miércoles, 19 de enero de 2011

192.

Otro relato de una heroína mitológica:


ARIADNA

El hedor exhalado desde el laberinto se difundía por todo Cnosos. Ni los inciensos ofrecidos a los dioses los días de sacrificios, ni los aromas de Egipto o de Babilonia, ni los torrentes balsámicos emanados de las flores en primavera podían enterrar entre sus volutas la pestilencia escapada de aquel pudridero. Los efluvios se enredaban los días de furia con los mugidos que escupía el engendro desde los rincones de su presidio. Así celebraba el festín de muchachos y doncellas con el que nuestra patria era tributada cada nueve años y que acababan entre las desnaturalizadas fauces de un toro carnívoro. Mi medio hermano era un monstruo y no estaba solo en su aberración. Mi madre una perdida que incluso en la vejez moría por cualquier ser viviente que calmara sus ardores. Y mi padre era un viejo achacoso que sólo vivía para contar las infinitas ánforas almacenadas en el palacio con vino, aceite, trigo, higos secos, miel, plata y, sobre todo, oro. Cuando el barco procedente de Atenas con los hijos más queridos de aquel pueblo atracaba y descendía su pasaje, Minos sólo estaba atento al cargamento material. Los humanos no eran de su incumbencia, sino del bicho deforme que ya salivaba escondido entre los muros de su siniestra morada. Las gentes de todo el país se congregaban en torno al palacio y durante días, la masa quedaba inundada por una orgía orlada de la sangre de toros, corderos, cerdos y jóvenes. No sólo los atenienses, sino también los nuestros perecían. Aquéllos entre las fauces del Minotauro, éstos corneados y aplastados por los mismos toros ante los que pretendían demostrar sus habilidades mientras el griterío de los asistentes los animaba a un riesgo cada vez más creciente. No me gustaba mi familia, ni mi gente, ni mi país. Se vivía bien, es cierto. Creta prosperaba bajo el escudo de mi padre. Los cretenses eran alegres, vividores, laboriosos a su manera y piadosos con la divinidad. Por alguna razón, no obstante, que sólo los dioses en su capricho conocen, no me sentía bien en mi palacio ni rodeada de mis compatriotas. Mi imaginación volaba a tierras lejanas, a los desiertos de Egipto y a sus templos, al Creciente Fértil donde se arracimaban las ciudades populosas, a las islas de más allá de las Columnas de Hércules, a las brumas y bosques del norte de la península donde habitan los pelasgos. Contraviniendo el gusto de mi padre, solía presentarme en el puerto, envuelta en el séquito real, para preguntar a los marineros sobre sus periplos. Entonces, ellos, aunque asombrados ante la presencia de la princesa, se despachaban durante horas contando sus experiencias en mil puertos, con mil personas, mil tipos de animales, mil formas de flores, de plantas, mil climas, paisajes y mil mercaderías. Por eso, cuando apareció Teseo, mi mirada se quedó clavada en su rostro, su torso, sus brazos y piernas. Intuí que con él llegaba el momento de volar, surcando el aire en un rumbo más afortunado que el emprendido por Dédalo y su hijo. Él advirtió mi pasión y se las ingenió para hablar conmigo. El resto es historia sabida. Lo ayudé a terminar con aquella deformidad de la naturaleza, lo auxilié en su huida, me embarqué con él y su agitada tropa, incrédula aún ante su salvación, y enfilé el mar rumbo a Atenas, dejando atrás un escenario que aborrecía y la baba de aquel vejestorio cuyo lecho matrimonial me aguardaba en breve plazo por voluntad de mi padre. Mi héroe me abandonó en Naxos. Me lamenté, es cierto, lloré y bramé, maldije e insulté. Pero allí me recogió el dios. Y contrariamente a lo que los poetas, esos falsarios infames, han difundido en las mentes incautas de los mortales, fui feliz hasta mi muerte. Que no fue muerte total. Mi dios me rescató del Hades y vivo desde entonces en compañía de los inmortales, oliendo sólo el bálsamo de la ambrosía y la fragancia del néctar.

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