lunes, 11 de octubre de 2010

112.

Después de leer a Sófocles, la lectura de Eurípides te decepciona. Aquél es el estandarte de la época dorada de Atenas, cuando los ciudadanos creían en los valores que su patria representaba. La tragedia de Sófocles, como la de Esquilo, era un género educativo que enseñaba al ciudadano cómo comportarse en una sociedad estructurada alrededor de ese régimen político novedoso al que habían denominado ἰσονομία (isonomía, igualdad ante la ley) y que hoy en día se conoce como democracia. La virtud que sostenía ese edificio era la σωφροσύνη (sofrosyne), esa templanza en la que los pensadores cristianos recogieron el término original y que, modernamente, se suele traducir por prudencia. Consistía en la noción clara de que los seres humanos tenemos unos límites que no debemos traspasar, ya que de lo contrario los dioses se encargarán dolorosamente de ponernos en el lugar que nos es propio. La sofrosyne requería la aceptación de la responsabilidad personal, que en aquellos tiempos era lo mismo que decir responsabilidad ciudadana, la dignidad ante lo adverso y el convencimiento de que los dioses sostenían con su hálito el edificio de la constitución política y del orden social que se habían conferido. Tramas sólidas, personajes íntegros, valores serenos en su firmeza, coherencia absoluta con el género son columnas que se deslizan por el alma de quienes hoy en día asistimos a su aparición. Frente a éste, Eurípides vive con amargura el desarrollo calamitoso de la guerra que el imperialismo ateniense y las tradicionales inquinas entre los griegos han provocado. La guerra acabará en el desastre para Atenas y en la sensación de fracaso para sus habitantes. Para Eurípides no hay héroes con valores que representar, sino pasiones humanas incontenibles. Hay sentimientos a flor de piel y azares de la existencia que son tan incontrolables como los que recogía en sus versos Sófocles, pero que ahora no responden a un destino altivo, sino a una desnuda indefensión de lo humano despojada ya de cualquier aditamento de trascendencia. Te atrae más la grandeza equilibrada y, en el sentido más ancestral del término, clásica de Sófocles. No te extraña, sin embargo, que tus contemporáneos admiren más a Eurípides y que sus obras sean mucho más representadas que las de Sófocles. El sentimiento euripídeo encaja mejor con la sensación de fin de época que viven los modernos. En su escepticismo ante los valores tradicionales se contemplan reflejados quienes ya no creen en aquel motor que impulsó a quienes nos precedieron en estas tierras. Su interés por los aspectos más humanos de lo humano, prescindiendo de consideraciones que miren más allá de la piel y la carne, más allá de los deseos y las frustraciones, atrae a quienes no se guían ya por las grandes palabras. No te resulta novedoso que una obra tan pesada y reiterativa como Las troyanas sea representada una y otra vez. Su pacifismo sienta bien a tus coetáneos, y su hincapié en el destino de los vencidos calma la culpabilidad que el hombre occidental ha hecho recaer sobre sus espaldas. Eurípides es el símbolo de una Atenas derrotada y exhausta por eso es tan certeramente comprendido por una sociedad que se siente derrotada y exhausta.

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