viernes, 26 de noviembre de 2010

149.

El núcleo de Antígona, la tragedia de Sófocles, que es tanto como decir de toda tragedia griega, puedes verlo reencarnado continuamente a lo largo de la historia. Donde hay alguien que perece por causa de sus convicciones, siéndole posible evitar ese destino con la renuncia a sus ideas, ahí asistes a la resurrección de la hija de Edipo desde las cenizas del mito. Te lo cuenta el historiador Fernando García de Cortázar acerca de Juan Peiró un dirigente anarquista en la España sangrientamente renegrida de los años 30: Tras el verano [de 1936], los anarquistas ya están condenados a moverse en el drama español como actores de segunda fila. Juan Peiró, Federica Montseny, García Oliver y Juan López llegan al gobierno después de que los mejores asientos han sido ocupados. (…) En 1941, cuando ha caminado el exilio, camino odioso, peligrosísimo después de la invasión alemana de Francia, cuando ya [Juan Peiró] ha sido detenido por los nazis y enviado a las cárceles de Franco, cuando está en prisión esperando la sentencia de muerte, Peiró recibe la visita de varios jefes del falangismo. Juan Gil Senís y Luis Gutiérrez Santamarina le ofrecen salvar la vida a cambio de su colaboración con el nacionalsindicalismo, lo que no debía de extrañarle, ya que los falangistas de primera hora siempre habían admirado el anticomunismo anarquista de la CNT y la visión organizativa y nacional de sus líderes, con los que compartían antiparlamentarismo y fantasías revolucionarias. Estrafalarios o no, los jóvenes falangistas se acercaron al veterano sindicalista con su oferta: conversión y vida. (…). Tiempo antes de ser fusilado, Peiró pasa unos minutos con su abogado. Cuando van a despedirse, el viejo sindicalista nota su desolación y le dice: “Váyase, no sufra. No ha podido hacer nada más…” Y con una terrible, calmosa indiferencia, añade: “No se preocupe. Me gano a mí mismo.” Al anarquista Juan Peiró, al igual que los héroes griegos, no le queda ya más que su propia dignidad de ser humano, plasmada a sangre y fuego en la coherencia con sus ideales y con su vida. Aquí no son los dioses los que decretan la muerte, ni el destino el que arrastra por las sendas que caprichosamente se le antojan, sino las letrinas de esa Historia que siempre pisa los mismos caminos empapados con la sangre de sus viandantes.

Fernando García de Cortázar, Los perdedores de la Historia de España, Barcelona, Planeta, 2006, páginas 454-456.

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