lunes, 3 de enero de 2011

179.

El otoño caía sobre Atenas. Noviembre iba deshojando sus días envueltos en la humedad de la lluvia y el olor de la hierba empapada a punto de convertirse en el abono que daría nueva vida para la próxima primavera. El camino desde el modesto hotel donde os alojabais hasta la biblioteca de aquel centro de investigaciones científicas cruzaba el Jardín Nacional. Tus paseos camino del lugar donde pasarías las siguientes horas embutido entre estanterías de libros y revistas estaban aromatizados por el olor a hierba húmeda y a tierra mojada. Tu alma era un hervidero de sensaciones. Predominaba la suavidad de sentirse libre y de cumplir un sueño; pero también te atenazaban la amargura y el temor. Los primeros porque creías que estabas haciendo aquello que realmente era tu vocación: dedicarte a investigar y vivir en el extranjero. Los segundos porque en tu casa quedaban una esposa, un niño recién nacido y un trabajo en un instituto de bachillerato que estaba empezando a hundirte en la desolación. Era éste un panorama alejado de tus ansias primeras, en el que habías caído por la debilidad de tu carácter y de cuya liberación no te sentías capaz. La estancia en Atenas había sido una idea de tu amigo. Consistía en pedir una especie de beca y pasar unos meses recogiendo bibliografía para algunos trabajos que estábamos realizando. Os la concedieron junto con tres meses de permiso. Eran otros tiempos en los que ser profesor de bachillerato aún connotaba un interés más allá de las elementales rutinas que requiere un nivel ínfimo en los saberes. En tu caso, el trabajo era la tesis y qué mejor lugar que Atenas para recopilar información sobre el mundo bizantino. Fue un mes entero de noviembre donde se mezclaron mañanas de lectura y fotocopias con tardes y noches frecuentando los conocidos que teníamos en la capital griega. Nunca olvidarás aquellas mañanas de otoño en Atenas percibidas como una sacudida de aire fresco en tu alma, que se desvanecía entre los resquicios de la angustia. Durante uno de aquellos trayectos matutinos, fuiste mentalmente redactando un poema, aunque llamar poema a aquello fue bastante pretencioso por tu parte. Cuando llegaste a la biblioteca, lo pusiste por escrito. Aquella tarde tu amigo lo tradujo a una de las personas que más os acompañaba en vuestras correrías por tavernas y rincones de diverso tipo. Sólo recuerdas unas palabras de aquellos pseudo-versos mal concebidos y peor expresados: Nunca pensé que la felicidad / estuviera tan próxima a la nada. En aquellos años, esas palabras fueron sólo una intuición.

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