sábado, 16 de octubre de 2010

115.

Tras experiencias traumáticas se suele decir que sus protagonistas cambian radicalmente la manera de ver la vida. Las frases más repetidas son del tenor de “ahora me preocupo de cosas verdaderamente importantes”, “ahora aprecio los detalles de la vida”, “ahora tengo objetivos realmente trascendentes”, “ahora sé disfrutar de la vida” y demás. Tú sufriste una experiencia traumática. Fueron dos meses en coma, cinco inmovilizado en cama, tres operaciones, dos años y medio de pelea contra la burocracia sanitaria y un divorcio en medio. Sobreviviste y ahora, aunque con secuelas, tu vida va por buen camino. Estás rodeado de gente que te ama, no padeces carestía y tu salud es buena. Pero tu fondo no se ha transformado y sigues siendo el mismo. No ha desaparecido ese velo de Maya que te hacía contemplar la existencia como el terreno sin arar en el que plantar despreocupadamente las cosechas que quisieras. No se han volatilizado tus obsesiones ni tus frustraciones. Lo que has ganado es la certidumbre de la fragilidad humana, de tu radical impotencia ante las conjuras del azar, de tu desconfianza en el futuro. Has ganado el temor a todo lo que huela a hospital y sanidad. Has perdido la inocencia de quien mira al mañana con ojos claros para pasar a temer cada alborada la aparición de esos nubarrones que puedan llevarte a la consulta de un médico o a enclaustrarte entre las cuatro paredes de una clínica. Bien, es cierto que las experiencias en el límite cambian, debes reconocerlo; pero a veces las conclusiones enfilan una dirección distinta a la que suele airearse.

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