miércoles, 30 de junio de 2010

61.

Los veranos son malos. Te descubres y percibes cómo no te atraen tus pliegues excesivos o tus deficiencias. Los demás ven tus carencias y tus excesos. En sus rostros adivinas un espejo y en sus opiniones ocultas conjeturas un reproche. Así, te quedas a la vista de los otros y también de tus propios ojos, los que ven y los que sienten con la luz que emana del interior. Te acosan tus ansias de tener algo diferente de ésos que se dejan calentar por el sol pérfido del verano. Y mientras, no te queda más camino que dejarte observar con tu bastón y tu cojera sometidos al imaginario escrutinio sobre su razón. Decides que algo será necesario hacer para enderezar tu rumbo perdido. Los veranos son malos porque te sientes peor de lo que eres y porque crees que es preciso el cambio, añadir o erradicar. Y haces planes para estar acorde con lo que dentro de ti se ha decretado debe ser lo que deseas. Haces planes para el otoño, que es tanto como decir que haces planes para la vida. Luego, cuando llega septiembre y regresas, los planes quedan apiñados en el desván de los sueños afligidos y la vida se hace cargo de ti. Atrás queda un tú soñado para ceder su paso al tú real, el que no puede ser más que lo que ya es, el que no puede aspirar a cubrir más cielo que el pequeño fragmento concedido por la tierra desde donde mirar hacia las nubes. Finalmente, en algún momento perdido del invierno recordarás vagamente los planes para convertirte en aquello que siempre has creído que debes ser, y sientes el leve aguijón de la nostalgia. Pasará, entonces, el invierno y la primavera. Llegará de nuevo el verano y con el sol omnipotente volverás tú a salir a la luz. Volverás a ver cómo eres realmente y volverás a sentir que necesitas ser otra cosa distinta de lo que eres. Lo que sigue es, como bien puedes prever, la misma historia de siempre.

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