sábado, 27 de noviembre de 2010

150.

Efectivamente, encontrarás casos sin cuento en los que seres humanos han preferido perder su vida antes que renunciar a sus creencias. Los más tradicionales han sido los miles y miles de mártires cristianos. Pero hay una diferencia que eleva los casos de personajes como Peiró a la altura de los protagonistas helénicos. El sacrificio de los cristianos era encomiable. Y lo sigue siendo, porque aún hoy en día pervive la figura del verdugo especializado en el cristiano; sin embargo, su sacrificio tiene truco. El cristiano espera la vida eterna y una felicidad interminable. Su muerte es gozosa y esperanzada. Peiró y los héroes griegos no tenían tras de sí más que la nada o una pseudo existencia como sombra en el mundo del Hades, lo que no es sino un trasunto más cruel, si cabe, de la nada. Y si te atreves a imaginar que el antiguo ministro de la República quizás se temiera la inutilidad de sus ideas, la imposibilidad de ese futuro en el que centró sus ilusiones, cuando las siguientes generaciones pudieran recoger en su felicidad la semilla de su sacrificio; si, haciendo un esfuerzo de melancolía, supusieras que percibió cómo nada de lo luchado y padecido iba a merecer recompensa alguna, la envergadura de su dignidad se eleva hasta alcanzar las cumbres del antiguo Olimpo. Héroe contemporáneo donde la esperanza ya no tiene albergue, donde sólo queda abrazar la nada con la frente alta. Y conste que, de acuerdo con tu maestro Marco Aurelio (μὴ τὴν Πλάτωνος πολιτείαν ἔλπιζε: no esperes la República de Platón), tampoco el anarquismo seduce tus pensamientos.

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