martes, 23 de noviembre de 2010

146.

Pasas por un hospital. Es uno de esos grandes complejos que abarrotan los extrarradios de las ciudades modernas. Frente a la puerta principal se erige un monumento con ese aspecto de mole que tan alejado tiene el arte contemporáneo de la sensibilidad humana. Está dedicado a los donantes de órganos. Emergiendo del negro de la superficie, como alegando con su policromía la esencia variopinta del hombre, diversas estampas con imágenes de Cristos, Vírgenes y santos. No son muchas, sólo las suficientes para destacar sobre la afectada austeridad del monolito. Son las muestras del hondón de la humanidad. Ruegos anónimos que han convertido la burocracia en vida y lo oficial en realidad. Tras esas estampas, tras algún que otro ramo ajado de flores, crepita el deseo de luz y sol para seres cercanos que sufren en el interior de esa caja llena de cristales que nunca dan la luz suficiente a los que moran en su interior. Recuerdas esas habitaciones de hospital donde padeciste tanto tiempo, llenas de las mismas estampas. Evocas las conversaciones de los familiares sobre las destrezas milagreras de tal o cual imagen. Tú también rezaste en ese tiempo y tuviste esos reflejos de la religión sobre la cabecera de tu cama. Ahora, años ya tras la tormenta, cuando vas de ateo y ves los arañazos de esperanza sobre la estricta materia de aquel monumento, ruegas a Dios que te conceda el don de la coherencia para que no te traiciones a ti mismo en el postrer instante y reces, aterido, un Padre Nuestro.

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