martes, 11 de enero de 2011

186.

A tu juicio, uno de los enigmas de la modernidad, o quizá una de las pruebas de su decadencia, es la admiración sentida en amplios sectores de la clerecía laica occidental por un personaje como Friedrich Nietzsche. Confiesas que no has leído toda su obra. Hay mucho que leer, la vida es corta y debes seleccionar. No obstante, tuviste que estudiarlo a fondo para impartir aquellas clases prestadas de Historia de la Filosofía en el extinto Curso de Orientación Universitaria durante aquellos agónicos años en los que luchabas por tu supervivencia y tu dignidad intelectual en el Instituto. De Nietzsche admiraste y admiras su fase de helenista. Su proyecto intelectual emprendía una renovación de la Filología Clásica en el sentido que tú siempre has pretendido, aunque eres incapaz de llevarla a cabo porque tus capacidades intelectuales son de un nivel medio y esa tarea precisa de un monstruo como Nietzsche. Entiéndase aquí el buen sentido de la palabra “monstruo”. El nacimiento de la tragedia fue un aldabonazo en tu conciencia de adolescente y quedaste fascinado. Luego vinieron otras obras en las que el helenista sajaba con bisturí certero las entrañas de esa cultura que adoras. Pero una vez que Nietzsche hubo de abandonar la cátedra por sus problemas de salud y comenzó la peripecia de su pensar más conocido, para ti que desbarra en una pendiente que lo lleva a unas conclusiones perversas. Prueba de quién era el personaje la tienes en la contradicción entre su propuesta de moral y el hecho de que su muerte sucediera al poco de sufrir una crisis nerviosa por ver cómo se azotaba a un pobre jamelgo en la vía pública. Intuyes, con todo, que sus precedentes racistas y su antihumanismo no fueron obstáculo para la progresía occidental en razón de su famosa frase de que Dios había muerto. Que tú suscribes, pero sin continuar más allá en la senda nietzscheana. Su antisemitismo ha sido cuidadosamente ocultado con el mismo celo con el que los heideggerianos minimizan el carnet del partido de Hitler en su mascota. Lo que gusta de Nietzsche en determinados ámbitos es su tarea de destrucción, ya que es el paso previo para construir un nuevo mundo. El problema es que Nietzsche levanta acta del derrumbe de un mundo, pero sus seguidores han sido incapaces de erigir otro nuevo. Y en esas estamos, en la oscuridad y con velas, mientras en el exterior campa por sus fueros la Física cuántica.

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