domingo, 13 de junio de 2010

51.

Podría suceder si paseases alguna vez por las calles de una ciudad japonesa. En una esquina, junto a un semáforo, en medio de fragor del tráfico y el correr de los transeúntes, un hombre vestido como los monjes budistas sostendría una flauta. Su cabeza estaría cubierta con un cesto. Te preguntarías si tu ánimo sería capaz aún de sorprenderse con la manera de afrontar la vida que tienen los japoneses. ¿Quién podría ser ese personaje algo fantasmal que haría cantar a la flauta con los sones verdes de los bosques? Indagarías entonces, de vuelta al hotel, la identidad de ese hombre de cuyo rostro no podrías decir nada porque sus rasgos estarían sumergidos en una cueva de paja. Sus ojos serían verticales y horizontales, como la trama de una rejilla; sus cejas, su nariz, sus labios que acariciarían la flauta, sus mejillas, su mentón, todo se sumergiría en ese pozo de forraje vuelto del revés. Y te enterarías de que se trataba de un monje komusō, un monje de la nada. Así se llaman a sí mismos los consagrados de la escuela Fuke del budismo zen. Te asombrarías en ese instante de los infinitos medios que poseen los humanos para despojarse de ese velo de Maya que oculta la verdadera esencia del ser. Los monjes komusō dedican sus días a errar de lugar en lugar, acudiendo allí donde haya hombres que puedan oírlos y darles limosna. Caminan y tocan la flauta con su cabeza oculta dentro de un cesto de paja. Su instrumento se llama en japonés shakuhachi y es una flauta hecha de bambú. El cesto pretende ocultar el ego del monje y la melodía de la flauta le conduce a concentrarse para perder definitivamente ese mismo ego. Te arrebataría esa asociación entre la música y la senda hacia el vacío que esa escuela ha encontrado y ha erigido como particular vía para meditar en la nada. Lentamente, a lo largo de los años, el fluir del aire por los orificios del bambú arrastrarían tras de sí los jirones de las mentes extraviadas por el resplandor traicionero de los fenómenos y la mente iría dejando de ser volando envuelta entre las reverberaciones sonoras del bambú. Música y vacío, sonidos y meditación, aire y libertad, el alma ondulándose en el cielo abierto. Desde ese momento, cada vez que oyeras la voz del shakuhachi pensarías en aquel monje sin rostro que buscaba la iluminación junto a un semáforo, en medio de fragor del tráfico y el correr de los transeúntes armado de una flauta de bambú.

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