sábado, 2 de octubre de 2010

106.

Siempre pensaste que en tu niñez no hubo paraíso. Tuviste que caer enfermo y pasarte cinco meses en un hospital para darte cuenta de que esa apreciación era errónea. Siempre te resultó incomprensible que casi todo el mundo hablase de esos años con nostalgia, con el regusto de una época donde sólo había despreocupación y alegría coronadas con la luminosidad de días en las que no había sombras. Siempre pensaste que tu infancia no fue feliz, que fue oscura, triste; que la angustia fue la reina de tus días y sólo la soledad compartida con tebeos y luego con libros te reconducían a aspectos más cercanos a los que la mayoría de la gente aseguraba haber experimentado. Sin embargo, en medio de aquel blanco de sepulcro donde las horas corroían tus ilusiones, rodeado de máquinas, de médicos y enfermeras, de hombres y mujeres con la vida oscilando azarosamente entre el abismo y la luz, emergieron aquellas imágenes. Fueron, como un milagro abriéndose paso desde el fondo del desastre, las imágenes de la playa de Alhucemas cuando pasabas allí las vacaciones de verano con tu familia. Los primeros años sesenta cabalgaban con la celeridad que sólo el tiempo conoce. Lo ignoraste durante años y tuviste que derrumbarte sobre la cama en una UCI para ser consciente de que en tu infancia también hubo un paraíso. Está decorado con el amarillo de una arena y el cristal de unas aguas en las que te bañabas, unas aguas como nunca viste después otras. Te ves rodeado de tus primas, de tu hermana, de tus padres, de tus tíos, de tu abuela, de vecinos y de amigos. Tardes de jugar en la acera, delante de la puerta de una casa donde tu familia se sentaba y hablaba hasta bien entrada la noche. Es la voz que una palmera te dirigía con el movimiento de su ramaje, el olor de dama de noche que apresaba toda la calle. Son unas celosías de madera, tablones cruzados en oblicuo formando rombos, en aquella casa de una sola planta, al otro lado de las cuales se oían por las noches los pasos de los transeúntes y las voces de quienes volvían a casa o marchaban a encuentros evanescentes. Es el sabor del desayuno que preparaba tu abuela a todos los niños a base de patatas fritas muy revueltas hasta formar casi una pasta. Las series en blanco y negro de una televisión encendida sólo algunas noches, cuando la programación era lo suficientemente interesante como para desconectar de la vida auténtica que rezumaba la calle. Es el camino desde Melilla, de noche, por los pedregales del Rif, en el camión de tu tío, camino de Alhucemas, con paradas en lugares donde unas sombras alargadas embutidas en chilabas y coronadas de turbantes rodeaban un fuego. Es un primer viaje en un avión de hélices durante el que te dio un ataque de pánico que aterró a todo el pasaje. Es el olor a combustible y los camarotes con literas de un barco que nos llevaba hacia la costa de África a lo largo de toda una noche, y el momento del atraque con sus estachas y con los gritos de los marineros mientras la hélice retorcía convulsa las aguas en un pequeño maremágnum de espuma incandescente. Son libros ilustrados de leyendas chinas, discos pequeños de colores en los que alguien narraba cuentos y es la voz de Antonio Molina, a quien adoraba tu tío, saliendo por el altavoz. Son los soldaditos de plástico y los tejemanejes que nos traíamos entre los cuatro niños. Hay olores de iglesia con ventiladores en tardes de verano y una primera comunión. Son los polos que elaboraba un moro en una tienda que no debía de ser más amplia que un cuartucho, unos polos que no eran sino cubitos de hielo con un colorante rojo que cuando le dábamos la primera chupada quedaban convertidos en pedazos de hielo. Es la música marroquí, las monedas con letras extrañas y la bodega de tu tío, con un olor a vino antiguo, a madera gastada. Son los paseos por una plaza donde había un edificio con un reloj y las verbenas donde el aroma de los pinchitos inundaba el aire. Es aquel grupo musical donde tu primo tocaba la batería. Miles de recuerdos tropezaron entonces unos contra otros. Cayeron en tromba sobre ti inundándote de olores, de sabores, de juegos, de caricias, de risas; y del llanto en el instante de la despedida, del regreso a la ciudad y a tu casa, memoria de la angustia renovada y viviente. Había que esperar un año entero para regresar a Alhucemas. Tú, que siempre te quejaste de que en tu infancia nunca hubo un paraíso, tuviste que atravesar la cresta de los cuarenta y tres años, tuviste que estar a punto de perder de vista esta tierra, que sospechar la lívida sombra de la muerte, que retorcerte mordido por el dolor y el desaliento para darte cuenta de que en tu pasado hubo también un resplandor. De todo aquello te quedaron restos, hermosos y palpitantes restos. Cuando durante aquellos meses entraba tu prima, ya no accedía a tu particular cámara de los horrores sólo ella y la seguridad que te ofrecían sus palabras, su serenidad, su firmeza, sino el sabor y el olor, el tacto y la vista, los sonidos de aquellos tiempos, todos los humores que brotaban de la memoria y que te arropaban en un mundo de consuelo. Por aquellos recuerdos, tu ruina fue menor.

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