jueves, 28 de octubre de 2010

125.

En lejanos años te acercaste a una antología de los Ensayos de Montaigne publicados en una de esas colecciones que recogían lo que se suponía debía leerse para considerarse culto. Ya entonces quedaste fascinado, pero hubo de pasar una buena ristra de años para poder leerlos enteros en una edición más moderna. Últimamente, y siguiendo a cuestas con tus héroes, tuviste ante tus ojos otro libro de Stefan Zweig: El legado de Europa, donde hallaste, expresadas en mejor estilo del que tú usarías, las conclusiones que extrajiste de la inmersión en el bordolés. La obra de Zweig es una colección de ensayos, unos más breves que otros, acerca de autores que han llamado la atención del escritor austríaco. Los hay conocidos y los hay desconocidos. El paso del tiempo arrasa con famas y reputaciones del mismo modo que conserva incólumes los prestigios y desvela talentos ocultos. Entre esos autores, el Señor de Montaigne es el primero. Ya leíste ese ensayo en otra edición. Se ve que recoger grupos de artículos de autores célebres da para muchos volúmenes en los que la repetición no es mácula. Pero, como sucede tantas veces, la lectura renovada de viejos textos al cabo de los años escorza nuevas perspectivas. El Señor de Montaigne reaparece ante tus ojos como el defensor de esa “ciudadela” que es su mundo interior, acosado por los asedios exteriores que atacan armados con los arietes del dinero, las escalas de la fama, las lanzas de la adulación, los arcabuces del poder y toda la artillería, en suma, de aquello que los santos denominaban “el siglo”. Admiras al aristócrata de nuevo cuño que se refugia en su torre y se siente feliz con sus libros y sus máximas escritas en los muros. Aunque, pasados los años, ese mismo mundo del que deseó escapar lo reclamó. Acudió a su convocatoria y cumplió con funciones públicas y hasta se atrevió a hacer un largo viaje. Te gusta el detalle de que aprendiera antes a hablar en latín que en francés, y sus continuas citas a autores de la Antigüedad, su cultura asentada en el humanismo tradicional que le lleva a desentenderse de la escabechina mutua llevada a cabo católicos y hugonotes. Entresacas párrafos, uno de los cuales difumina un argumento que solías esbozar en otros tiempos y cierne nueva luz sobre la maldad humana. Dice Zweig: El hombre puede ser libre en cualquier época. Cuando Calvino apoya los procesos contra las brujas y condena a morir a fuego lento a un adversario, cuando Torquemada envía a centenares de personas a la hoguera, curiosamente sus exaltadores los disculpaban diciendo que no habían podido actuar de otro modo por cuanto era imposible escapar por completo a las ideas de su tiempo. Pero lo humano es inmutable. Aun en los tiempos de los fanáticos vivieron siempre personas humanitarias, y en la época de El martillo de las brujas, de la Chambre ardente y de la Inquisición ni por un momento pudieron los fanáticos turbar la clarividencia y humanidad de un Erasmo, de un Montaigne, de un Castellio. Y mientras que los otros, los profesores de la Sorbona, los concilios, los legados, los Zwinglios y los Calvinos proclamaban “Nosotros sabemos la verdad”, la divisa de Montaigne fue “¿Qué sé yo?”. Y mientras ellos querían imponer con la rueda y el destierro el “¡Así tenéis que vivir!”, su consejo proclamaba: ¡Pensad vuestras ideas, no las mías! ¡Vivid vuestra vida! ¡No me sigáis a ciegas, manteneos libres! Quien piensa libremente, respeta toda la libertad sobre la tierra.

Stefan Zweig, El legado de Europa, trad. Claudio Gancho, Barcelona, El Acantilado, 2004. La cita corresponde a las páginas 60-61.

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