martes, 22 de junio de 2010

56.


Fue durante una visita al Museo Thyssen en Madrid. Vagabas entre las salas con esa sensación de embotamiento que te arrebata cuando acudes a los museos. Con mucha frecuencia, casi siempre, es un encuentro fugaz cuyo poderío se queda escueto ante el abismo de colores y formas acumulados en las salas. Te ha pasado en todas las ciudades que has visitado, donde acudir a la cita con los museos es obligado. El Thyssen es distinto. Igual que El Prado. Los has pateado varias veces porque son más asequibles a la distancia que los de Roma, Oslo, Viena, Atenas o Ámsterdam. Ibas, en aquella primera ocasión, buscando un motivo para regresar. Desgraciadamente, las artes plásticas se te escapan más de lo que desearías. Sobre todo la pintura. Puede ser porque eres víctima de un extraño daltonismo. La escultura te es un poco más próxima. Ibas, decías, buscando un motivo para quedarte atrapado. Y lo hallaste. Era el retrato de Giovanna Tornabuoni, de Ghirlandaio. Esa pintura era la excusa para volver mil y una veces al Thyssen. Luego, conociste su historia. Ese retrato lo realizó el artista después de muerta la muchacha por encargo de su marido, Lorenzo Tornabuoni. Tan hermoso el modelo, tan apasionante la época, tan inspirado el pintor. La melancolía se enlazó a la belleza y crearon un escenario pleno del sentido más humano, el de la fugacidad de la vida. Y con el aguijón de la caducidad, el ungüento de uno de los pocos remedios contra ella: el arte.


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