lunes, 21 de junio de 2010

55.

Algunos eruditos te han señalado con acierto que la imagen más próxima a la mentalidad moderna que puedes erigir en relación con los dioses griegos es la de los superhéroes. Los dioses serían equivalentes a esos seres con fortaleza y cualidades superiores a las de los mortales, pero carentes de valores trascendentes y absolutos. Los viejos dioses tenían como rasgos fundamentales dos: eran eternamente felices e inmortales. Pero no podían, por ejemplo, detener el tiempo ni rehacer la historia, ni combatir con el destino. Ellos no crearon el mundo, sino que son producto del mundo. Hay un poder por encima de ellos, el poder del kosmos que surge espontáneamente en la noche de los tiempos y que marca el inicio y el curso de lo que existe, un orden que se impone al caos primigenio y que ajusta las partes en un conjunto armónico sometido al poder de la ananke, del destino fatal que todo lo gobierna. Los dioses son muy fuertes, pero no son omnipotentes, como el Dios de las religiones monoteístas. Tienen sus límites. Ateniéndonos a esta caracterización de la divinidad en el mundo antiguo, podrás entender cómo los romanos, herederos de ese espíritu originario del paganismo, incluían entre sus ceremonias religiosas y estatales la divinización de los emperadores. Te puede resultar extraño, por no decir exótico, que un órgano de gobierno humano, como era el Senado de Roma, pudiera divinizar a ningún hombre, por muy emperador que fuese. Pero si te fijas en el hecho de que tal divinización no hacía sino resaltar su calidad de ser superior, poseedor de una fuerza y de un poder por encima del resto de los mortales, quizá llegues a entender el sentido de ese rito. Al divinizar al monarca, no se le ponía al mismo rango de un Dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, sino que se le situaba junto a un grupo de seres naturales cuyas características lo colocaban por encima del resto de la humanidad. Habida cuenta, además, que la adquisición del poder y su mantenimiento sugería un apoyo divino, resultaba normal que, al menos desde el punto de vista oficial, se considerase al emperador un ser perfectamente equiparable a aquellos que con su beneplácito lo alzaban a la cumbre del mayor y mejor estado que vieron los tiempos.

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