jueves, 4 de noviembre de 2010

130.

Pertenecía el relato que sigue a un proyecto de libro. Querías escribir una serie de monólogos puestos en boca de heroínas de la mitología griega donde se expresarían en un modo diferente al que nos han transmitido las viejas leyendas. Desistes de intentar perseguir a lazo quien lo publique. Hoy en día los mitos griegos son desconocidos incluso por los lectores cultos y es preciso conocer la versión tradicional para valorar el giro que imprimes al asunto. Y no era cuestión de encabezar el libro con un pequeño tratado de mitología ni advertir al lector que debe acudir a los libros o a internet para ponerse al día. Por otro lado, estás cansado de que lo que escribes no interese a nadie tanto como para gastarse unos euros en comprar tus libros. Así que vas a ir poniéndolos en este blog. Y que los lectores sean comprensivos.

ISMENA
Nunca resultó fácil ser hija de Edipo. Interpretad esta primera frase como una excusa, si queréis. La he usado en innumerables ocasiones y siempre fue recibida por quienes la oían con un gesto de asombro, al que seguía el horror y, finalmente, la compasión. Nunca fue fácil haber sido hija de un padre incestuoso, del que era, al mismo tiempo, hermanastra. Tampoco lo fue soportar sobre mis hombros la maldición que los dioses habían decretado sobre mi padre y sus descendientes. Creedme que no resulta sencillo intentar comprender la razón de esa permanencia de la culpa más allá de las vidas de sus perpetradores. Pero no es tarea de un mortal someter a razones la voluntad de los dioses y no seré yo quien encabece la fila de los que pretenden poner en cuestión la mente de los inmortales. Yo menos que nadie, como podréis comprender. Porque los dioses no me concedieron el empuje de mi hermana, ni la ambición de mis hermanos y menos aún la dignidad de un padre que, al ser consciente de su destino, emprendió el camino por el sendero más áspero y decidió seguirlo sin reproches a nada ni a nadie. Ni siquiera mi madre dejó en mí rastros de su coraje al suicidarse. Ninguna de esas cualidades me adornó mientras pisaba la tierra de los vivos. No obstante, algo dejaron caer sobre mis hombros los dioses; pero hay discrepancias sobre su aspecto. Quienes se sienten solidarios con mi peripecia sostienen que fui símbolo de lo razonable, de lo comedido; que mis palabras y mis actos eran la manifestación de un espíritu realista y equilibrado. Almas bondadosas, sin duda, pero equivocadas. El sello que estaba impreso sobre mi corazón era el baldón de la cobardía. Otros lo han visto así y lo han expresado, aunque hayan tenido que enfrentarse con esa visión embellecida que cree ver los tiempos antiguos orlados de hermosos tejidos donde la sabiduría, el valor, la gallardía y la belleza se entretejen en una tela coloreada de los más armónicos tonos. No fue así, por más que la imaginación de las generaciones posteriores adornaran de comprensibles ornamentos la realidad de nuestros viejos días, tan agónica y llena de zozobra como los de las infinitas generaciones de mortales que se han sucedido y se sucederán hasta el incendio final del ciclo que vivimos. Mi realidad era tan elemental como la de cualquier otro, aunque se viera rodeada de circunstancias extremas. Y mi respuesta fue la cobardía ante la decisión de mi hermana Antígona. Mientras vivió mi padre, cumplí con mis obligaciones de hija y lo acompañé hasta su muerte. En esa labor no era necesario hacer gala de cualidades sobresalientes. Es fácil para una hija amar a su padre. La única virtud que debe mostrarse es la paciencia. Nada de arrojo, ni de empuje; nada de iniciativa, ni previsiones. Sólo se espera de una que obedezca los deseos del anciano a cuyo lado pasas los días y las noches. Se espera que te muestres dócil y aceptes con resignación las veleidades de quienes, al ver cercano su final, creen compensar la despedida con un retorno imposible a los días de la infancia. Ser una hija amorosa con un padre es más fácil que enfrentarse a la muerte ante alguien poderoso. Sobre todo, si pensamos que el resultado final de las atenciones filiales es la liberación en el momento de la muerte de quien provoca los desvelos. En cambio, cuando uno se enfrenta al poderoso, el resultado final es la propia desgracia, la propia muerte. Y en ese momento creí que ya había sufrido bastante. Mi vida había sido una peregrinación desde que aquel infausto día que mi padre fue consciente de la trampa que los dioses le habían tendido y decidió aceptar sus consecuencias. Marchábamos de un lugar a otro mientras en Tebas mis hermanos se peleaban alrededor de un trono mancillado por la infamia y la desdicha. ¿Debía yo perecer junto a mi hermana en razón de una historia llena de agravios a los dioses y a los hombres de las que no era responsable? El objeto de la lección de los dioses era mi padre. En él quisieron dar a entender a los mortales su insignificancia y sus admoniciones para que siempre tuvieran presentes en sus almas quiénes gobiernan el mundo. Edipo fue quien debía sobrellevar en sus hombros el peso de la educación del género humano. Bastante hice con cuidar de su alma y de su cuerpo hasta que expiró y dejó de arrastrar sobre la tierra su miserable condición de ser vivo. En cuanto a Etéocles y Polinices, mis hermanos, maldito sea el día en que nacieron. Allá ellos con sus ambiciones, con sus deslealtades, con sus rencillas, con sus conjuras, con ese amor desmedido por la sangre que comparten con todos los varones. Yo nos soy como ellos. Primero, porque soy mujer y no entiendo de combates, ni me interesan los cadáveres de los enemigos ni los placeres de quienes se sienten superiores. Segundo, porque haber nacido mujer es irrelevante para el hecho de no sentirme obligada a respetar unas normas que proceden de aquellos que han convertido mi vida en un suplicio. Si los dioses ordenan que los muertos sean enterrados, que cumplan esas leyes quienes consideran oportuno obedecerles. Por nada arriesgaría mi vida para enterrar a un ambicioso y cumplir así unos preceptos que difícilmente pueden ser justos cuando provienen de quienes en modo alguno se han comportado justamente. Al fin, mi destino fue el mismo que padecen todos los mortales. En el Hades no hay diferencia entre quienes han sido honrados y quienes han sido criminales. Y no creáis a aquellos poetas que en algún momento de sus obras pusieron en mi boca unas palabras de compañía para mi hermana. Nunca fue mi voluntad hacerme responsable con ella de transgredir el decreto que mi tío Creonte había promulgado. Jamás lo hice. Para aquellos viejos escritores la cobardía era algo tan inconcebible que debía adornar mi papel en su obra con un toque de gallardía, de solidaridad con mi hermana, tan llena de ceguera, tan soberbia. Cuando reconoció su delito, yo, que estaba a su lado en el salón del palacio, aseguré que nada tenía que ver con el hecho, que todo había sido invención y obra de Antígona, que yo estaba en mis aposentos del palacio tejiendo, labor propia de mujeres. Y puse a los pies de Creonte la tela que estaba elaborando para un peplo que deseaba vestir durante los festivales en honor de Cadmo, el fundador de Tebas, el antepasado de Creonte y de nuestra familia. Antígona me miró con una sonrisa. Nada hubo se reproche en su mirada, sino de comprensión. Por eso la admiré siempre y la quise. No por ser la heroína de quienes piensan que los dioses están antes que los poderosos de este mundo, sino porque, en medio de su soberbia, de su obstinación, de su infructuoso valor, ardía una llama de amor y de comprensión hacia las debilidades humanas. Así murió, agitadamente, como murieron todos los de la estirpe de Edipo, salvo yo. Mis días se apagaron plácidos en mis aposentos del palacio de Tebas y no quise tener hijos para que la maldición de los dioses no tuvieran carne en la que cebarse nunca más. La ancianidad y la muerte llegaron como una ligera brisa en ese verano con sol despiadado que es la vida. Pensad, decid y haced lo que se os antoje, porque no me importa. Poco puede impresionar ni en la vida ni en la muerte a la que fue hija de Edipo, que vivió como una cobarde, pero murió anciana y en paz.

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