones de política ni de religión.
El que por las trazas debía de ser liberal, mucho más aún de lo que se mostraba en público, era el boticario Garmendia. No le convenía desenmascararse por completo; pero, en el fondo, no tenía ideas religiosas.
Garmendia no se atrevía a mostrarse francamente volteriano, y procedía en la conversación con insidia, por frases sueltas, por observaciones al parecer cándidas.
Los que más se indignaban con él eran dos carlistas cerrados, venidos del interior de la provincia: el uno, administrador de un título; el otro, contratista de piedras.
El administrador se llamaba Argonz; el contratista, Echaide.
Garmendia les sacaba fuera de quicio con sus observaciones, al parecer ingenuas, pero de doble fondo.
El boticario decía, por ejemplo, que había conocido algún protestante o judío, buena persona, y añadía que era para él muy extraño y muy triste que un hombre que profesaba una religión falsa pudiera ser mejor que muchos católicos.
—¿Qué importa que un hombre sea bueno o malo, si no es cristiano?—preguntaba Echaide, furioso.
—Hombre, sí importa.
—No importa nada—replicaba el otro—. Nada. Si no va a misa, no se puede salvar.
Garmendia les mortificaba continuamente. Lo mismo Echaide que Argonz eran muy aficionados a la sidra y al chacolí, y a toda clase de licores.
—Es una lástima—les dijo una vez Garmendia—que los vascongados, a pesar de ser tan religiosos, sean tan borrachos.
—¡Mentira!--exclamó Echaide, poniéndose rojo de indignación—. El pueblo vascongado es un pueblo honrado, y los que le denigran son indignos de pertenecer a él.
—Son unos canallas—añadió Argonz, con los ojos fuera de las órbitas.
—No lo dudo—replicó Garmendia—. Soy tan vascongado como cualquiera, pero siento que a mis paisanos les pase lo que a los irlandeses, que son muy religiosos, pero les gusta demasiado el vino.
—¿Y qué? ¿Por qué no les ha de gustar?
Los dos carlistas exaltados comprendían que Garmendia era su enemigo, y uno de ellos dijo una vez, amenazadoramente:
—Lo que hay que hacer aquí es salir al campo con el fusil, y a todo liberal que se encuentre, ¡fuego!
—Y por la espalda—añadió el otro, con la cara inyectada de rabia.
El relojero era de estos hombres que a todo el mundo dan la razón, y, con su lente en el ojo derecho, movía la cabeza, en señal de asentimiento, a cuanto decían sus contertulios; pero, al marcharse los carlistas exaltados, murmuraba:
—Son unos bárbaros: la Inquisición no es para estos tiempos. El mundo marcha.

Pío Baroja, Las inquietudes de Shanti Andía, novela leída en edición digital descargada legalmente de http://www.gutenberg.org/ebooks/12848. La cita corresponde a las páginas 88-89.

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