sábado, 19 de febrero de 2011

220.

Tu madre quería que tuvieras músculos. Te hacía ejercitarte con unos tensores delante de la ventana abierta para que tus pectorales fueran poderosos. Los domingos por la tarde ponía en el coche (Seat 850 de dos puertas) unos bocadillos, a tu padre como conductor, a tu hermana, a algún amigo tuyo del bloque y montaba una excursión al campo. Normalmente, el campo era un pinar a pocos kilómetros de la ciudad y poblado de domingueros. Su frase favorita destinada a ti era: “¡Corre un poco, muévete!” Y corrías un poco y te movías un poco menos. De aquellas tardes horribles de domingo con el carrusel deportivo en el transistor de tu padre (el 850 no tenía radio), con la obligación de jugar al fútbol y con la tristeza del lunes acechando, sólo sobrevive el recuerdo agradable de una de aquellas tardes. No se te ha olvidado y puede que sea, como todo recuerdo, un invento. Pero está vivo en tu mente: hay un árbol junto al que estás sentado en el suelo y en el que estás apoyado; hay un cierto silencio sólo roto por el amigo y tu hermana a lo lejos jugando con una pelota. No hay deportes en un transistor ni voces obligándote a moverte. Sí hay una cajita de pastillas de regaliz y La isla del tesoro en tus manos. Y también aparecen los aromas de un placer intenso en medio de tu infancia. Para ti aquel libro, aquel regaliz y aquel entorno, desde entonces, son lo más cercano al paraíso en la tierra que has conocido.

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