martes, 28 de junio de 2011

323.

Cada vez que a la paciente de la cama que estaba a tu izquierda le preguntaban qué quería comer, la sima del deseo se revolvía en tu cerebro. A ti nunca te preguntaban qué querías para comer. Tampoco era normal que en la UCI le preguntaran a nadie por el menú. Casi todos los que penabais en aquella antesala del Hades estabais sumidos en el coma o durmiendo un sueño cuyo despertar podía o no producirse. A ti siempre te traían pollo, pescado y patatas o arroz, unos purés insufribles y de postre gelatinas y flanes. Hubieras ofrecido tu reino, de tenerlo, por una humilde ensalada, con sus tomates, lechuga, alguna aceitunita despistada y maíz. Hasta que un buen día, quizá por despiste de alguien, te presentaron una ridícula ensalada. Por aquel entonces, tu síndrome de opsoclono y mioclono te impedía manejar nada. Gracias a tus conocimientos del griego, el médico, cuando tiempo atrás te había revelado esa secuela, no tuvo que explicarte en qué consistía el maleficio. Tus piernas, tus pies, tus brazos, tus manos, tus ojos temblaban. Para comer, necesitabas la presencia de una auxiliar. No recuerdas por qué, el día de la ensalada la auxiliar no venía. Así que armado de valor y de un tenedor, empezaste la hazaña de aferrar aquel solitario grano de maíz que lucía como una pepita de oro en medio de tu escuetísima ensalada. El combate fue arduo. Tus manos no te obedecían, pero tu deseo de comerte ese grano de maíz te empujaba a intentarlo una y otra vez. Imposible pincharlo. Sostenerlo entre los dientes del tenedor era un ejercicio de destreza circense. Con frecuencia, cuando estaba a punto de llegar a la boca, una oscilación de tu mano devolvía el objeto de tus ansias al plato. Hoy no recuerdas si acabaste por comerte el maíz o no. Sólo puedes revivir ese combate desigual entre un enfermo tembloroso y un pérfido grano de maíz. Hasta que saliste de la UCI no volviste gozar de ese privilegio de zares que es una ensalada. Por supuesto, a la primera que pudiste, exigiste mucho, mucho maíz.

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