domingo, 28 de noviembre de 2010

151.

Hay auroras en el otoño que te hacen desear visiones cuya realidad flota ligera en el limbo de los imposibles. Sueñas con un paisaje montañoso en Japón, el país de los dioses. Brumas, montañas a bocajarro de los senderos, frondas de árboles cuyos nombres ignoras y así es mejor porque al privarles de lo más humano quedan en las regiones del ser más puro. Voces de aves y pájaros que despiertan. Entre la maraña de epifanías de lo sagrado, oyes resonar una campana tañida con un tronco. Sale de las entrañas de un templo. Un monje se concentra en el sonido de bronce. La caducidad de todas las cosas, que parece clamar desde sus profundidades, se yergue poderosa. Hay amaneceres en que desearías creer tanto en algo como para sumirte en sus torbellinos y alcanzar un ligero atisbo de plenitud, aunque fuera en las volutas esponjosas del vacío. Creer tanto en algo como para poder abismarte horas y horas en meditación, dedicando los otros jirones de tu vida a tareas que los profanos creerían inanes. Te gustaría creer que con recto esfuerzo, sin alharacas, podrías llegar a despojarte del miedo y la esperanza. Hay mañanas en otoño en las que, más que otras, te hiere el punzón de tu descarnado escepticismo.

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