jueves, 18 de noviembre de 2010

142.

Otro relato perteneciente a la serie de monólogos de heroísnas mitológicas griegas.

IFIGENIA

Hubiera sido tan fácil odiar a mi padre. Pero no sería cierto. Las pasiones humanas, que arrollan la escasa sensatez que los dioses nos concedieron, también en mi caso habrían tenido terreno para extenderse y cercenar el sentimiento natural que enlaza una hija con quien le dio la vida. Hubiera sido comprensible que alguien me reprochara este sentimiento; yo hubiera aceptado sus recriminaciones. Pero si alguien tuvo alguna vez un padre cuya voz resonara en calma durante las noches de tormenta, podría comprenderme. Agamenón era un caudillo, un rey de reyes y el peso del cetro recaía sobre sus hombros encorvando su espalda. La posteridad lo juzgó mal. Los poetas dijeron que fue altivo y soberbio, que tenía un desmedido orgullo en razón del trono que ocupaba. ¿Acaso no son estas las cualidades que se esperan de quien encabeza formaciones integradas por miles de hombres? ¿Qué diríamos si su carácter hubiera sido dubitativo en las tareas del gobierno de Micenas, o sus palabras vacilantes y su gesto temeroso? Todo lo que hizo fue obra de su sentido de la responsabilidad. Y al decir todo, querría incluir por entero todas y cada una de sus decisiones. Por supuesto, también aquella que me condenó al sacrificio después de un engaño. Aquel irreparable engaño. No sería honrado por mi parte ocultar que la decepción fue inmensa cuando me enteré de que iba a Áulide no para casarme con Aquiles, sino para ser tendida como ofrenda cruenta en el altar de Ártemis. Al saber que la vieja culpa de mi padre había provocado su ira y la retención de los vientos que hubieran propiciado la ruta hacia Troya, me sentí víctima de una profunda injusticia a manos de un grupo de hombres ávidos de empapar sus manos con la sangre de sus enemigos. Aunque ninguna otra actitud hemos de esperar las mujeres de los hombres. Mi desilusión fue doble en aquellos momentos. Casarme con Aquiles era un sueño más delicioso que cualquier otro de los que mi espíritu había concebido anteriormente. Y en un instante, mi boda se desvaneció entre las brumas de los sueños perdidos, al mismo tiempo que el estupor invadía mis entrañas mientras miraba a mi padre preguntándole con los ojos la causa de su traición. Aquellos fueron los únicos instantes, breves, muy breves, durante los cuales creí derribar del pedestal la estatua en la que mi admiración había situado al rey de reyes. Escasos instantes fueron hasta que supe advertir en su mirada el dolor que le oscurecía el alma. Sabía bien que sus palabras rudas, que sus órdenes cortantes, que la aspereza de sus gestos disponiendo el sacrificio no eran sino la inevitable parafernalia con que el poder abruma los reales sentimientos de quienes lo poseen y lo padecen. Su frialdad no fue sino la pose de una efigie que debe impresionar a sus fieles. Y cuando el cuchillo cayó sobre mi cuello en el momento del golpe fatal, mis ojos se volvieron hacia su porte y me sumí serena en las sombras del Hades conocedora de que con mi sometimiento colaboraba con la misión que los dioses decretaron para mi padre. La sucesión de los crímenes que tuvieron lugar al regreso de Troya no tuvieron otro motivo sino por la ceguera de mis hermanos y el deseo de los dioses de mostrar a los mortales los caminos de su padecer en el mundo, esos escuetos límites en los que se desenvuelve su existencia. Pero estas son otras historias que a mí no me involucraron porque yo ya moraba en el reino de Hades y no en la tierra de la Táuride, invención con la que algunos poetas, sensibles y timoratos ante la realidad humana, pretendieron suavizar lo que entendieron como un crimen espantoso. Morí joven tras un engaño y una decepción, pero no tengo nada que reprochar al causante de mi ruina. Él fue, como todos nosotros, un simple objeto en manos de los dioses y mi vida, como la de todos nosotros, tenía sus días contados desde el momento de nacer. Y no hubiera sido digna rama del árbol de los Atridas si hubiera muerto entre gemidos y reproches y si hubiera conservado en esta eternidad de las almas que moran el Hades, un rencor hacia quien no tenía más opción que cumplir obediente con su destino. Junto A estos pensamientos ha añadido otros mucho más consoladores. En medio del sopor provocado por la muerte en las almas, advertí que gracias a la culpa de mi padre me evité los dolores del parto, la cólera ante las infidelidades de un marido cansado de dormir siempre con una misma mujer que, además, iba perdiendo su juventud y el final penoso de una ancianidad llena de achaques y lamentos en los desolados pasillos de un palacio extranjero.

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