viernes, 7 de enero de 2011

183.

Hace algunos años viajaste a Noruega. Estuviste en Oslo y en algún otro sitio. Era fines de verano, lo que convertía la ruta en un agradable paseo primaveral. Una mañana pateabas la Karl Johansgate, la calle principal de la capital noruega. Y advertiste cómo la entrada a la Universidad de Oslo, en la mencionada calle, regalaba al observador el frontón y las columnas de un templo griego. Te evocó la entrada del edificio de la Academia en Atenas. Podrías iniciar ahora una enumeración que asimilase el saber, la organización social, con su corolario del imaginario sobre el poder, y otras circunstancias con la arquitectura griega de la Antigüedad. En todo caso, no está de más recordar que eso es, precisamente, lo que tienen en común un noruego y un griego de nuestros días. Son obvias las diferencias de climas, costumbres, caracteres y demás agregados de la existencia humana. Lo que enlaza la frialdad de Escandinavia con la templanza de las costas mediterráneas es la tradición cultural europea. Ese frontón significa lo mismo también para franceses, alemanes, eslovacos, italianos, británicos y demás batiburrillo de anclajes emotivos. Por eso Europa estará unida cuando seamos conscientes de que somos herederos de una misma tradición cultural. En la que, por cierto, también se incluye la cruz, mal que les pese a ciertos redentores de la especie humana. Mientras tanto, flores.

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