martes, 1 de febrero de 2011

204.

Otro monólogo. Esta vez le toca el turno a la historia de amor más triste jamás contada:

EURÍDICE

Fui yo quien lo estuve llamando. Resultó difícil que atendiera mi voz, no tanto por estar envuelta en las brumas que la humedad del Hades convoca en los sonidos, como por su severa determinación de continuar el sendero hacia la superficie sin ceder a la concupiscencia que intentaba conferir a mi reclamo. El dios, cediendo a los requerimientos de su esposa, había permitido que se cumpliera la excepción de las excepciones, que rarísima vez le es regalada a la raza mísera de los mortales. Y me ordenó que lo siguiera en silencio hasta las mismas puertas del infierno. Una vez franqueadas, proclamó regio, volvería a ser aquella a la que Orfeo amó con su cuerpo y con su canto. Tanto me había amado aquel hombre que osó emprender el camino que sólo se culmina una vez y tras el cual la vida pasa a ser un recuerdo añorado donde los dolores se difuminan y la dulce rémora de los placeres ocupan el espacio cedido por aquéllos. Nadie piense que me encontré a gusto entre las sombras, convertida ya en una más en medio de las suplicantes de luz. A mí también me atenazaba la evocación de los brazos tensos de mi amado, el arrebato de su posesión, las ondas en que se habían convertido en mi cada vez más limitada memoria los sonidos ajustados y serenos de su lira y de su voz. No me gustaba ser una muerta más, sabiendo como sabía que con el paso del tiempo, Orfeo dejaría de ser la compacta certeza de un cuerpo y un alma para mudarse en una lívida intuición de un pasado cuya fuerza se iría evaporando confundida entre la calima de mi alma. No me atraía sustituir un futuro de amor, pasión y belleza entre las miradas y la firmeza de mi amado por el lamento eterno de mis congéneres. Tampoco me seducía imaginarme, pasado el tiempo, pálida y transparente, sumida en la masa de los muertos, ignorante de que el alma que acababa de acceder al Hades era el despojo evanescente de quien una vez fue mi adorado. Nada de eso me empujó a llamarlo mientras subíamos el camino pedregoso que nos alejaba de la morada infernal. Si hubiera tenido ese cuerpo que, conforme a la promesa del dios, volvería a recubrir el vapor de mi espíritu cuando la luz del sol calentara mi frialdad de muerta, me hubiera visto a mí misma derramando lágrimas mientras me esforzaba por encarnar aquel exangüe silbido con palabras de atracción. Fue pasando el tiempo, el sendero enderezaba su último tramo y los temores se tensaban dentro, en mi interior. Era imprescindible acabar con aquella ficción de una nueva vida tras la muerte. Fue difícil, pero lo conseguí. Orfeo acabó por volverse y mirarme. Tímidamente, al principio; con grandes ojos abiertos, al final. Quizá él entendiera en mi susurro un lamento a la hora de volar al interior del infierno nuevamente, pero lo que en realidad brotaba del vapor de mi alma era un suspiro de alivio. Sabía que Orfeo iba a sufrir. Intuía su destrucción. Pero no podía regresar a su lado. No podía envolverlo con la mórbida humedad del Hades cuando me abrazara en el instante del amor. Aquella Eurídice que había querido no existía ya. Nadie muere y regresa a la vida siendo el mismo, porque la frialdad de la muerte nunca se desprende de la piel recobrada. Aunque un dios lo ordene. Hay poderes que están más allá de su soberbia. Y yo, aunque sólo alma, lo sabía.

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